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Publicado originalmente en Rufián Revista. Año 2, número 9. Junio de 2012


En 1972, el Reino Unido sería testigo del nacimiento de la tarjeta de crédito Access. Y ese hecho bien podría ser el comienzo de una novela sobre la decadencia económica europea.

Esa tarjeta de crédito, que haría más fácil e inmediata la vida de los británicos, fue el producto de un conglomerado de bancos de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Con la intención de destronar a VISA, una de sus tantas estrategias de posicionamiento fue el lema que sirve de título para este texto: Access takes the waiting out of wanting.

La promesa de Access era hacer desaparecer la espera que media entre nuestros anhelos y su consumación. Y en un sentido siniestro, hacer desaparecer la carencia y la temporalidad en sí mismas; forjar una hazaña imposible: aplanar el tiempo.

Access era, además, la promesa de un mundo al alcance de la mano. Pero hay imágenes que son simplemente inasibles, por muy cercanas que parezcan. Otras, cuya superficie es demasiado inestable como para levantar nuestras casas.

Si fuese una ficción, este hecho podría ser el comienzo de una historia general del deseo. Cuestión no demasiado complicada si pensamos que el sistema crediticio descansa sobre la forma narrativa de aquellos cuentos moralizantes de los pactos fáusticos.

La estructura es la siguiente: primero, el reconocimiento de una insatisfacción por parte del protagonista; luego, mediante un pacto con el diablo, la obtención de lo que se carece; para que, finalmente, llegue el momento de pagar la deuda: la condenación eterna del alma. Esta resolución, sin embargo, tiene variaciones en las que el sincero arrepentimiento del protagonista puede provocar la intervención divina y su salvación.

El problema radica en que en la novela del deseo no hay una realidad superior que garantice el bien del mundo. Es más, cuando obtengo ese pequeño objeto que quiero (cierta imagen de estatus, riqueza, conocimiento, etc.), me enfrento de una sola vez a todos mis deseos insatisfechos. Y como todo deseo implica una deuda, a una condenación de años. Si el tiempo se aplana en una dimensión, se compartimentaliza en otra mediante las cuotas de pago, y se prolonga.

Pero, más allá de lo ridículo que esto pueda parecer, las consecuencias más importantes de esta aproximación de los objetos de deseo, no son las que nombramos. No es una consecuencia verdadera tener que pagar por un crédito, es parte de su naturaleza. Si hay efectos, estos actúan en niveles simbólicos de la sociedad y los individuos.

En Chile, por ejemplo, los días posteriores al terremoto del 27 de febrero de 2010, parte de la comunidad de Santiago y Concepción irrumpió en grandes tiendas y supermercados para apropiarse de ciertos objetos (entre los que se cuentan televisores de pantalla de plasma, notebooks, juguetes electrónicos, cámaras fotográficas, etc.); sin embargo, dicho acto, más que un acto de saqueo de artículos necesarios o no, fue un acto de apropiación de imágenes, de vidas inalcanzables que los discursos cotidianos construyen como al alcance de la mano, un acto de usurpación de signos ideológicos que esencialmente no pertenecen a nuestro entorno existencial, pero que, sin embargo, lo definen y lo sitian.

Víctor Quezada