Publicado originalmente en Actas III Congreso Internacional Cuestiones Críticas. Centro de Estudios de Literatura Argentina. Rosario, Argentina. Abril, 2013
El presupuesto meta-crítico
“Efectivamente, el Golpe Militar produjo un silencio y un corte horizontal y vertical en todos los sistemas culturales, entre ellos, específicamente, en la literatura. El corte fue horizontal en dos sentidos. En el primero de ellos, se acalló cualquier relación de la literatura chilena con otras áreas del saber […]. En el segundo de estos sentidos, porque cambió el paradigma de la literatura chilena, generando lo que, desde aquí, denominaremos ‘una escena de la escritura’”.
(Eugenia Brito, Campos minados, 1990: 11)
“Eran tiempos en que la dictadura se ungía iniciadora tajante de otro momento histórico, proclamando que el Golpe de Estado había interrumpido y roto la continuidad de la historia de Chile. […] Fue un momento en que algunos privilegiaron con pasión lo que se ha llamado ‘neovanguardia’, ‘escena de avanzada’, ‘escena de escritura’ o ‘nueva escritura’, etiquetas que, muchas veces, sus animadores –artistas y críticos- además de aplicarla a un discurso con determinados rasgos, llegaron a usarlas como sinónimos de calidad e innovación indiscutibles, silenciando así, casi totalmente, otros lenguajes y formas de expresión menos experimentales”.
(Soledad Bianchi, La memoria. Modelo para armar, 1995: 10)
“El pensamiento crítico en Chile está siendo devastado. Si tal proyecto iniciado por la Dictadura no tuvo un éxito inmediato, la política neoliberal de la Concertación sí ha logrado instalar la indiferencia y el silenciamiento crítico. En términos mediales la pérdida es casi total, la desaparición del sujeto crítico ha sido feroz. En términos literarios la narrativa post ’90, acusa el arribismo globalizador y la desideologización de los discursos con total desenfado. […] En cuanto a la poesía, el golpe asestado por el mercado ha incidido en una actitud diferente. Sus lineamientos van así por la autogestión y muchas veces por la adscripción a una estética que sí es capaz de ver o abordar qué pasa con los procesos culturales, sociales en los que se ve inmerso nuestro país”.
(Patricia Espinosa, Presentación de Matria de Antonio Silva, 2007).
Las citas que abren el presente texto no tienen directamente que ver con
los materiales que componen mi investigación: las secciones de literatura en
El Siglo, diario perteneciente al Partido Comunista chileno, durante el periodo
de Gobierno de la Unidad Popular (desde noviembre de 1970 hasta septiembre
del 73). Publicadas en distintos momentos (1990, 1995, 2008,
respectivamente), dichas citas desperdigan signos que podríamos leer a
manera de fragmentos de una historia mayor. A través de palabras como
“silencio”, “corte”, “interrupción” o, en su versión extremada, “devastación”, la
historia que emerge de esas citas se confunde con la historia contemporánea
de Chile.
Como si fuese un límite interpretativo, el golpe de Estado perpetrado por
los partidos de centro y de derecha además del Ejército en septiembre de
1973, con frecuencia define las lecturas contemporáneas de la poesía chilena.
Y cuando pretenciosamente ocupo la palabra “contemporaneidad” me refiero a
ese extenso rango de tiempo que cubren los fragmentos citados: desde
mediados de los años 80 (tiempo de producción de Campos Minados) hasta la
actualidad.
De este límite histórico emergerían tanto el código “cifrado y vuelto a
cifrar” de lo que Eugenia Brito llamó “escena de escritura”, como su reverso
crítico. Los textos, así, de la “escena” serían signos producidos a partir de la
legibilidad que la censura oficial permitió. Signos que fueron leídos rápidamente
como neovanguardia, lo que en algún sentido agudizó, en un nivel simbólico, la
ruptura de la continuidad histórica chilena.
Como vemos, del silencio autoritario se derivarían dos efectos: la
asunción de una neovanguardia artístico-literaria y “la exclusión de otras
alternativas” menos radicales (Canovas: 21) que también fueron una respuesta
a la dictadura cívico-militar. Este silenciamiento doble afectó más directa y
dramáticamente al grupo de poetas que la profesora Soledad Bianchi
caracterizó como “generación dispersa”; poetas que en su mayor parte tuvieron
que resistir el exilio o el desplazamiento y las faltas de oportunidades dentro de
Chile. Así, el límite dictatorial y sus golpes en la cultura, habrían desintegrado el “proyecto” (entre comillas) de continuidad de la “gran tradición de la poesía
chilena” del que la generación del 60 era de alguna manera representante.
Estos antecedentes son los que le permiten a Patricia Espinosa ver una
situación de devastación en el ámbito cultural chileno (particularmente en lo
que entendemos como crítica literaria), y son los que van formando lo que yo
llamo presupuesto meta-crítico. El que podríamos definir como aquella actitud
crítica que denuncia la instrumentalización y desaparición del “sujeto crítico”
durante la post-dictadura (o en esta, nuestra prolongada contemporaneidad),
como efecto de la lógica del mercado impuesta por el brazo intelectual del
gobierno cívico-militar. Valga la pena aclarar aquí que tal “actitud” crítica
trasciende las fronteras de la crítica literaria como género y es rastreable en distintos lugares: desde ficciones literarias hasta ficciones académicas como
esta.
La novedad como inminencia, una literatura imposible
El presupuesto meta-crítico nace con el límite histórico –que es a la vez
un límite interpretativo- del golpe cívico-militar de 1973, la experiencia de la
literatura en los años de la Unidad Popular, en este sentido, escaparía de su
alcance, o quizás se situaría como otro límite inaccesible. Sin duda, las tácticas
de reorganización y desprestigio del pasado político inmediato ejercidas por la
dictadura, influyeron en la carencia de espacio de tal experiencia de la literatura
en el “socialismo chileno”. Por esto, pretendo realizar ahora un acercamiento a
las posibles relaciones entre poesía y política que se fraguaron en las
secciones de cultura del diario El Siglo, en virtud de poder caracterizar, al
menos circunstancialmente, los alcances del presupuesto meta-crítico.
Pero antes es importante recordar que el diario El Siglo representaba –ya
desde la década del cuarenta- a los sectores hegemónicos de la Izquierda
chilena y, en particular, del Partido Comunista. El Siglo fue la tribuna más
notoria –en el ámbito de las publicaciones de carácter nacional- de las
discusiones que configuraron los acercamientos a la problemática cultural
desde la Izquierda, jugando un papel destacado en la visibilización de la
literatura chilena y sus prácticas durante las décadas del 40, 50 y del 60
principalmente.
El pequeño espacio que va del año 1970 al 1973 recoge esa vigencia de
alrededor de 30 años. En este periodo, el ámbito de la crítica de poesía se ve
alentado por tres ejes discursivos que me interesa nombrar aquí:
a). 70-71. La apercepción teórica influida por la experiencia cubana de
vinculación de la Vanguardia Política revolucionaria con una supuesta
Vanguardia Artística.
b). 71-72. La concepción de un nuevo lenguaje, capaz de expresar y dar
forma a los contenidos derivados de la nueva relación del hombre con la
realidad.
C). 72-73. La militancia política como espacio de la literatura y la lucha
contra el fantasma de una “guerra civil”.
No hablaré aquí de las intenciones de adecuación entre vanguardia
política y artística y me limitaré a consignar solo los dos ejes restantes. Esto,
porque me parece que en el caso chileno dicha intención implica una existencia
fallida de antemano. Es difícil pensar la experiencia socialista de la UP en los
mismos términos de la Revolución cubana y, es más, en Chile no hubo algo así
como una Vanguardia política, mucho menos una revolución:
Durante el primer año de Allende en la Presidencia, en el seno de la UP
se produce un fenómeno especial derivado de lo que los sociólogos Manuel
Antonio Garretón y Tomás Moulián llaman “doble legitimidad” de la fuerza
política. Así, la UP como coalición de partidos políticos se movió entre la
“adhesión instrumental […] a la democracia como principio de organización
política” y “la generalización de la idea de que la sociedad chilena requería
cambios profundos” (52). Estas concepciones, según los sociólogos, se
reafirmaban mutuamente, lo que impidió el camino revolucionario y atajó las
estrategias extra-legales, manteniendo la institucionalidad del régimen político.
El eje discursivo que me interesa, entonces, rescatar aquí es aquel que
intenta encontrar un nuevo lenguaje para la “poesía chilena joven” de esos
años. Poetas como Gonzalo Millán, Hernán Miranda, Jaime Quezada o Floridor
Pérez (poetas que según Soledad Bianchi pertenecerían a esa “Generación
dispersa” que nombramos más arriba), eran los entonces jóvenes poetas a los
que el crítico y Doctor en Filosofía Nelson Osorio nombra como esos algunos
pocos que sin haber alcanzado la nueva poesía, “buscan someter el lenguaje a
una nueva función”.
En el texto publicado el 4 de abril de 1971 con el título “A propósito de la
joven poesía chilena”, Osorio se pregunta por la posibilidad de un lenguaje
poético nuevo. Desde una postura escéptica, declara: “no logro […] hallar en la
poesía chilena actual un lenguaje que realmente dé fisonomía a la realidad del
hombre contemporáneo de América”. Pero, ¿a qué se refiere Osorio cuando
exige la existencia de un nuevo lenguaje y, cómo sería ese lenguaje?
En principio, define negativamente la actitud general de la nueva poesía
chilena de principios de los setenta, pues para él, los poetas confunden el
lenguaje poético con la “palabra heredada” de los poetas mayores, palabra que
expresa una realidad ya superada y, por tanto, no se corresponde con la nueva
realidad humana que Chile y Latinoamérica estaban viviendo.
A la concepción del lenguaje como un instrumento de transmisión neutral
e indiferente de la realidad, realidad que aquí viene a ocupar el lugar de un
“complejo” socio-político y micropolítico, Osorio habla de un lenguaje que sin
dejar de apuntar a esa realidad (de referirla, diríamos) también expresaría la
relación de los individuos con ella.
El lenguaje al que Osorio hace alusión es el lenguaje de una “ruptura
creadora” que debería nacer de los cambios operados en la manera de
concebir el mundo, y que tendría “validez y jerarquía poéticas”, según sus
palabras, solo si expresa y da forma (“cauce verbal” como dice) a una nueva
sensibilidad, cito: “una nueva manera de amar […], una nueva manera de
sentirse en el mundo, de ser amigos, amantes y compañeros, una nueva
manera de ser feliz y de estar triste”.
En este sentido, ese nuevo lenguaje es necesariamente un lenguaje por
llegar, una pura inminencia de la que ve solo signos incompletos.
Uno de esos signos incompletos es analizado en otro texto publicado el
25 de abril del mismo año bajo el título “Tres breves notas sobre poesía
chilena”. En esta crítica que aborda tres libros, rescata la publicación de Arte
de vaticinar (1970) del poeta Hernán Miranda Casanova (Quillota, 1941). Dice
de este libro que “apunta” a una nueva poesía, y esto, por tres razones: la
primera, porque se aleja de esa joven poesía chilena que a través de la
“grandilocuencia” y el “patetismo” o el “facilismo ingenioso” se situaba tras la
senda simulada de figuras como Pablo Neruda o Nicanor Parra. Segundo,
porque el “hablante lírico”, lejos de esa actitud impostada, lograba mostrar las
cosas con “curiosa impertinencia”, con “gesto atento y distanciado al mismo
tiempo”. Jugando con el título del libro, Osorio dice que el hablante: “es
simplemente alguien que maneja el laboratorio de la lengua para ver”. La vista,
la clarividencia del poeta “clásico”, del bardo que puede vaticinar, son aquí
resignificadas, porque, finalmente, ¿qué es lo que podía verse en esa poesía
de Miranda, qué umbral estaba indicando? O, en un sentido más productivo,
Arte de vaticinar, ¿a quién le permitía ver y cuándo?
La tercera razón por la cual Osorio dice que este libro apunta a una
nueva poesía es la clave que finalmente nos entrega la respuesta sobre ese
nuevo lenguaje poético por el que se preguntó en abril del 71. Cito:
“En un primer nivel de lectura, nada nuevo parece entregarnos ni el lenguaje ni el verso. Y nada nuevo entregarán a quien no sea capaz de comprender que la validez de una lengua poética como esta solo se manifiesta a quien sea capaz de intuirla como expresión de una actitud lírica distinta”.
Arte de vaticinar apuntaba a una nueva poesía porque, en ese acto de
mostrar su inminencia, señalaba la figura de un lector futuro, pero ante todo, de
una relación intersubjetiva inédita, que estaba por formarse: el nuevo lenguaje,
como inminencia, puede ser entendido, entonces, como un espacio de
socialización que debía ser trabajado. Forzando la interpretación, ¿puede o no
confundirse –ya que hemos venido jugando a este juego de la confusión- la
inminencia de ese lenguaje del amor, la amistad y el compañerismo nuevos con
la frustrada vía chilena al socialismo? Esta es una pregunta que dejaré abierta
a la reflexión.
Habíamos dicho que el tercer eje discursivo era el de la militancia
política como espacio de la literatura. Sin embargo, aquí examinaré solo un
texto que si bien no es paradigmático, se entronca con el segundo eje y nos
permite continuar abriendo sendas para entender ese nuevo lenguaje
escurridizo y fracasado.
El texto titulado “Hace 130 años. Lastarria: una literatura nacional
patrimonio de las masas” del 4 de mayo de 1972, escrito por la periodista y
narradora Virginia Vidal, rescata el Discurso Inaugural de la Sociedad Literaria
de 1842 pronunciado por Don José Victorino Lastarria. La Sociedad Literaria
fue una agrupación de intelectuales que tuvo una corta existencia entre los
años 1842 y 1843, y fue el núcleo más visible de las teorizaciones sobre la
posibilidad de una literatura propiamente chilena en el contexto de la
independización de la corona española. Afincada en un proyecto general de
ilustración, esta Sociedad propuso nuevas concepciones para la naciente
literatura nacional al promover una escritura que “tuviera cuerpo español y alma
nacional” (Lihn).
En su estilo casi afásico, Virginia Vidal habla a través de la palabra de
Lastarria. Sabemos que uno de los mecanismos del discurso directo, y de la
cita en particular, es el desplazamiento de contexto (Reyes). En este
desplazamiento, la palabra del otro, puede ser re-significada. Por eso, Vidal no
necesita mayores acotaciones para desplegar las ideas que rescata como
válidas para la situación de comunicación en la que se inscribe. Así, los
fragmentos citados del Discurso Inaugural van en relación con la intención de
“convertir nuestra literatura en la expresión auténtica de nuestra nacionalidad”,
“cortar las cadenas del yugo”, “desarrollar nuestra revolución”, “reflejar todas
las afecciones de la multitud”.
Mediante el mecanismo de la cita, Vidal parece reaccionar al clima de
creciente polarización política en el que Chile se encontraba: polarización entre
los partidos de centro y de derecha y la Izquierda, que señalaba la posibilidad
creciente de una “guerra civil” por la insurrección militarista, pero también, de
profunda crisis en el seno mismo de la Unidad Popular. Vidal, militante
comunista y, por tanto, apegada a la tradición democrática y de alianzas del
Partido, al citar a Lastarria parece querer reafirmar el carácter antiimperialista,
antioligárquico y antifeudal que fue la estrategia política del PC chileno desde el
proyecto del Frente de Liberación Nacional de los años 50 y que, además,
sirvió como base fundacional de lo que “posteriormente fue el programa de
gobierno de la Unidad Popular” (Daire, 145). Así, en una de las pocas
ocasiones en las que interviene, Vidal expone la validez del “Discurso Inaugural
de la Sociedad Literaria” principalmente en oposición a la “dictadura
conservadora”, que es “expresión de la violenta reacción de la oligarquía
latifundista”.
A manera de conclusión unas preguntas
¿No hay siempre una exigencia que conmueve todo ejercicio literario:
crítico, académico, de creación?; más allá de los mantos que la cubren, ¿no
existe siempre en el ejercicio de la crítica literaria una exigencia de
compromiso, la que derivaría del sentido que la crítica lee en la obra?
Pero, ¿qué pasa cuando el campo cultural se ve trizado por la militancia,
o por las exigencias de compromiso político? ¿Qué pasa cuando el
pensamiento “sale a la calle”, más bien, se encuentra con ella –o simula
hacerlo-, trata de afectar –digamos por ahora- los simulacros del complejo
socio-político?
Estas preguntas marcan de alguna manera eso a lo que, pienso, el
presupuesto meta-crítico que nombramos al comienzo, refiere a través de los
signos de un vacío (o para ser estrictos: del silencio, el corte, la interrupción y
la devastación). El vacío de la militancia política o de la interrelación entre la
literatura y la vida política.
Víctor Quezada
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