Publicado orginalmente en Rufián Revista. Año 5, número 24. Noviembre, 2015
¿Cómo comenzar? Muchas veces nos enfrentamos al dilema de encontrar las palabras precisas que abran el texto, así como se abren los ojos al paisaje o el obturador a la luz.
Existen comienzos luminosos (“Amanece / se abre el poema”) u oscuros (Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura / ché la diritta via era smarrita), otros deliberadamente prácticos (Call me Ishmael), pero ninguno como el del Museo de la novela de la Eterna, libro publicado más de una década después de que la última palada encerrase ¬el cuerpo de Macedonio Fernández bajo tierra.
De las 237 páginas de la primera edición completa (Centro Editor de América Latina, 1967), 118 corresponden a prólogos, prólogos de prólogos, ensayos del comienzo que señalan no solo la difi cultad que implica poner en movimiento la “novela”, sino cierta resistencia a la concepción de ese momento que inaugura la historia y, de alguna manera, la anticipa.
La cincuentena de prólogos del Museo… señala el absurdo de comenzar y, en términos abstractos, la aporía de la idea de un evento originario, pleno en su consecución de una inteligibilidad que orienta el movimiento narrativo, pues siempre se puede postular un inicio del inicio, un origen del origen que es infi nitamente referible.
En el “Prólogo que entre prólogos se empina para ver dónde, allá lejos, empieza la novela” (página 113), leemos: “Amanece en la quietud de la estancia «La Novela». Una primer ventana se abre. Un escalofrío matinal”. El inicio, la idea del origen, se alimenta de un conjunto de operaciones analógicas que lo determinan al mismo tiempo como un momento de luz y de apertura: el amanecer bucólico en la estancia se corresponde con el inicio de la novela que es una ventana que se abre a la mañana del campo. Como se señala en la edición crítica del Museo… (ALLCA XX / Universitaria, Santiago, 1993): abrir una novela es abrir una ventana hacia la vida. La parodia en Macedonio de este clásico comienzo de la novela naturalista opone a la ideología del realismo la aporía del inicio, la opacidad, la oclusión, el momento en el que el lente se obtura impidiendo el paso de la luz y hace del origen referible un inicio (infinitamente) diferido. En este sentido, la novela es imposible.
La idea del origen, como vimos, se nutre de una batería de operaciones analógicas, pero de manera más signifi cativa, de operaciones de referencia a través de las cuales el inicio idéntico a sí mismo abre el camino, señala un punto futuro de llegada y otros puntos intermedios a manera de estaciones, inconcebibles sin la referencia al evento originario que descansa en el pasado, allá lejos, donde empieza la novela. El poder del punto de partida es tal que nutre de sentido el tránsito completo de un sujeto a partir de un conjunto de encrucijadas que lo conducen hacia el encuentro de su identidad o a su desgracia.
Esta relación directa entre voluntad y la consecución de un objetivo marca -en el plano del cine- la teoría del confl icto central que Raúl Ruiz rechaza en su conocida Poética 1 (UDP, Santiago, 2013). Toda discontinuidad, toda indeterminación, toda acción inconexa, sometida a un régimen de este tipo, resulta colmada por la referencia a un evento que ilumina y estructura la historia, añadiendo trazas de causalidad entre elementos que no tienen una coexistencia necesaria. En el origen está el confl icto, la obligación a decidir.
Ruiz expone en su ardua defensa del aburrimiento (que es la defensa de cierto segmento de su cinematografía representado por películas como La hipótesis del cuadro robado de 1979) un problema práctico; un problema al que deberían enfrentarse los cineastas al momento de considerar la puesta en movimiento de un fi lme: “Se nos dice que nuestro papel consiste en llenar dos horas de la vida de unos cuantos millones de espectadores y en asegurarnos de que no se aburran” (19). Ruiz ve tras esta exigencia ciertas implicancias ideológicas. Bajo este régimen, las imágenes son subsumidas a lo que Barthes llamaría “lenguaje endoxal”: la obligación a decir, a poner en paradigma una materia que, como la visual, parece resistirse a la califi cación; en este sentido, la imagen cinematográfi ca, predeterminada por el confl icto, es imposible. Encerrada en los límites de lo que es dable decir o decidir, la materia visual se aplana y solo podemos ver la acción que es producto del cruce entre voluntad individual y objetivo conseguido, solo podemos ver el acto de decidir, la estación intermedia, la resolución de los conflictos.
Para nosotros, seres sensibles, ¿qué pudiera signifi car esta puesta en relación? La inteligibilidad que supone la idea del origen referible se consuma en la resolución feliz o desgraciada de un confl icto que es la apuesta cinematográfica de la industria del entretenimiento; apuesta que como problema práctico se soluciona en la constante obligación a buscar nuevas fuentes de diversión para evitar la ansiedad de una vida que se vacía en cada espectáculo, para “distraer la distracción mediante distracciones” (19). Como dirían Ruiz y los primeros padres cristianos, en el origen está la acedia, la tristitia, el demonio del mediodía.
Frente a la teoría del confl icto central, Ruiz propone la concatenación de microacciones que dispersan la dirección única, el sentido preestablecido que marca el camino de la decisión, de la puesta en paradigma. Microacciones que desestabilizan la teoría del conflicto central y rehúyen la imposición de la toma de decisión que es, finalmente, el imperativo político, ideológico, que pareciera fundar todo trabajo estético. Como en lo neutro en Barthes –el conjunto de gestos que intentan escapar de la cultura- en Ruiz las microacciones desbaratan el paradigma del confl icto, renuncian a la toma de posición.
Contra el confl icto, contra la obligación a decir, Ruiz propone el trabajo taciturno (del latín tacere: “callar”) de la mostración cinematográfica, único lenguaje capaz de formalizar los gestos aprendidos, los ruidos y onomatopeyas que escapan a la univocidad del sentido, las relaciones entre los cuerpos filmados que configuran los géneros de la cotidianidad, aquellos “estilemas” que conforman la materia irreducible de un conjunto de ideolectos o estilos, “artes a medio camino; artes de tomarse un trago, de decir salud […]. Estos estilemas solamente pueden ser registrados a través del cine; se resisten a ser descritos porque no son verbales. Es un lenguaje no verbal” (Ruiz. Entrevistas escogidas – fi lmografía comentada, UDP, Santiago, 2013, 29).
Para finalizar, les propongo que imaginemos una película sobre un hombre atrapado bajo tierra que, con el fi n de asegurar su salvación, solo posee una linterna. Si consideramos la teoría del confl icto central, este hombre se debatiría entre entregarse a una vida en la oscuridad que asegura su muerte o tratar de sobrevivir buscando con todas sus fuerzas vitales un modo de escapar. Sabemos que, al fi nal de la película, nuestro héroe encontrará la salida, ayudado por la luz de la linterna que orienta su destino. En la escena concluyente, verá por supuesto el círculo radiante del día de campo al final del túnel, mientras aparecen los créditos.
Ahora bien, ¿qué gestos modificarían el rostro de nuestro héroe, qué exclamaría, qué podría decir si, al continuar su camino, al tiempo que el disco del día se agranda, cae en cuenta de que aquella luz al final del túnel no es más que la luz de una linterna sostenida por otro hombre igualmente perdido que camina en sentido contrario? Los gestos de ambos hombres son la materia de una secuela interminable.
Víctor Quezada