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Publicado originalmente en Revista Cinosargo. Noviembre de 2016

¿Por qué cuestionar? Siempre que leo algún ensayo llega esta pregunta. Creo que la duda es parte del esquema humano para sobrevivir. No lo sé, aún de esta suposición tengo dudas. Pueden ser también la simple necesidad de llevar la contra. Sin embargo, no puedo negar mi gusto por leer ensayos. Me hacen poner en jaque mis creencias, mis ideas; por ello agradezco cuando hay un texto que me obliga a reconsiderar el enfoque con el que observo el mundo.

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Nietzsche, La Genealogía, La Historia de Michel Foucault. Los dos tienen cosas en común: la identidad, o por lo menos la necesidad de plantearse la identidad propia y confrontarla con un exterior. Otra cosa en común es la proyección que tienen de las cosas: toman un objeto mínimo y lo extrapolan para ver el otro lado de la moneda. Buscan darle un sentido a la imposibilidad de verdad única.

La genealogía no se opone a la historia como la visión de águila y profunda del filósofo en relación a la mirada escrutadora del sabio; se opone por el contrario al despliegue metahistórico de las significaciones ideales y de los indefinidos teleológicos. Se opone a la búsqueda del «origen» (Foucault, 1979)

Aun cuando Quezada busca en lugares distintos (una novela, películas, entrevistas a un director) llega al mismo punto: detalles que cambian la dirección univoca de la narración, ya sea histórica o ficticia. Una negativa humana a la teogonía.

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Situación extraña o anómala. Cuando el acto creador aparece en la cotidianidad. Quezada encuentra vida, aromas y sabores en donde se ha previsto un acto creativo puro. ¿Hasta dónde el texto abarca la vida? ¿Hay vida en los textos, o sólo plantean una estructura metafísica, un arquetipo que aparenta la vida del día a día?

Los datos no son concluyentes, son referencias extrapoladas. Sin embargo, lo atraviesa la duda. El texto crea dudas razonables sobre lo que hay o lo que se percibe.

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Salir del libro es salir al encuentro de la oscuridad de lo humano, a su especificidad animal (Quezada, 2016). La frase tiene swing, invita a creer que hay una verdad. Aparece diáfana. Nos lleva a creer que hay una realidad en el texto y otra en la vida cotidiana. La dicotomía sale a la luz: lo espiritual contra lo carnal. No puedo olvidar el capítulo tercero de Stanislav Andreski, donde muestra como las palabras son tan importantes que pueden hacer creer a un feo que es guapo, a un grupo de personas que tiene poder sobre otras y, hasta, culturas completas que son inferiores. Las palabras, lo mismo señalan la verdad que engañan.

... se ha argüido que el Informe Kinsey contribuyó a propagar el adulterio, la promiscuidad y la perversión al revelar a aquellos que de otro modo podrían haber tratado de resistir a la tentación, que si sucumbían a ella se encontrarían menos solos de lo que habían pensado, así que no había razones para que se sintieran monstruos o proscritos (Andreski, 1973).

Entiendo que Quezada no está haciendo ciencia. Pero me lleva a pensar, a contrastar.

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Aquí, en un sentido, estoy siendo profético, ya que pronto descubrirán cómo son de hecho sus bromas. Luego, también tendrán la impresión, espero, de un país bastante duro, donde el tipo de historia que voy a contar puede entenderse como una broma (Borges, 2015).

Da como respuesta Borges, mientras revisa, línea por línea, un texto de ficción. Maldita sea, caí en el juego de Quezada. Juega con la verdad, con la ficción, con la veracidad. Broma o no, me ha llevado a una desviación, a un equívoco de lo que creo. He dudado otra vez.

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Quezada habla de su truco de magia. Una imagen faltante. Siempre, en los tres primeros textos, falta una imagen. Un poco como las canciones de Daniel Jonhston: uno tiene la sensación de que la melodía está incompleta, cortada, sin embargo funciona perfectamente. Quezada apela a una panháptica (Del griego hapthaí: tacto, contacto.) en contra de una panóptica. Aspira a que aquellas letras nos lleven a sentir con el tacto y no la vista; Contacto sobre imagen. Pero usa la imagen para hablar de aquello que se intuye, aquello que se “siente” dentro del relato. Fundirse de nuevo con el todo (Bergson, 2006), como refiere Bergson a su concepto de intuición. Así las descripciones de Quezada sobre las películas, apelan a la sensación, al contacto de los otros sentidos sobre la vista.

Quezada me funde.

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El último texto del libro me queda a deber. Es un panegírico. No lo comprendo. Mientras puedo dialogar, lidiar y hasta buscar comprender los anteriores, el último texto abruma por su necesidad de quemar incienso al sacerdote. ¿Qué tan válido es imponer una sola forma de ver el mundo, después de abrirlo a múltiples posiciones?

Me detengo y releo el texto.

No, no puedo con él. Siento que hay un compromiso, algo no concluyente y distinto a los primeros. Un texto para un santón del que no se duda. Un sahumerio para el difunto.

Siento que me quedé al borde de la mesa. Como con los buenos amigos, los libros de ensayos son para discutir acalorado al lado de una cerveza o un buen trago. Puede ser que no tengamos cosas en común, algunas sí otras no, el diálogo da la sensación de no estar solo. Los ensayos son para gente que no está sola y tiene lo suficiente como para poner su pensamiento en el cadalso.


Francisco Rangel

Publicado originalmente en Dos Disparos. 3 de noviembre de 2016 

Desde el título, el libro de Víctor indica un sentido: contra el origen obliga a pensar otra búsqueda subyacente en los modos de la escritura que transitan el libro. Elijo otro término, comenzar, pero todo comienzo es un recomienzo, aunque lejos del modo de una restauración, o la simple imitación de la supuesta grandeza del origen. Tal vez se trate de sostener, en un tono menor, que no hay comienzo sin herencia: allí aparece la brecha entre la imagen absorbente del origen, contra una articulación frágil del comienzo, del recomenzar, una y otra vez. 
La palabra del ensayo es precisamente aquella. Distanciado de la frialdad de una ciencia que toma a la literatura como su objeto, el ensayo buscaría pensar, precisamente, aquel comienzo contra el origen: su horizonte se define como una suerte de testimonio del acontecimiento de la lectura. 
A lo largo de estos ensayos, aparece una y otra vez el dictum de Althusser según el cual, puesto que no hay lecturas inocentes, debemos confesar de qué lecturas somos culpables. Allí el ensayo se torna una especie de autobiografía; en el sentido de exponer las lecturas que dan cuenta de un mundo, lecturas que vuelven a aparecer, no como la reescritura de un libro, sino como la instancia de aparición, comunicable, política, de aquellos textos: la conjunción de todos aquellos momentos en que la lectura “me hizo levantar la cabeza”, como en alguna parte escribe Barthes. 
La reflexión sobre el comienzo se pone en juego en una suerte de magia dialéctica: no se trata de identificar la guía del progreso, sino de situarse en las digresiones, regresiones y las inevitables repeticiones que toda lectura trae aparejada como ejercicio interpretativo, para encontrar allí la posibilidad del ensayo, el módico coraje de arriesgarse al indefectible error. 
“El ensayo –escribe Foucault– hay que entenderlo como un tanteo modificador de uno mismo en el juego de la verdad, y no como apropiación simplificadora de otros”. 
Se trata, más bien, de una lectura que actualiza la escritura, que constituye al sujeto de lectura en el mismo lugar en el que se constituye el sujeto de la escritura: el presente perpetuo de la enunciación, del testimonio de la lectura, ahora vertido al texto. 
Ensayista es el que sabe que nunca escribe solo (y su soledad consiste en saber eso) porque su escritura es la que permite también que se escriba –que se inscriba– el autor con el cual “ensaya”. Para un ensayista, leer no es escribir de nuevo un libro: es hacer que el libro sea escrito, “aparezca”. 
La trasposición es, en este sentido, potencialmente, una interpretación crítica de los textos que creíamos de origen, a los que creíamos que ya no podíamos arrancarles otro sentido que el original. 
Se trata en estos ensayos reunidos de entender esta trasposición como una inmersión en el campo de fuerzas, como una interpretación que produce al texto en tanto campo de fuerzas envueltas en una lucha interminable y, en principio, indeterminada por el orden supuestamente cerrado de la filiación de origen. Esa es, en definitiva, su dimensión profundamente política. 
En lo que nos concierne a nosotros de manera más inmediata –a saber, la cuestión de las estrategias de interpretación crítica bajo cuya lógica podemos pensar el trabajo de trasposición–; no se trata en esa lectura de encontrar una verdad absoluta detrás de la letra, sino como el síntoma de una verdad que está siempre construyéndose, que es una construcción siempre re-comenzada de la producción textual. 
Es un trabajo, en fin, que se hace cargo de la dimensión de conflicto implicada en la lucha por el sentido, de la incertidumbre del malentendido constitutiva de ese hiato irreductible que se abre en la tensión de lo comunicable y lo incomunicable. 
Es, por supuesto, la posición incierta del comienzo, sin posibilidad de remisión ni de esperanzas en un origen para tranquilizarnos. Es, con seguridad, la vía más difícil. Pero también, probablemente, una vía más alegre.