Publicado originalmente en Ojo en tinta, 16 de octubre, 2018.
“Escribir por cuarenta días, como la primera cosa que se hace al despertar (pues toda tarea que se emprenda por cuarenta días queda por siempre)”.
Insistencia del día de Víctor Quezada es el resultado de esa observación. Resultado, pero también continuación de una tarea, un camino, emprendido por otros. El mismo autor, que a partir de ahora es él y esos otros, lo advierte: “un libro que a lo sumo finge comenzar y terminar”.
Despertar. Observar. Escribir durante cuarenta días para constatar la presencia de las cosas. Despertar. Observar. Escribir durante cuarenta días para encontrar, a la hora en que el mundo duerme, el silencio necesario para instalar, no fuera sino dentro, la pregunta por la relación entre las cosas y su nombre.
“Entre yo –el que escribe– y la montaña descansa el deseo de escribir montaña”, anota Víctor Quezada en su diario abierto.
Y me parece que retoma la pregunta de los poetas que, influenciados por el budismo zen, salieron a los caminos para observar la relación entre el árbol y su nombre, la montaña, y su nombre, los pájaros y su nombre.
Es una trampa. El lenguaje es una trampa, dirá mientras recorre los senderos de Oku el maestro de los poetas caminantes.
Y en un escritorio que da a una ventana –les recuerdo que durante cuarenta días un poeta despierta, observa y escribe– la pregunta insiste:
“Un texto puede corresponder /como un gorrión/ a los representantes prototípicos de la categoría (los pássaros) pero un mirlo es de una oscuridad indescriptible”, nos dice el autor de este diario.
Cómo se llama. El poeta japonés quiere saber su nombre.
“Nadie: me llamo Nadie”, responde Víctor Quezada desde esta otra orilla del tiempo.
El tiempo. Si despiertas y observas durante cuarenta días lo que escribes es el tiempo.
“La escritura avanza mientras caemos”, dice. Y Matsuo Bashō, Si Kongtu, poeta de la dinastía Tang, lo escuchan y asienten.
Pero siguen sin resolver el problema del lenguaje. El lenguaje es un trampa (árbol, montaña, pájaros ¿logran las palabras despertar eso que duerme en el interior de lo nombran? ¿logran las palabras ser eso que representan?) El símbolo es una trampa. El lenguaje es un trampa y ahí está Víctor Quezada, ahí están los poetas orientales, ahí estamos nosotros, entrampados.
Si Kongtu, es quien toma la palabra, desde su retiro del mundo, en el monte Hua, a fines del siglo IX. Veinticuatro son las categorías de la poesía y en el preludio de la categoría XVII, donde trata el asunto de Lo curvado y lo sinuoso, dice: “piensas que eres solo uno, ascendiendo, con tu propio esfuerzo, sin nadie, sin nada más. Pero te mueves con el mundo todo. Por eso te cuesta subir. Llevas el peso abstracto del mundo”.
El peso abstracto del mundo –lenguaje, símbolo, discurso– eso es lo que habrá que limpiar. Un poeta camina. Otro se retira al monte Hua. Y otro, durante cuarenta días escribe intentando separar la esencia del artificio, el ruido del canto, de modo que lo pesado retorne a su naturaleza leve.
Ya no se trata de lo que el poema es capaz de hacer con el lenguaje, ni siquiera de lo que el poema le hace al lenguaje, sino de como el poema es capaz de recordarnos una existencia anterior a los nombres.
En la categoría XXII titulada La distancia y la deriva, Si Kongtu, nos recuerda que lo que no puede ser atrapado, puede ser sin embargo, oído. Y Víctor Quezada, más de diez siglos después, le responde que hay una hora en que “el canto de los pájaros transporta el rumor de las cosas”, una hora en que “las cosas permanecen en sí mismas, se preparan para contener el sol”.
Hay un momento del día –el despertar de la mañana– en que todo alcanza su nitidez, un momento en que es posible reemplazar el símbolo por la correspondencia. “La línea que rodea el cuenco (de Santiago) es también la línea irremontable del ojo”, dice el diario abierto.
El paisaje que se ve por la ventana se replica en el interior del propio cuerpo. Durante cuarenta días despiertas, observas, escuchas, escribes. No se trata de lo que el poema hace con el lenguaje, o al revés, porque ya no se trata del poema –lo sabe Bashō, lo saben los poetas que se internaban en las montañas en busca del Tao– sino del acto de escribir.
A medida que las palabras retroceden y el espacio en blanco gana lugar en la página (que es también el paisaje que se ve por la ventana, el cielo de estos cuarenta días) escuchamos que desde la montaña se asoma por última vez la voz Kongtu: “lo más preciado se esconde ínfimo en la maleza y nadie se ha fijado, solo tú. Recoge cuanto puedas, cuanto se entregue y se ofrezca”.
“Una nube –pequeña, dorada– posada apenas sobre la línea de la montaña , anuncia la salida del sol”, dice el diario abierto en su última página.
Cuarenta días. Despertar, observar, escribir, es lo que se necesita para limpiar, reparar, zurcir, por un instante, el pacto con el lenguaje.
Cuarenta días para que ya no la palabra nube, sino la nube misma –pequeña y dorada– se detenga un minuto frente a la ventana.
Cuarenta días para dar cuenta ya no del problema del lenguaje, ya no del poema, ya no del propio nombre, sino del movimiento, el dinamismo continuo e interminable.
La nube.
La nube y luego, otra vez, el día, su insistencia.