Publicado originalmente en paula-arrieta.org
Un relato fundacional es casi siempre la respuesta a una necesidad de origen. Eso que está antes de la realidad material del cuerpo, eso sin imágenes, muestra una urgencia de materialización. La representación, el origen del mito, se abre paso como una certeza amable, valiente, incontaminable.
Desde las historias que contamos para explicar el amor o una amistad hasta aquellas que nos hacen ser parte inconsulta de una nación, el relato fundacional pone como condición implícita la existencia de una coincidencia inexplicable: un elemento mágico-épico es la única forma que garantiza toda la estructura simbólica, la posibilidad de que esto se convierta en historia, y que esa historia nos convierta en nosotros.
Es posible, eventualmente, que ese relato se convierta en un engaño forzoso. Que se trate de un discurso ficticio cuidadosamente armado en el cual héroes, colores y frases detenidas esconden cada una de nuestras derrotas y justifican la brutalidad y la arrogancia de un grupo de poder, de un monarca solitario o del país completo. Pero también puede suceder que el origen del mito resulte particularmente iluminador en el tiempo, que levante la voluntad y que en vez de formar filas reactivas le devuelva la dignidad a la derrota. Que al final siempre se trata de derrotas, derrotar al tiempo, al olvido, a las imágenes desvaneciéndose.
Hay historias e historias. Y si bien todas tienen cosas en común, no es lo mismo la imagen del héroe saltando por su bandera del barco a la muerte en la batalla perdida que la del presidente resistiéndose a poner la vida a disposición del opresor. No es igual, pero ambas construyen un mito, el nuestro.
Yoko no es un relato fundacional sino la reconstrucción consciente del mecanismo con el cual se arma la ficción de dicho relato. No se trata de la historia de un origen sino de una colección de historias del origen que, contra toda la lógica de superación de la historia, advierte sobre la intencionalidad de las imágenes, la conveniencia del mito y la vigencia de la trampa. Una sucesión de formas dibujadas para acabar con la amenaza del vacío: del vacío del recuerdo, el vacío del desierto, el vacío del sentido. Héroes criminales, oprimidos, el viaje de huida, la edición y el montaje improbable de una serie de referentes narrativos recortados de aquí y de allá arrebatan toda pureza al acto de constitución.
Algo así como la aceptación del engaño de la historia cuando se pretendía única, incorruptible.
“Lo cierto es que un rayo definido penetra la ventana y aquel rayo no es el comienzo,
el primer esfuerzo por verme, sobrepasado de luz, en otro cuerpo. La historia hubiese
querido ser así, suceder en lo otro. De haber nacido yo diferentes tiempos, estas líneas
serían fácilmente la declaración de los derechos del hombre, el discurso inaugural del
Louvre, tal vez el primer manifiesto surrealista.
Sin embargo hay otra falsedad, otro malentendido: esta historia no debería tratar de
mí.”
El relato, representación e imagen esquiva, tiene ganas de ser la verdad, y es esta la mayor de sus trampas. Eso que nos hace creer que el lenguaje detiene el tiempo y se convierte en prueba inequívoca de un momento y de un lugar, como si no hubiera de por medio la manifestación de un deseo profundo por no perder la escala, la referencia, la proximidad con el cuerpo. Yoko es, en este sentido, la representación del gesto incansable del hombre por pertenecer, la enunciación desesperanzada de sí mismo. Y toda representación es, al fin, una resistencia a la muerte.
Paula Arrieta