Publicado originalmente en Letras.s5
No es que cueste entrar en estos poemarios, sopesarlos, es que veo con recelo mucho de ellos, el resabio acomodaticio en la fórmula aprobada, el sobajeo en el gusto por una poesía, a todas luces, ornamental, que poco parece decirnos hoy, en general, cuando no es tratada con ese fuego de lo vivo o de lo vuelto a resucitar aún con mayor fuerza.
Su máxima expresión la alcanza cuando no se distingue del modelo que imita. De ahí que le carguen –con justa razón- el mote de académica. Una visión de la experiencia poética que es como si un montañista hiciera cumbre –según él- en el campamento base. Yo también llegué años atrás a ese lugar, pero no lo hice mi hogar ni mi cumbre.
En un inicio todo nuestro empuje va en dirección a dominar la retórica(s), los estilos que nos gustan, alcanzar para sí un manejo eficiente y hábil de la lengua, sutilezas técnicas, enamorados hasta las patas de la lengua y su posibilidad musical y expresiva de la misma, que nos parece abierta. En un segundo apronte, viene el proceso de encontrar nuestro lugar, desenamorarnos de la lengua al comenzar a verla tal cual es, es decir, no tan abierta y fácil, empezando a entenderla y aspirarla como un medio y no un fin, tallarla de nuestras contradicciones humanas. Y después el regreso, a nuestra propia posición, aún más honda e insegura. Escribir también es perder algo. Y para siempre. Mirar para atrás es convertirse en estatuas de sal. O como respondió Charles a su madre:
-Y tú hijo ¿quieres ser como ellos?
-No, mamá. Uno entre ellos...
(o “ellas” para que no se asusten las urracas creyendo que no las consideramos). Por consiguiente, manejar una retórica para ser partícipe de la experiencia poética me parece crucial. Pero no más que la mitad del principio. Quizás lo que molesta es la destreza técnica alcanzada, ese “achancharse” o “parapetarse” en el lugar conocido y seguro. Sin haber iniciado el ascenso (ojo: la cumbre es la mitad del camino, siguiendo la analogía del montañista). Menos el descenso. Por mi parte, me demoré años en rehabilitarme del amor enfermo y absoluto por la lengua. Y que me llevó a anteponerla a la vida. Ahora vivo en un estado de absoluta tensión entre ambas. Y si tengo como Cervantes que elegir ser soldado o escritor, elijo ser soldado otra vez… Y escribo.
No recuerdo quien escribió: a mí los clásicos no me enseñan a escribir, sino que me recuerdan mi propia posición. Y yo lo suscribo en pleno.
Víctor Quezada (Antofagasta, 1983) no sólo es un compañero de ruta, otro libro que reseño con kimono (me rinde más que con batín el domingo en la mañana). Es un poeta que ha tenido para conmigo una generosidad sin pausa, que ha abierto en Passy un espacio serio a la crítica literaria, al otro. Y del conozco bastante bien su porfía y persistencia, la paciencia y artesanía con que ha ido labrando este segundo libro Muerte en Niza.
Que sigue muy en la línea del otro -Veinte, su debut-, pero ahora con más chachachá. Donde, por supuesto, ahonda y perfecciona en la búsqueda y cuidado de lo que asentó el primero. Sin duda, ahora tiene el dominio retórico de un Garcilaso, sin perder su propia autonomía de vuelo ni características propias. Es decir, se enmarca dentro de la tradición del poeta de Toledo para mantenerla viva en su domino técnico y apreciación estética.
A la manera del maestro
Algunos han seguido la tradición inglesa con igual ímpetu, otros lárica o China, entre muchas. Por cierto, clásica (siglo de oro especialmente y en menor grado la literatura grecolatina) que es la que Víctor recoge con mayor empeño y conocimiento entre muchas otras corrientes de flujo y reflujo. Dentro de la Clásica, Víctor Quezada abre flanco, Garcileando (no únicamente, favor) al pie de la letra sus propias lecturas y experiencias, en pleno comienzo del siglo XXI. Y lo hace bien. Más allá de nuestro reparo inicial.
Todos seguimos la tradición(es) –para bien o mal, a favor o en contra, guardianes o saqueadores-. Y el que no, siempre, es tonto. A ese mejor ni darle bola. Pero llegamos a un punto de inflexión. O al menos de distanciamiento con nuestros poetas de cabecera. A una mezcla (mala, buena, interesante, seca, etc.), A veces a una voz propia.
En Higiene (Ediciones del Temple, 2007) hablé en un poema de un pajarito que vive del rinoceronte, atento pero lleno de atención. Ambos son cruciales para el otro, tienen una relación reciproca y que les asegura la sobrevivencia a cada uno. Creo que ese podría ser el meollo del asunto en relación al estilo de Quezada en su relación con el poeta toledano.
El estilo –declara Jacob Paludan- no es el contenido. Pero es la lente que concentra el contenido en un punto candente.
Quizás eso sea lo que a estas alturas o bajones me desconcentra y aleja en principio de libros en esta línea. Pero aquí ya tengo puesto el overol y acabaré cuando acabe como Miguel Ángel.
La paleta
No construye su poemario con un lenguaje prefabricado a pesar de las citas explícitas y no explícitas, apoyándose en el modo, en la fórmula del poeta toledano, manteniendo la estructura y el estilo. No la materialidad del mismo. Y como él sonidos, colores, invitando con sutileza y ternura a la reflexión acompañada del sentir. Lo que –a primeras- causa la impresión de un poemario amoroso cuando en realidad es tan sólo la mayor de las veces en este breve líbelo un tratamiento amoroso del objeto observado o la anécdota literaria o vital. Además de darle un barniz de naturalidad, nitidez y cercanía a pesar de lo profundo que puja su reflexión.
Sin duda, una paleta conocida pero que Víctor con mano perita desata del anquilosamiento aunque no dejándonos hecho un ovillo, pero tampoco, claro, echándolo a perder.
Se nota el trato respetuoso de la lengua, su cuidado, el placer de la sutileza retórica –en tiempos de torpes aproximaciones, gruesos brochazos-. El esfuerzo sobrehumano que representa mantener una tradición que procura la estilización de la lengua vulgar, intenta cazar la precisión y fineza de lo fugitivo e huidizo, de lo ausente –como remarca Rojas Pacha-.
Su objetivo –y de quién no- es deleitar el oído, ser la suave música que arrastra los sentimientos no por la admiración de los demás sino por la belleza del objeto mismo a lo que recita y volverlo arquetípico. Nada de pomposo (aunque el estilo hoy lo parezca en un primer acercamiento) ni forzado o culterano. Eligiendo siempre el eco personal, íntimo, confesional. Haciendo suyo el transcurso del tiempo –esa cosa que sabemos que es hasta que nos preguntas como diría San Agustín-, la sensación de melancolía con que todo parece estar siempre muriendo un poco, emboscado de ausencias más que vacíos, en un tenso pero equilibrado verso cadena entre razón y pasión, alejado como su poeta de cabecera del referente religioso, cosa poco común a la poesía chilena en general, aunque sea escrita por ateos o agnósticos.
Un libro breve, bien editado, lleno de joyas atemporales pero cuya belleza es la de la muerte… Si cierro los ojos, esta tarde, un alado carro de fuego.
Por Ernesto González