Publicado originalmente en Letrass5
Prólogo a Contra el origen (Santiago de Chile: Marginalia, 2016), pp. 9-14
Prólogo a Contra el origen (Santiago de Chile: Marginalia, 2016), pp. 9-14
En una entrevista que concedió a la BBC, a mediados de los ochenta, Francis Bacon le atribuye a la casualidad un rol decisivo tanto en el proceso de su vida como en el de su obra y reconoce varias veces, sin imposturas, con lúcida aceptación, que nunca logró lo que perseguía: representar –o presentar– los colores que se combinan en el interior de una boca (la boca tensionada por el grito es, como se sabe, uno de los rasgos que individualizan la obra de Bacon). El énfasis puesto en los valores del hallazgo, el fracaso y la insistencia, como principios constructivos del relato autobiográfico, nos lleva a pensar que la narración o el registro de una historia personal solo pueden transmitir la sensación de algo viviente –como si dijésemos, sensación de posibilidad–, cuando la conversación o la escritura que la tienen en cuenta profundizan, o al menos señalan, la intimidad entre la idea de “existencia humana” y las de “indefinición”, “azar” e “incumplimiento”. De lo contrario, porque se ama más a la persona (auto)biografiada que a la vida, se cuela la idea de “destino”, asociada a las de “permanencia”, “continuidad” y “logro”, y se terminan narrando o registrando existencias ejemplares, vidas paradigmáticas que lo único que pueden transmitir, más acá de lo que representan, es sensación de cosas muertas.
En esas ficciones moralizadoras de la vida como destino en cumplimiento, es la superstición de un origen simple (una presencia originaria de la que se derivaría todo un desarrollo, orientado hacia un fin) lo que despeña la función de principio constructivo. De allí la necesidad de manifestarse contra el origen, según propone Víctor Quezada desde el título de su libro. Esta consigna, de inspiración ética y alcances micropolíticos, expresa el deseo de que las formas artísticas se conviertan, por la lectura, la escucha o la contemplación, no tanto en una ventana abierta a la vida, como en un proceso viviente. Un proceso esencialmente rítmico, en el que se alternan impulsos heterogéneos, pautado por interrupciones y recomienzos circunstanciales. Ya en las primeras páginas, Quezada propone una imagen fascinante de lo viviente como proceso indeterminado, remitiéndonos a la lógica narrativa del Museo de la novela de la Eterna, el experimento de Macedonio Fernández: una serie ininterrumpida de prólogos que de pronto se interrumpe. Esta sería la auténtica forma del libro de la vida, una en la que cada comienzo repite y anticipa la falta de origen, en el sentido de la experimentación con posibilidades inciertas.
Manifestarse contra el origen significa desatender las imposiciones de inteligibilidad, resistirse a que la existencia heteróclita de lo múltiple quede reducida al despliegue de un fundamento cierto y representable. Quezada descubre una efectuación de esta micropolítica disuasoria en la defensa del aburrimiento que alguna vez propuso Raúl Ruiz. Si el entretenimiento depende de la disposición a dejarse conducir por el desarrollo de una trama significativa, que va actualizando las intrigas de un conflicto central, aburrirse podría ser una condición para palpar, en el goce de lo insignificante, la intensidad de otros modos de vida, los que tienen que ver con la dispersión y el desprendimiento de la lógica de las alternativas paradigmáticas. Quizá nadie reflexionó con tanta insistencia y lucidez sobre las posibilidades de vida que se abren a partir de la neutralización de los conflictos como Roland Barthes. En un ensayo que sorprende por la madurez de su perspectiva, Quezada recorre la obra del crítico francés, siguiendo los puntos en los que convergen el impulso autobiográfico con el repliegue conceptual, para mostrar cómo el sinsentido de la muerte (la figura más radical de la ausencia de origen) es capaz de darle sentido y fuerza a la vida de quienes se asumen como sobrevivientes.
Como en La cámara lúcida o el Diario de duelo barthesianos, en algunos libros de la reciente poesía chilena que toman la forma de diarios o cuadernos de apuntes, la escritura de lo íntimo busca configurar la experiencia subjetiva en momentos de crisis a través de la figura del éxtasis, el salto impersonal fuera de sí mismo. Así estos versos de Alejandra del Río, tomados de Llaves del pensamiento cautivo:
En noches proverbiales
Noches en que el alma se arroja al centro de sí misma
Una mano no tiembla al escribir.
Esa mano, advierte Quezada, “no pertenece a ningún cuerpo o tiempo identificables, pareciera actuar por sí misma”, pero su impersonalidad concierne a lo intransferible de una subjetividad asediada por los emblemas de la época: es suya, aunque no le pertenezca, como los recuerdos o los sueños, como cualquier gesto enunciativo. Es cuestión de devenir-otro, como dice el lugar común deleuzeano, de descubrirse extraño en el corazón de lo familiar. El alma que se precipita al centro de sí misma –es uno de los riesgos de escribir bajo la fascinación de lo desconocido– experimenta, en su íntima exterioridad, el descentramiento de una existencia desprendida de cualquier certidumbre acerca de su origen: las inquietudes y las venturas del tránsito por el borde externo de los márgenes de la Cultura.
También en los dominios de la ética, y no solo en los de la moral, cuando se trata de programas artísticos, los únicos compromisos válidos son los de la forma. Por eso Quezada vincula el deseo de estar en movimiento, que es el deseo de una existencia desprendida de la sujeción a cualquier instancia que se arrogue el lugar de origen, la función de causa, con una práctica retórica específica: la notación del presente. El registro sutil de lo que despunta sin darse del todo, bajo la apariencia trivial y misteriosa de un presente sin presencia, suspende el desarrollo e impone, sin imponer nada, otra perspectiva temporal, la de lo inminente. El tiempo paradójico de lo que adviene sin posibilidades de realización es el de los gestos intimistas de la reciente poesía chilena, pero también el de la aparición de algunas imágenes cinematográficas, las llamadas imágenes operativas, que interrumpen y desarticulan el flujo ilusorio de lo representado y dejan ver, como invisible, la discontinuidad inherente a cualquier proceso. Es también el tiempo que corteja la escritura del ensayo, el de las tentativas de Quezada por configurar sus experiencias como lector y espectador contemporáneo, cuando apuesta por el fragmento y la notación circunstancial para desbaratar “la arrogancia de la articulación del texto crítico”.
Alberto Giordano
Rosario, junio de 2016.