Ese día 17 de mayo de 2013, las portadas de los diarios argentinos consignaron su muerte, encarcelado en el Penal de Marcos Paz, a los 87 años, sentado en el inodoro de su celda. Entre ellas, la portada de Página 12 marcó, para mí, para muchas otras personas, algo así como un acontecimiento, un instante en el que la historia argentina reciente, la historia de las dictaduras latinoamericanas, se cristalizó en una imagen potente, que destruía el apellido del dictador dejando la VIDA sobre la superficie de la tierra y a EL, más abajo, enterrado por fin. Como si las imágenes, como si el lenguaje pudieran, al menos, ayudar a conceptualizar la violencia estatal, la pérdida, como si la política fuera realmente posible.
En Chile, esta oportunidad nunca se dio. Pinochet murió como un buen cristiano, celebrado por el Ejército y parte importante de la sociedad civil, tratado con reverencia por los medios. Esta inconcordancia ante la muerte de ambos dictadores, pienso, pensaba, algo tenía que ver con la herida del personaje principal de bulto, con su emasculación, como si solo fuera posible transformarse a partir de la comparecencia de una política de la muerte y otro conjunto de políticas de la identidad, la autopercepción, la identificación y el reconocimiento.
Hoy, unos años después de la muerte de Pinochet, la muerte de Videla, de la muerte figurada del padre, unos años después de la primera publicación del libro, muchos de los políticos, mujeres y hombres, que consolidaron la dictadura y, con ella, el modelo económico chileno, siguen en el poder. En el contexto planetario, se han intensificado las estrategias y políticas de control, se han incorporado a nuestra vida diaria, nos permiten amar y añorar, desear y enfrentar el mundo, al tiempo que la vida se juega en la proliferación de imágenes, destinadas a otros y otras, procesadas por máquinas; imágenes cuya superficie esconde un profundo entramado tecnológico y político.
Frente a esta intensificación, sin embargo, son estas mismas imágenes y sus condiciones de producción las que nos permiten superponer identidades siempre provisorias. Frente a la muerte cristalizada, detenida, solo queda una vida provisoria como posibilidad de desajuste, remoción y sacudida.
Existiría quizás otra alternativa, mística y precaria, subversiva, de vivir la vida. Oculto bajo los ropajes contemporáneos, todavía persiste “un poco de cuerpo”. Es en ese ocultamiento donde el cuerpo provisorio se desata como unidad biológica indeterminada, como núcleo afectivo, como posibilidad de craquelar el mundo y, con él –en los bordes, bajo las cámaras, en “los puntos ciegos de la ciudad”–, las imágenes que lo sostienen.
18 de octubre de 2019