Desde el título, el libro de Víctor indica un sentido: contra el origen obliga a pensar otra búsqueda subyacente en los modos de la escritura que transitan el libro. Elijo otro término, comenzar, pero todo comienzo es un recomienzo, aunque lejos del modo de una restauración, o la simple imitación de la supuesta grandeza del origen. Tal vez se trate de sostener, en un tono menor, que no hay comienzo sin herencia: allí aparece la brecha entre la imagen absorbente del origen, contra una articulación frágil del comienzo, del recomenzar, una y otra vez.
La palabra del ensayo es precisamente aquella. Distanciado de la frialdad de una ciencia que toma a la literatura como su objeto, el ensayo buscaría pensar, precisamente, aquel comienzo contra el origen: su horizonte se define como una suerte de testimonio del acontecimiento de la lectura.
A lo largo de estos ensayos, aparece una y otra vez el dictum de Althusser según el cual, puesto que no hay lecturas inocentes, debemos confesar de qué lecturas somos culpables. Allí el ensayo se torna una especie de autobiografía; en el sentido de exponer las lecturas que dan cuenta de un mundo, lecturas que vuelven a aparecer, no como la reescritura de un libro, sino como la instancia de aparición, comunicable, política, de aquellos textos: la conjunción de todos aquellos momentos en que la lectura “me hizo levantar la cabeza”, como en alguna parte escribe Barthes.
La reflexión sobre el comienzo se pone en juego en una suerte de magia dialéctica: no se trata de identificar la guía del progreso, sino de situarse en las digresiones, regresiones y las inevitables repeticiones que toda lectura trae aparejada como ejercicio interpretativo, para encontrar allí la posibilidad del ensayo, el módico coraje de arriesgarse al indefectible error.
“El ensayo –escribe Foucault– hay que entenderlo como un tanteo modificador de uno mismo en el juego de la verdad, y no como apropiación simplificadora de otros”.
Se trata, más bien, de una lectura que actualiza la escritura, que constituye al sujeto de lectura en el mismo lugar en el que se constituye el sujeto de la escritura: el presente perpetuo de la enunciación, del testimonio de la lectura, ahora vertido al texto.
Ensayista es el que sabe que nunca escribe solo (y su soledad consiste en saber eso) porque su escritura es la que permite también que se escriba –que se inscriba– el autor con el cual “ensaya”. Para un ensayista, leer no es escribir de nuevo un libro: es hacer que el libro sea escrito, “aparezca”.
La trasposición es, en este sentido, potencialmente, una interpretación crítica de los textos que creíamos de origen, a los que creíamos que ya no podíamos arrancarles otro sentido que el original.
Se trata en estos ensayos reunidos de entender esta trasposición como una inmersión en el campo de fuerzas, como una interpretación que produce al texto en tanto campo de fuerzas envueltas en una lucha interminable y, en principio, indeterminada por el orden supuestamente cerrado de la filiación de origen. Esa es, en definitiva, su dimensión profundamente política.
En lo que nos concierne a nosotros de manera más inmediata –a saber, la cuestión de las estrategias de interpretación crítica bajo cuya lógica podemos pensar el trabajo de trasposición–; no se trata en esa lectura de encontrar una verdad absoluta detrás de la letra, sino como el síntoma de una verdad que está siempre construyéndose, que es una construcción siempre re-comenzada de la producción textual.
Es un trabajo, en fin, que se hace cargo de la dimensión de conflicto implicada en la lucha por el sentido, de la incertidumbre del malentendido constitutiva de ese hiato irreductible que se abre en la tensión de lo comunicable y lo incomunicable.
Es, por supuesto, la posición incierta del comienzo, sin posibilidad de remisión ni de esperanzas en un origen para tranquilizarnos. Es, con seguridad, la vía más difícil. Pero también, probablemente, una vía más alegre.