Publicado originalmente en Rufián Revista. Año 3, número 15. Septiembre de 2013
El papel de la cultura en la sociedad estaba cifrado en la
búsqueda de una nueva conciencia que acompañase y diera
sustento simbólico a la preparación del socialismo. Se tramaba,
así, una vía hacia formas culturales en las que los valores de la
clase obrera tendrían que ocupar un contenido dominante, y la
cultura misma transformarse en una práctica fundamental de la
vida cotidiana.
Una cultura nueva, nacional y democrática
La cultura fue, desde el inicio, parte de las
prioridades del gobierno de la Unidad Popular,
pues se entendió que a través de ella se afianzaría
la profundidad de los cambios involucrados en
el camino al socialismo. En el Programa Básico de
Gobierno de diciembre de 1969, se consigna:
La cultura nueva no se creará por decreto; ella surgirá
de la lucha por la fraternidad contra el individualismo;
por la valoración del trabajo contra su desprecio;
por los valores nacionales contra la colonización
cultural; por el acceso de las masas populares al arte,
la literatura y los medios de comunicación contra su
comercialización (p. 28).
El papel de la cultura en la sociedad estaba
cifrado en la búsqueda de una nueva conciencia
que acompañase y diera sustento simbólico a la preparación del socialismo. Se tramaba, así, una
vía hacia formas culturales en las que los valores de
la clase obrera tendrían que ocupar un contenido
dominante, y la cultura misma transformarse en
una práctica fundamental de la vida cotidiana.
Sin embargo, más allá del lugar otorgado a la
cultura en sus intenciones programáticas, es un
hecho que la Unidad Popular, constreñida por
la contingencia política, no alcanzó siquiera a
proponer un modelo cultural conciso, definido con
claridad (1): en el programa se precisó su carácter
nacional, pero en simple oposición a los modelos
culturales importados, además de la tentativa de
asegurar su acceso a las “masas populares”, dos
puntos que tenían completa consonancia con los
valores antiimperialistas y antioligárquicos que
marcaron el perfil del programa de gobierno.
Esta laxitud en la definición de la cultura nueva,
su carácter abierto, sumado el fracaso en la
implementación del Instituto Nacional del Arte y
la Cultura (prometido como una de las 40 medidas
de aplicación inmediata en la campaña electoral
del 70), dejaron a la cultura que acompañaría a la etapa pre-socialista en un estado de ambigüedad
que posibilitó su desarrollo crítico desde dos
instancias fundamentales: las producidas en el
entorno universitario por cierta “intelectualidad de
izquierda” de carácter heterogéneo (Canto, 2012)
y las que surgieron desde el frente de cultura del
Partido Comunista.
El Taller de escritores de la Unidad Popular
Del contexto modernizador que se vivió en el
entorno universitario durante la década del 60 (2),
emerge el Taller de escritores de la Unidad Popular,
un grupo de narradores, poetas, ensayistas y
críticos literarios que, empapados por el ambiente
revolucionario, quisieron, a dos meses de la
ratificación del triunfo en la carrera presidencial
de Salvador Allende, participar de la construcción
de la cultura que por esos años se fraguaba en
Chile. A través de la revista Cormorán, publicaron
el documento: “Por la creación de una cultura
nacional y popular”, en donde discuten el Programa
de Gobierno de la UP relevando la necesidad de
una instancia organizativa central que otorgase
valor institucional al desarrollo cultural.
¿Pero qué entendieron estos escritores por
desarrollo cultural? Si en el Programa de
Gobierno la cultura nueva quedaba definida
por dos características generales (ser nacional y
democrática), la propuesta del Taller de escritores,
haciendo propios tales aspectos, puede entenderse
como la formulación de un proyecto contra la
alienación, en el que se percibía a la cultura como
un agente de subjetivación política, pues:
si ha de haber un ingreso al territorio de la libertad, el
combate debe librarse donde estalla el conflicto: en
el interior de nuestras conciencias, y con las únicas
armas que disponemos: las armas traicioneras del
subdesarrollo, siempre prontas a volverse contra el
mismo ser que las empuña (p. 7).
En este sentido, el papel del artista y del intelectual
vendría a ocupar un lugar de “vanguardia del
pensamiento”. El intelectual de la etapa presocialista
cumpliría un “complejo papel orientador”,
de crítico permanente y “conciencia vigilante”
del proceso de advenimiento de la sociedad
nueva; el intelectual de izquierda pondría las
herramientas de análisis de la compleja realidad al
alcance del “pueblo”, sería su traductor “cuando el
lenguaje especializado las haga inabordables” (p.
8); al generar conciencia crítica, el intelectual de
izquierda permitiría la liberación del pueblo, con
lo que se emprendería el verdadero proceso de
revolución, aquel que podría saturar a la sociedad
entera de un “contenido que hoy no podemos
siquiera vislumbrar. [El pueblo] será el verdadero
actor y sólo entonces se habrá inaugurado el
verdadero proceso” (p. 8).
En la etapa de transición al socialismo, el Taller de
escritores entendió la tarea del intelectual dentro
de la institucionalidad como una tarea pedagógica,
en algunos casos de traducción, una tarea que
generaría la autocrítica necesaria en el pueblo
para abrir paso “al nacimiento de un lenguaje
propio que suplante al lenguaje alienado […] y
que sea auténticamente revelador de nuestras
características esenciales” (p. 8).
El Frente de cultura del PC
En la “Asamblea Nacional de Trabajadores de
la Cultura” realizada a un año de la elección
presidencial, el PC concluyó que las tentativas
culturales del gobierno eran insuficientes en su
propósito de lograr que la ideología del proletariado
“llegara a ser el contenido cultural dominante de la
nueva sociedad” (Albornoz, p. 164), por lo que se
hacía un llamado a acelerar ese proceso mediante
la implementación definitiva del INAC y, además, a
través de la organización de los actores culturales
para propiciar –en palabras del encargado del
frente de cultura del PC, Carlos Maldonado- “un
diálogo íntimo entre el pueblo y sus creadores,
pero no sólo a través de sus obras o de encuentros
ocasionales, sino en un conocimiento vital y diario”
(citado en Albornoz, p. 165).
Asimismo, en un texto publicado en el primer
número de la revista cultural La quinta rueda en
octubre de 1972, Carlos Maldonado vuelve a insistir
en que la cultura es un problema que no se puede
eludir y que debe desarrollarse paralelamente al
trabajo del gobierno en otros frentes, con el fin de
crear nuevas formas de vida cultural que superen
el esquema clasista, a la vez que desarrollen su
estricto carácter nacional, porque “no se trata
tampoco de imitar modelos de los países de Europa
socialista, Cuba o China” (p. 12).
Para Maldonado el papel del “pueblo” es
fundamental en este proceso y, en algún sentido,
difiere de las primeras propuestas del Taller de
escritores de la Unidad Popular, pues la lucha
principal del desarrollo cultural es contra la “cultura
como privilegio de una clase determinada; [que]
en el fondo le ayuda a mantener su dominación
[…] estrechamente entrelazada con los intereses
del imperialismo” (p. 12). El papel del intelectual
militante, por tanto, es contribuir “con elementos
de reflexión y con acciones concretas”, pero la
meta general es “la participación popular en
el proceso cultural” (p. 12). Alejándose de las
concepciones que entendían a la cultura como la
producción vertical de objetos artísticos en las que
los receptores tenían un rol pasivo, Maldonado es
claro en decir que la cultura es, antes que todo,
una manera de construir las nuevas formas de vida
popular de la sociedad futura, las que proliferarán
desde la herencia cultural misma del pueblo:
La cultura no es un adorno ni un mero pasatiempo
para ociosos. Cultura es la capacidad de un
pueblo para construir su futuro de acuerdo con las
peculiaridades de su medio, de su propio pensar,
sentir y hacer. Esta comprende desde sus formas de
organización, pasando por sus objetivos políticos,
económicos y sociales, sus conceptos morales, etc.,
hasta sus auténticas expresiones musicales, literarias
o teatrales.
El pueblo no es ni ha sido nunca ajeno a este quehacer.
Posee sus propias manifestaciones culturales que
debe enriquecer y desarrollar (p. 12).
¿Un proyecto inmunológico?
Esta escena discursiva en la que la posición del
intelectual y su papel contra la alienación en
la empresa re-organizativa de la sociedad fue
uno de los principales ejes, el historiador Martín
Bowen (2008) la entiende como el proceso inicial
de un “programa inmunológico de izquierda” de
carácter transversal que tuvo por finalidad, en una
primera etapa, generar una conciencia crítica en el
proletariado en virtud de crear sujetos autónomos
y, luego, la generación de comunidades de sentido
y de espacios colectivamente determinados.
El proceso de generación de conciencia crítica
entendió que la función de la producción artística
–y de la creación en un sentido general– era la de
“revelar la realidad”, no de reflejarla o representarla,
sino de desenmascararla exponiendo su dimensión
ideológica en aras de comprenderla críticamente
(3).
La creación, entonces, en este primer proceso del
proyecto inmunológico, portaba una “promesa
emancipatoria” que produjo una reformulación
de la idea del arte como esfera autónoma, con un
lenguaje y unas prácticas propias, hacia la tentativa
de considerarlo como parte integrante del proceso
cultural, de una cultura que no podía sino ser la
manifestación esencial del pueblo. El desarrollo
de la práctica estética, además de impugnar la
naturalización de un orden desigual, debía delinear
un nuevo modelo social que integrara a las masas
populares (Canto, 2012).
La concepción de ese nuevo modelo social condujo,
como parte del proceso de reconfiguración
comunitaria del proyecto inmunológico, a la
creación de “modos de convivencia particulares,
asociados a fuertes sentimientos de pertenencia”
(Bowen), en los que, por ejemplo, la fundación de
la Editora Nacional Quimantú, ocupó el lugar de
mayor visibilidad, convirtiéndose, a partir de 1972,
en el principal productor de arte bajo el control
estatal, y en el proyecto editorial y social más
ambicioso de la historia de Chile.
La proyección de una sociedad lectora, aunque
fundada en una visión iluminista de la cultura
que privilegió al libro como medio superior de
transmisión de conocimientos, quiso producir,
además, una cultura “para” las masas en virtud
de profundizar la democracia que fue, quizás, el
objetivo más relevante del proyecto global de la
Unidad Popular. Quimantú operó la re-integración
de la cultura ilustrada para un ámbito de receptores
que sobrepasó los de su circuito tradicional,
diversificando la distribución; además, apelando
a los ciudadanos, construyó la figura de un lector
que deseaba participar de la cultura y la política,
pasando a tener un rol más activo en la sociedad.
En este sentido entendemos, entonces, las políticas
editoriales de Quimantú: los tirajes que fluctuaron
entre los 30.000 y los 100.000 ejemplares, los
precios de acceso popular, la tentativa de editar
un libro semanal; políticas que apuntaron, en el
caso de la colección “Nosotros los chilenos”, a la
“constitución de una identidad cultural nacional”
por la que el patrimonio popular ingresaba “al
canon vivo de la sociedad y la cultura chilena”
(Subercaseaux, 2000, p. 144), o que quisieron, a
través de otras colecciones como “Camino Abierto”
o “Cuadernos de Educación Popular”, construir un
sujeto políticamente culto y comprometido con el
proceso de transición al socialismo.
La música de la palabra “compañero”
Destacamos del Programa básico de Gobierno de la
Unidad Popular, el carácter nacional y democrático
de la cultura, desoyendo quizás un aspecto
primitivo y, por tanto, difícil de conceptualizar.
Recordemos: “La cultura nueva no se creará por
decreto; ella surgirá de la lucha por la fraternidad
contra el individualismo”.
Creo que este fragmento del Programa de Gobierno
–la tercera característica de la cultura nueva, bien
distinta de la naturaleza, finalmente, “concreta” de
las otras dos– nos llama a reflexionar sobre una
dimensión, digamos, teórica, que enmarcaría una
pregunta bastante árida. Si la cultura nueva surgirá
de la lucha contra el individualismo, ¿qué significa
la música de la palabra “compañero”?:
Música de la U.P, música de la palabra ‘compañero’
(...). El régimen de Salvador Allende pudo tener los
orígenes sociales, históricos, económicos que se
quiera. Pero, para quienes lo vivimos a través de la
música de la palabra ‘compañero’, constituyó la única
experiencia ético-política de nuestra vida, de nuestra
absoluta superioridad moral –ese ser distinto, de
otra especie– sobre otros quienes nada supieron de
la palabra ‘compañero’. (...) Música, palabra, que dice
cuáles eran las fuerzas de ese proceso histórico y nos
señala –sólo eso– la posibilidad de un co-responder a
ese proceso. ‘Compañero’. Pues una cosa es Salvador
Allende, otra esa música ‘compañero Presidente’, ese
fundamento de la grandeza de Salvador Allende.
Atenuándose, las desigualdades persistían entre
nosotros; iguales éramos, sin embargo, al saludarnos
como ‘compañero’ (Patricio Marchant, citado en
Bowen).
Este signo de la fraternidad (la música de la UP,
la música de la palabra “compañero”) se inscribe,
de alguna manera, es cierto, en el proceso de reorganización
comunitaria que creo, finalmente, es
el fundamento de la experiencia de la cultura en la
vía chilena al socialismo; pero, formando parte de
él, me parece que no es reductible a ese proceso:
es, primero, la música como la mera posibilidad de
la palabra “compañero” y, luego, su enunciación
efectiva, su ocurrencia perdida en el pasado.
La música de la palabra “compañero”, si es que
es la pura posibilidad de lo fraterno y, así, no un
signo más desarrollado, podría conceptualizarse
mediante lo que Charles S. Peirce entiende por
cualidad.
Pero ¿qué es una cualidad? Peirce nos dice que “una
cualidad es una mera potencialidad abstracta”. Sin
llegar a tener una “identidad perfecta”, una cualidad
es una “similitud” o una “identidad parcial” (§422),
no es un fenómeno, un hecho o una existencia, una
cualidad es la “idea de un fenómeno” (§404). Una
cualidad, entonces, es lo potencial del signo sin
llegar a su existencia concreta; así, es la musicalidad
de la palabra “compañero”, no el signo mismo de
lo fraterno, sino que su “posibilidad de concretarse”
(Magariños, p. 89), ese carácter general del signo
sin el cual sería imposible su existencia.
Habría una musicalidad, entonces, pero también
hay, “al saludarnos como compañero”, una
música que es vínculo intersubjetivo, un índice
de la fraternidad. Es la musicalidad –según el
Programa– de la lucha “contra el individualismo”
y es –según Marchant– la música de la igualdad
entre los hombres (“las desigualdades persistían
entre nosotros; iguales éramos, sin embargo, al
saludarnos como ‘compañero’”).
*
El signo de la cultura nueva en la vía chilena al
socialismo debía ser nacional, democrático y
fraterno, un signo configurado por, al menos,
tres dimensiones que son las que, por otro lado,
señalarían las condiciones de producción de
sentido de la cultura del periodo. Así:
-El proyecto contra la alienación, de generación
de conciencia crítica contra la “falsa conciencia”
que marcó las discusiones sobre el papel del
intelectual de izquierda y del intelectual militante,
lo entendemos como parte de las tentativas de
creación de una identidad nacional que quiso
encontrar en “el pueblo” su inasible punto de
llegada.
-Las intenciones democráticas de crear una cultura
“para” las masas (y sus prácticas efectivas, como en
el caso de la Editora Nacional Quimantú), trazaron
las bases de la creación de espacios colectivamente
determinados, por los que un lenguaje y una
manera de vivir comunes, pudieran nacer como
formas futuras.
-Lo fraterno, en su carácter general, abstracto,
vendría a representar, pienso, la posibilidad misma
del proyecto de la cultura nueva y, con ella, de una
identidad y de un lenguaje nuevo. Lenguaje del
que el profesor Nelson Osorio, crítico de “El Siglo”,
vio, en la poesía chilena joven del periodo, signos
inminentes aunque incompletos (4 de abril, 1971):
…una nueva manera de amar […], una manera
nueva de sentirse en el mundo, de ser amigos,
amantes y compañeros, una nueva manera de ser
feliz y de estar triste. Y eso es lo que no tiene aún
expresión y lenguaje en la poesía ‘nueva’.
Entendemos lo fraterno –inminente, incompleto,
general- como posibilidad de existencia de la
experiencia de la cultura en la etapa pre-socialista;
creemos que esta tercera dimensión se construyó
como el espacio posible del proyecto de reconfiguración
comunitaria de la sociedad chilena.
Víctor Quezada
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