Estás viendo la etiqueta: Rufián Revista

Publicado orginalmente en Rufián Revista. Año 5, número 24. Noviembre, 2015


¿Cómo comenzar? Muchas veces nos enfrentamos al dilema de encontrar las palabras precisas que abran el texto, así como se abren los ojos al paisaje o el obturador a la luz.

Existen comienzos luminosos (“Amanece / se abre el poema”) u oscuros (Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura / ché la diritta via era smarrita), otros deliberadamente prácticos (Call me Ishmael), pero ninguno como el del Museo de la novela de la Eterna, libro publicado más de una década después de que la última palada encerrase ¬el cuerpo de Macedonio Fernández bajo tierra.

De las 237 páginas de la primera edición completa (Centro Editor de América Latina, 1967), 118 corresponden a prólogos, prólogos de prólogos, ensayos del comienzo que señalan no solo la difi cultad que implica poner en movimiento la “novela”, sino cierta resistencia a la concepción de ese momento que inaugura la historia y, de alguna manera, la anticipa.

La cincuentena de prólogos del Museo… señala el absurdo de comenzar y, en términos abstractos, la aporía de la idea de un evento originario, pleno en su consecución de una inteligibilidad que orienta el movimiento narrativo, pues siempre se puede postular un inicio del inicio, un origen del origen que es infi nitamente referible.

En el “Prólogo que entre prólogos se empina para ver dónde, allá lejos, empieza la novela” (página 113), leemos: “Amanece en la quietud de la estancia «La Novela». Una primer ventana se abre. Un escalofrío matinal”. El inicio, la idea del origen, se alimenta de un conjunto de operaciones analógicas que lo determinan al mismo tiempo como un momento de luz y de apertura: el amanecer bucólico en la estancia se corresponde con el inicio de la novela que es una ventana que se abre a la mañana del campo. Como se señala en la edición crítica del Museo… (ALLCA XX / Universitaria, Santiago, 1993): abrir una novela es abrir una ventana hacia la vida. La parodia en Macedonio de este clásico comienzo de la novela naturalista opone a la ideología del realismo la aporía del inicio, la opacidad, la oclusión, el momento en el que el lente se obtura impidiendo el paso de la luz y hace del origen referible un inicio (infinitamente) diferido. En este sentido, la novela es imposible.

La idea del origen, como vimos, se nutre de una batería de operaciones analógicas, pero de manera más signifi cativa, de operaciones de referencia a través de las cuales el inicio idéntico a sí mismo abre el camino, señala un punto futuro de llegada y otros puntos intermedios a manera de estaciones, inconcebibles sin la referencia al evento originario que descansa en el pasado, allá lejos, donde empieza la novela. El poder del punto de partida es tal que nutre de sentido el tránsito completo de un sujeto a partir de un conjunto de encrucijadas que lo conducen hacia el encuentro de su identidad o a su desgracia.

Esta relación directa entre voluntad y la consecución de un objetivo marca -en el plano del cine- la teoría del confl icto central que Raúl Ruiz rechaza en su conocida Poética 1 (UDP, Santiago, 2013). Toda discontinuidad, toda indeterminación, toda acción inconexa, sometida a un régimen de este tipo, resulta colmada por la referencia a un evento que ilumina y estructura la historia, añadiendo trazas de causalidad entre elementos que no tienen una coexistencia necesaria. En el origen está el confl icto, la obligación a decidir.

Ruiz expone en su ardua defensa del aburrimiento (que es la defensa de cierto segmento de su cinematografía representado por películas como La hipótesis del cuadro robado de 1979) un problema práctico; un problema al que deberían enfrentarse los cineastas al momento de considerar la puesta en movimiento de un fi lme: “Se nos dice que nuestro papel consiste en llenar dos horas de la vida de unos cuantos millones de espectadores y en asegurarnos de que no se aburran” (19). Ruiz ve tras esta exigencia ciertas implicancias ideológicas. Bajo este régimen, las imágenes son subsumidas a lo que Barthes llamaría “lenguaje endoxal”: la obligación a decir, a poner en paradigma una materia que, como la visual, parece resistirse a la califi cación; en este sentido, la imagen cinematográfi ca, predeterminada por el confl icto, es imposible. Encerrada en los límites de lo que es dable decir o decidir, la materia visual se aplana y solo podemos ver la acción que es producto del cruce entre voluntad individual y objetivo conseguido, solo podemos ver el acto de decidir, la estación intermedia, la resolución de los conflictos.

Para nosotros, seres sensibles, ¿qué pudiera signifi car esta puesta en relación? La inteligibilidad que supone la idea del origen referible se consuma en la resolución feliz o desgraciada de un confl icto que es la apuesta cinematográfica de la industria del entretenimiento; apuesta que como problema práctico se soluciona en la constante obligación a buscar nuevas fuentes de diversión para evitar la ansiedad de una vida que se vacía en cada espectáculo, para “distraer la distracción mediante distracciones” (19). Como dirían Ruiz y los primeros padres cristianos, en el origen está la acedia, la tristitia, el demonio del mediodía.

Frente a la teoría del confl icto central, Ruiz propone la concatenación de microacciones que dispersan la dirección única, el sentido preestablecido que marca el camino de la decisión, de la puesta en paradigma. Microacciones que desestabilizan la teoría del conflicto central y rehúyen la imposición de la toma de decisión que es, finalmente, el imperativo político, ideológico, que pareciera fundar todo trabajo estético. Como en lo neutro en Barthes –el conjunto de gestos que intentan escapar de la cultura- en Ruiz las microacciones desbaratan el paradigma del confl icto, renuncian a la toma de posición.

Contra el confl icto, contra la obligación a decir, Ruiz propone el trabajo taciturno (del latín tacere: “callar”) de la mostración cinematográfica, único lenguaje capaz de formalizar los gestos aprendidos, los ruidos y onomatopeyas que escapan a la univocidad del sentido, las relaciones entre los cuerpos filmados que configuran los géneros de la cotidianidad, aquellos “estilemas” que conforman la materia irreducible de un conjunto de ideolectos o estilos, “artes a medio camino; artes de tomarse un trago, de decir salud […]. Estos estilemas solamente pueden ser registrados a través del cine; se resisten a ser descritos porque no son verbales. Es un lenguaje no verbal” (Ruiz. Entrevistas escogidas – fi lmografía comentada, UDP, Santiago, 2013, 29).

Para finalizar, les propongo que imaginemos una película sobre un hombre atrapado bajo tierra que, con el fi n de asegurar su salvación, solo posee una linterna. Si consideramos la teoría del confl icto central, este hombre se debatiría entre entregarse a una vida en la oscuridad que asegura su muerte o tratar de sobrevivir buscando con todas sus fuerzas vitales un modo de escapar. Sabemos que, al fi nal de la película, nuestro héroe encontrará la salida, ayudado por la luz de la linterna que orienta su destino. En la escena concluyente, verá por supuesto el círculo radiante del día de campo al final del túnel, mientras aparecen los créditos.

Ahora bien, ¿qué gestos modificarían el rostro de nuestro héroe, qué exclamaría, qué podría decir si, al continuar su camino, al tiempo que el disco del día se agranda, cae en cuenta de que aquella luz al final del túnel no es más que la luz de una linterna sostenida por otro hombre igualmente perdido que camina en sentido contrario? Los gestos de ambos hombres son la materia de una secuela interminable.


Víctor Quezada

Publicado originalmente en Rufián Revista. Año 3, número 15. Septiembre de 2013

El papel de la cultura en la sociedad estaba cifrado en la búsqueda de una nueva conciencia que acompañase y diera sustento simbólico a la preparación del socialismo. Se tramaba, así, una vía hacia formas culturales en las que los valores de la clase obrera tendrían que ocupar un contenido dominante, y la cultura misma transformarse en una práctica fundamental de la vida cotidiana.

Una cultura nueva, nacional y democrática 

La cultura fue, desde el inicio, parte de las prioridades del gobierno de la Unidad Popular, pues se entendió que a través de ella se afianzaría la profundidad de los cambios involucrados en el camino al socialismo. En el Programa Básico de Gobierno de diciembre de 1969, se consigna: 

La cultura nueva no se creará por decreto; ella surgirá de la lucha por la fraternidad contra el individualismo; por la valoración del trabajo contra su desprecio; por los valores nacionales contra la colonización cultural; por el acceso de las masas populares al arte, la literatura y los medios de comunicación contra su comercialización (p. 28). 

El papel de la cultura en la sociedad estaba cifrado en la búsqueda de una nueva conciencia que acompañase y diera sustento simbólico a la preparación del socialismo. Se tramaba, así, una vía hacia formas culturales en las que los valores de la clase obrera tendrían que ocupar un contenido dominante, y la cultura misma transformarse en una práctica fundamental de la vida cotidiana.

Sin embargo, más allá del lugar otorgado a la cultura en sus intenciones programáticas, es un hecho que la Unidad Popular, constreñida por la contingencia política, no alcanzó siquiera a proponer un modelo cultural conciso, definido con claridad (1): en el programa se precisó su carácter nacional, pero en simple oposición a los modelos culturales importados, además de la tentativa de asegurar su acceso a las “masas populares”, dos puntos que tenían completa consonancia con los valores antiimperialistas y antioligárquicos que marcaron el perfil del programa de gobierno. Esta laxitud en la definición de la cultura nueva, su carácter abierto, sumado el fracaso en la implementación del Instituto Nacional del Arte y la Cultura (prometido como una de las 40 medidas de aplicación inmediata en la campaña electoral del 70), dejaron a la cultura que acompañaría a la etapa pre-socialista en un estado de ambigüedad que posibilitó su desarrollo crítico desde dos instancias fundamentales: las producidas en el entorno universitario por cierta “intelectualidad de izquierda” de carácter heterogéneo (Canto, 2012) y las que surgieron desde el frente de cultura del Partido Comunista.

El Taller de escritores de la Unidad Popular

Del contexto modernizador que se vivió en el entorno universitario durante la década del 60 (2), emerge el Taller de escritores de la Unidad Popular, un grupo de narradores, poetas, ensayistas y críticos literarios que, empapados por el ambiente revolucionario, quisieron, a dos meses de la ratificación del triunfo en la carrera presidencial de Salvador Allende, participar de la construcción de la cultura que por esos años se fraguaba en Chile. A través de la revista Cormorán, publicaron el documento: “Por la creación de una cultura nacional y popular”, en donde discuten el Programa de Gobierno de la UP relevando la necesidad de una instancia organizativa central que otorgase valor institucional al desarrollo cultural.

¿Pero qué entendieron estos escritores por desarrollo cultural? Si en el Programa de Gobierno la cultura nueva quedaba definida por dos características generales (ser nacional y democrática), la propuesta del Taller de escritores, haciendo propios tales aspectos, puede entenderse como la formulación de un proyecto contra la alienación, en el que se percibía a la cultura como un agente de subjetivación política, pues:

si ha de haber un ingreso al territorio de la libertad, el combate debe librarse donde estalla el conflicto: en el interior de nuestras conciencias, y con las únicas armas que disponemos: las armas traicioneras del subdesarrollo, siempre prontas a volverse contra el mismo ser que las empuña (p. 7).

En este sentido, el papel del artista y del intelectual vendría a ocupar un lugar de “vanguardia del pensamiento”. El intelectual de la etapa presocialista cumpliría un “complejo papel orientador”, de crítico permanente y “conciencia vigilante” del proceso de advenimiento de la sociedad nueva; el intelectual de izquierda pondría las herramientas de análisis de la compleja realidad al alcance del “pueblo”, sería su traductor “cuando el lenguaje especializado las haga inabordables” (p. 8); al generar conciencia crítica, el intelectual de izquierda permitiría la liberación del pueblo, con lo que se emprendería el verdadero proceso de revolución, aquel que podría saturar a la sociedad entera de un “contenido que hoy no podemos siquiera vislumbrar. [El pueblo] será el verdadero actor y sólo entonces se habrá inaugurado el verdadero proceso” (p. 8).

En la etapa de transición al socialismo, el Taller de escritores entendió la tarea del intelectual dentro de la institucionalidad como una tarea pedagógica, en algunos casos de traducción, una tarea que generaría la autocrítica necesaria en el pueblo para abrir paso “al nacimiento de un lenguaje propio que suplante al lenguaje alienado […] y que sea auténticamente revelador de nuestras características esenciales” (p. 8).

El Frente de cultura del PC

En la “Asamblea Nacional de Trabajadores de la Cultura” realizada a un año de la elección presidencial, el PC concluyó que las tentativas culturales del gobierno eran insuficientes en su propósito de lograr que la ideología del proletariado “llegara a ser el contenido cultural dominante de la nueva sociedad” (Albornoz, p. 164), por lo que se hacía un llamado a acelerar ese proceso mediante la implementación definitiva del INAC y, además, a través de la organización de los actores culturales para propiciar –en palabras del encargado del frente de cultura del PC, Carlos Maldonado- “un diálogo íntimo entre el pueblo y sus creadores, pero no sólo a través de sus obras o de encuentros ocasionales, sino en un conocimiento vital y diario” (citado en Albornoz, p. 165).

Asimismo, en un texto publicado en el primer número de la revista cultural La quinta rueda en octubre de 1972, Carlos Maldonado vuelve a insistir en que la cultura es un problema que no se puede eludir y que debe desarrollarse paralelamente al trabajo del gobierno en otros frentes, con el fin de crear nuevas formas de vida cultural que superen el esquema clasista, a la vez que desarrollen su estricto carácter nacional, porque “no se trata tampoco de imitar modelos de los países de Europa socialista, Cuba o China” (p. 12).

Para Maldonado el papel del “pueblo” es fundamental en este proceso y, en algún sentido, difiere de las primeras propuestas del Taller de escritores de la Unidad Popular, pues la lucha principal del desarrollo cultural es contra la “cultura como privilegio de una clase determinada; [que] en el fondo le ayuda a mantener su dominación […] estrechamente entrelazada con los intereses del imperialismo” (p. 12). El papel del intelectual militante, por tanto, es contribuir “con elementos de reflexión y con acciones concretas”, pero la meta general es “la participación popular en el proceso cultural” (p. 12). Alejándose de las concepciones que entendían a la cultura como la producción vertical de objetos artísticos en las que los receptores tenían un rol pasivo, Maldonado es claro en decir que la cultura es, antes que todo, una manera de construir las nuevas formas de vida popular de la sociedad futura, las que proliferarán desde la herencia cultural misma del pueblo:

La cultura no es un adorno ni un mero pasatiempo para ociosos. Cultura es la capacidad de un pueblo para construir su futuro de acuerdo con las peculiaridades de su medio, de su propio pensar, sentir y hacer. Esta comprende desde sus formas de organización, pasando por sus objetivos políticos, económicos y sociales, sus conceptos morales, etc., hasta sus auténticas expresiones musicales, literarias o teatrales. El pueblo no es ni ha sido nunca ajeno a este quehacer. Posee sus propias manifestaciones culturales que debe enriquecer y desarrollar (p. 12).

¿Un proyecto inmunológico?

Esta escena discursiva en la que la posición del intelectual y su papel contra la alienación en la empresa re-organizativa de la sociedad fue uno de los principales ejes, el historiador Martín Bowen (2008) la entiende como el proceso inicial de un “programa inmunológico de izquierda” de carácter transversal que tuvo por finalidad, en una primera etapa, generar una conciencia crítica en el proletariado en virtud de crear sujetos autónomos y, luego, la generación de comunidades de sentido y de espacios colectivamente determinados.

El proceso de generación de conciencia crítica entendió que la función de la producción artística –y de la creación en un sentido general– era la de “revelar la realidad”, no de reflejarla o representarla, sino de desenmascararla exponiendo su dimensión ideológica en aras de comprenderla críticamente (3).

La creación, entonces, en este primer proceso del proyecto inmunológico, portaba una “promesa emancipatoria” que produjo una reformulación de la idea del arte como esfera autónoma, con un lenguaje y unas prácticas propias, hacia la tentativa de considerarlo como parte integrante del proceso cultural, de una cultura que no podía sino ser la manifestación esencial del pueblo. El desarrollo de la práctica estética, además de impugnar la naturalización de un orden desigual, debía delinear un nuevo modelo social que integrara a las masas populares (Canto, 2012).

La concepción de ese nuevo modelo social condujo, como parte del proceso de reconfiguración comunitaria del proyecto inmunológico, a la creación de “modos de convivencia particulares, asociados a fuertes sentimientos de pertenencia” (Bowen), en los que, por ejemplo, la fundación de la Editora Nacional Quimantú, ocupó el lugar de mayor visibilidad, convirtiéndose, a partir de 1972, en el principal productor de arte bajo el control estatal, y en el proyecto editorial y social más ambicioso de la historia de Chile.

La proyección de una sociedad lectora, aunque fundada en una visión iluminista de la cultura que privilegió al libro como medio superior de transmisión de conocimientos, quiso producir, además, una cultura “para” las masas en virtud de profundizar la democracia que fue, quizás, el objetivo más relevante del proyecto global de la Unidad Popular. Quimantú operó la re-integración de la cultura ilustrada para un ámbito de receptores que sobrepasó los de su circuito tradicional, diversificando la distribución; además, apelando a los ciudadanos, construyó la figura de un lector que deseaba participar de la cultura y la política, pasando a tener un rol más activo en la sociedad.

En este sentido entendemos, entonces, las políticas editoriales de Quimantú: los tirajes que fluctuaron entre los 30.000 y los 100.000 ejemplares, los precios de acceso popular, la tentativa de editar un libro semanal; políticas que apuntaron, en el caso de la colección “Nosotros los chilenos”, a la “constitución de una identidad cultural nacional” por la que el patrimonio popular ingresaba “al canon vivo de la sociedad y la cultura chilena” (Subercaseaux, 2000, p. 144), o que quisieron, a través de otras colecciones como “Camino Abierto” o “Cuadernos de Educación Popular”, construir un sujeto políticamente culto y comprometido con el proceso de transición al socialismo.

La música de la palabra “compañero”

Destacamos del Programa básico de Gobierno de la Unidad Popular, el carácter nacional y democrático de la cultura, desoyendo quizás un aspecto primitivo y, por tanto, difícil de conceptualizar. Recordemos: “La cultura nueva no se creará por decreto; ella surgirá de la lucha por la fraternidad contra el individualismo”.

Creo que este fragmento del Programa de Gobierno –la tercera característica de la cultura nueva, bien distinta de la naturaleza, finalmente, “concreta” de las otras dos– nos llama a reflexionar sobre una dimensión, digamos, teórica, que enmarcaría una pregunta bastante árida. Si la cultura nueva surgirá de la lucha contra el individualismo, ¿qué significa la música de la palabra “compañero”?:

Música de la U.P, música de la palabra ‘compañero’ (...). El régimen de Salvador Allende pudo tener los orígenes sociales, históricos, económicos que se quiera. Pero, para quienes lo vivimos a través de la música de la palabra ‘compañero’, constituyó la única experiencia ético-política de nuestra vida, de nuestra absoluta superioridad moral –ese ser distinto, de otra especie– sobre otros quienes nada supieron de la palabra ‘compañero’. (...) Música, palabra, que dice cuáles eran las fuerzas de ese proceso histórico y nos señala –sólo eso– la posibilidad de un co-responder a ese proceso. ‘Compañero’. Pues una cosa es Salvador Allende, otra esa música ‘compañero Presidente’, ese fundamento de la grandeza de Salvador Allende. Atenuándose, las desigualdades persistían entre nosotros; iguales éramos, sin embargo, al saludarnos como ‘compañero’ (Patricio Marchant, citado en Bowen).

Este signo de la fraternidad (la música de la UP, la música de la palabra “compañero”) se inscribe, de alguna manera, es cierto, en el proceso de reorganización comunitaria que creo, finalmente, es el fundamento de la experiencia de la cultura en la vía chilena al socialismo; pero, formando parte de él, me parece que no es reductible a ese proceso: es, primero, la música como la mera posibilidad de la palabra “compañero” y, luego, su enunciación efectiva, su ocurrencia perdida en el pasado.

La música de la palabra “compañero”, si es que es la pura posibilidad de lo fraterno y, así, no un signo más desarrollado, podría conceptualizarse mediante lo que Charles S. Peirce entiende por cualidad.

Pero ¿qué es una cualidad? Peirce nos dice que “una cualidad es una mera potencialidad abstracta”. Sin llegar a tener una “identidad perfecta”, una cualidad es una “similitud” o una “identidad parcial” (§422), no es un fenómeno, un hecho o una existencia, una cualidad es la “idea de un fenómeno” (§404). Una cualidad, entonces, es lo potencial del signo sin llegar a su existencia concreta; así, es la musicalidad de la palabra “compañero”, no el signo mismo de lo fraterno, sino que su “posibilidad de concretarse” (Magariños, p. 89), ese carácter general del signo sin el cual sería imposible su existencia.

Habría una musicalidad, entonces, pero también hay, “al saludarnos como compañero”, una música que es vínculo intersubjetivo, un índice de la fraternidad. Es la musicalidad –según el Programa– de la lucha “contra el individualismo” y es –según Marchant– la música de la igualdad entre los hombres (“las desigualdades persistían entre nosotros; iguales éramos, sin embargo, al saludarnos como ‘compañero’”).

*

El signo de la cultura nueva en la vía chilena al socialismo debía ser nacional, democrático y fraterno, un signo configurado por, al menos, tres dimensiones que son las que, por otro lado, señalarían las condiciones de producción de sentido de la cultura del periodo. Así:

-El proyecto contra la alienación, de generación de conciencia crítica contra la “falsa conciencia” que marcó las discusiones sobre el papel del intelectual de izquierda y del intelectual militante, lo entendemos como parte de las tentativas de creación de una identidad nacional que quiso encontrar en “el pueblo” su inasible punto de llegada.

-Las intenciones democráticas de crear una cultura “para” las masas (y sus prácticas efectivas, como en el caso de la Editora Nacional Quimantú), trazaron las bases de la creación de espacios colectivamente determinados, por los que un lenguaje y una manera de vivir comunes, pudieran nacer como formas futuras.

-Lo fraterno, en su carácter general, abstracto, vendría a representar, pienso, la posibilidad misma del proyecto de la cultura nueva y, con ella, de una identidad y de un lenguaje nuevo. Lenguaje del que el profesor Nelson Osorio, crítico de “El Siglo”, vio, en la poesía chilena joven del periodo, signos inminentes aunque incompletos (4 de abril, 1971):

…una nueva manera de amar […], una manera nueva de sentirse en el mundo, de ser amigos, amantes y compañeros, una nueva manera de ser feliz y de estar triste. Y eso es lo que no tiene aún expresión y lenguaje en la poesía ‘nueva’.

Entendemos lo fraterno –inminente, incompleto, general- como posibilidad de existencia de la experiencia de la cultura en la etapa pre-socialista; creemos que esta tercera dimensión se construyó como el espacio posible del proyecto de reconfiguración comunitaria de la sociedad chilena.

Víctor Quezada


BIBLIOGRAFÍA

• Albornoz, César (2005). “La cultura en la Unidad Popular: porque esta vez no se trata de cambiar un presidente”. En: Pinto, Julio (coord.). Cuando hicimos historia. La experiencia de la Unidad Popular. Santiago de Chile, LOM.
• Bowen Silva, Martín (enero, 2008). “El proyecto sociocultural de la izquierda chilena durante la Unidad Popular. Crítica, verdad e inmunología política”. Nuevo Mundo Mundos Nuevos. Consultado el 21 julio 2013. Url: http:// nuevomundo.revues.org/13732
• Canto, Nadinne (2012). “El lugar de la cultura en la vía chilena al socialismo. Notas sobre el proyecto estético de la Unidad Popular”. Revista Pléyade 9, Enero-Junio 2012, pp. 153-178. Url: http://www.academia.edu/4003113/El_lugar_ de_la_cultura_en_la_via_chilena_al_socialismo._ Notas_sobre_el_proyecto_estetico_de_la_ Unidad_Popular
• Maldonado, Carlos (octubre, 1972). “¿Dónde está la política cultural? Teoría y práctica”, La Quinta Rueda, Santiago, Nº1. P. 12-14. Url: http://www.memoriachilena.cl/archivos2/pdfs/ MC0025892.pdf • Magariños de Morentin, José (1983). “Charles Sanders Peirce: sus aportes a la problemática actual de la semiología”. El signo. Las fuentes teóricas de la semiología: Saussure, Peirce, Morris. Buenos Aires, Hachette.
• Marchant, Patricio (2000). “Desolación. Cuestión del nombre de Salvador Allende”. Escritura y temblor. Santiago de Chile: Cuarto Propio.
• Peirce, Charles S. (1987). “La lógica de la matemática: un intento de desarrollar mis categorías desde adentro”. Obra lógico-semiótica. Madrid, Taurus.
• Subercaseaux, Bernardo (2000 [1993]). “El estado como agente cultural”; “Transformaciones en la cultura del libro”. Historia del libro en Chile (Alma y cuerpo). Santiago de Chile, LOM.
• ----------------------------- (1983). “Transformaciones de la crítica literaria en Chile: 1960-1982”. Santiago de Chile, CENECA.
• Taller de escritores de la Unidad Popular. (diciembre 1970). “Por la creación de una cultura nacional y popular”. Cormorán N°8. Pp. 7-10 Url: http://www.memoriachilena.cl/archivos2/pdfs/ MC0013724.pdf
• VV.AA. (1969). Programa básico de Gobierno de la Unidad Popular. Candidatura presidencial de Salvador Allende.

Publicado originalmente en Rufián Revista. Año 2, número 9. Junio de 2012


En 1972, el Reino Unido sería testigo del nacimiento de la tarjeta de crédito Access. Y ese hecho bien podría ser el comienzo de una novela sobre la decadencia económica europea.

Esa tarjeta de crédito, que haría más fácil e inmediata la vida de los británicos, fue el producto de un conglomerado de bancos de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Con la intención de destronar a VISA, una de sus tantas estrategias de posicionamiento fue el lema que sirve de título para este texto: Access takes the waiting out of wanting.

La promesa de Access era hacer desaparecer la espera que media entre nuestros anhelos y su consumación. Y en un sentido siniestro, hacer desaparecer la carencia y la temporalidad en sí mismas; forjar una hazaña imposible: aplanar el tiempo.

Access era, además, la promesa de un mundo al alcance de la mano. Pero hay imágenes que son simplemente inasibles, por muy cercanas que parezcan. Otras, cuya superficie es demasiado inestable como para levantar nuestras casas.

Si fuese una ficción, este hecho podría ser el comienzo de una historia general del deseo. Cuestión no demasiado complicada si pensamos que el sistema crediticio descansa sobre la forma narrativa de aquellos cuentos moralizantes de los pactos fáusticos.

La estructura es la siguiente: primero, el reconocimiento de una insatisfacción por parte del protagonista; luego, mediante un pacto con el diablo, la obtención de lo que se carece; para que, finalmente, llegue el momento de pagar la deuda: la condenación eterna del alma. Esta resolución, sin embargo, tiene variaciones en las que el sincero arrepentimiento del protagonista puede provocar la intervención divina y su salvación.

El problema radica en que en la novela del deseo no hay una realidad superior que garantice el bien del mundo. Es más, cuando obtengo ese pequeño objeto que quiero (cierta imagen de estatus, riqueza, conocimiento, etc.), me enfrento de una sola vez a todos mis deseos insatisfechos. Y como todo deseo implica una deuda, a una condenación de años. Si el tiempo se aplana en una dimensión, se compartimentaliza en otra mediante las cuotas de pago, y se prolonga.

Pero, más allá de lo ridículo que esto pueda parecer, las consecuencias más importantes de esta aproximación de los objetos de deseo, no son las que nombramos. No es una consecuencia verdadera tener que pagar por un crédito, es parte de su naturaleza. Si hay efectos, estos actúan en niveles simbólicos de la sociedad y los individuos.

En Chile, por ejemplo, los días posteriores al terremoto del 27 de febrero de 2010, parte de la comunidad de Santiago y Concepción irrumpió en grandes tiendas y supermercados para apropiarse de ciertos objetos (entre los que se cuentan televisores de pantalla de plasma, notebooks, juguetes electrónicos, cámaras fotográficas, etc.); sin embargo, dicho acto, más que un acto de saqueo de artículos necesarios o no, fue un acto de apropiación de imágenes, de vidas inalcanzables que los discursos cotidianos construyen como al alcance de la mano, un acto de usurpación de signos ideológicos que esencialmente no pertenecen a nuestro entorno existencial, pero que, sin embargo, lo definen y lo sitian.

Víctor Quezada