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Publicado originalmente en Letras.s5. Abril de 2013

El verano de Santiago es vacío. Detenido. Los días se amontonan desde el verano anterior y parece que nada hubiese pasado entre medio. Nada del invierno crudo y de las mañanas convertidas en noches. La ciudad es plácida, como una muerte natural, disgregada y bien clasificada. Ellos allá y nosotros, para quienes es siempre el mismo sitio: los mismos amigos, las mismas tardes, los departamentos con piso de madera, las mismas calles, la misma cultura de la democracia.

En Compost, texto e imagen intervienen como parte de un solo ejercicio fotográfico. Son un alargue de ese tiempo muerto y ocioso de los adultos-niños que somos, enviciados de cine, atentos a las sensaciones. Sin embargo, los cuadros de video renuncian a la tentación hachedé de nuestras cabezas: el corte duro, la profundidad de campo infinita, la promesa de frío que el sol de las ventanas no puede borrar.

Es incómodo. Santiago es incómodo, a pesar del bienestar cínico de nuestras vidas. El orgullo de entendernos tan bien y no entender nada más, no movernos porque se siente bien, movernos un poco cuando duele. La gran tragedia de cuando, de pronto, dejamos de entendernos: somos los reyes sensibles de la ciudad y “siempre es una cagada que te dejen solo”.

A propósito de incomodidad, conté hasta sesenta mientras estaba frente a la cámara, el minuto detenido más largo. Un traslado de ciudad y de ritmo, un juego que inventó Víctor en el que parecemos Santiago pero somos Buenos Aires. O al revés. El registro personal de un viaje en el que a veces vivimos juntos y otras veces no.

Llevar cuentas permite trasladar lo cualitativo de un dolor a una zona de control. Cardinalmente, ordenar fechas, plazos, distancias. Cuantitativo: llevo tres años en este país; en mi vida, he amado a más de cinco mujeres y creí una vez haber amado a un hombre. A los trece dejé de ser una niña, sin necesariamente convertirme en adulta. Eso hasta los veintinueve. Seis fueron las botellas de vino del otro día. Así lo cuento, el otro día nos juntamos a almorzar y tomamos seis botellas de vino. O lloré tres horas. O la amo hace casi seis años.

Aquí, Víctor no cuenta. Víctor o lo que sea que quede de él.

Al contrario de mí,  pasa del verano al invierno, del sol en la plaza a la estufa dentro de la casa. Los seis meses que cuento entre un momento y otro no encuentran calendario. No tiene esa manía de contar —ni siquiera páginas— y es tal vez por eso que pareciera que algo va a explotar, muy lentamente, mientras es él mismo lo único realmente quieto.


Paula Arrieta
Buenos Aires, abril de 2013.

Compost (2013), disponible para su lectura y descarga en www.compostlibro.org