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"Sobre: Contra el origen, de Víctor Quezada. Santiago de Chile: Marginalia, 2016". Por Bruno Grossi 

Publicado en El Taco en la Brea. Año 4, número 6, noviembre de 2017. 

Disponible en Biblioteca Virtual del Universidad Nacional del Litoral. Santa Fé: Argentina

Publicado originalmente en Letras.s5. 2 de abril de 2017

Con razón señalaba Nietzsche que en el origen siempre había conflicto. Ya el simple hecho de que nadie asista a él genera sospecha, ¿habrá existido realmente? ¿Será primero un grito que irrumpe en el mundo, se debilita poco a poco en un llanto, y finalmente es silencio que todo lo gana? Sobre el silencio, la incógnita y el desvelo está pensado entonces el origen, la falta, la ausencia; aquello que nos obsesiona porque simplemente no participamos de su poderosa intimidad. O en todo caso, está abierta la invitación a desconfiar de él y hacer con esa desconfianza un nuevo mito del origen que consiste simplemente en inventarlo. Pero hacer que el origen acontezca en el inicio, y así salvar el problema del comienzo y la página en blanco, parece también una justificación a la falta que se produce en todo inicio. Tal vez, antes de saber del origen haya que saber el final, el último instante, lo que ya no continuará, pues es ciertamente contemporáneo a uno, es lo que contemplamos, es la promesa incumplida de poder decir algo.

Podríamos hacer una larga lista de aquellos que desconfían del origen, quienes se decidieron en contra de algo que ni siquiera sabían si realmente había existido. Tal vez con ello justificaríamos algo de lo anteriormente dicho. Pero nuestro joven autor, Víctor Quezada, sería entonces el último de esos representantes, compartiría una actitud propositiva, pues se explicaría lo que no tiene explicación haciendo el mismo recorrido de aquellos que perdieron esa explicación. Si miramos un poco hacia atrás, en una distancia muy próxima, Mallarmé mismo desconfió del origen; es más, de un modo magistral lo pone como final de toda aventura literaria. La pregunta entonces sería ¿dónde queda el origen? ¿Por dónde comenzar este libro? Me atrevería a decir que para la modernidad misma ese acontecimiento se hace tal en la aniquilación de aquello que se interroga por él. Es decir, el origen es destrucción del origen. De este modo, lo que a simple vista parece leerse como un remontarse hacia el origen –en algún punto todos queremos saber de dónde venimos y quiénes somos, no podemos escapar a esa pregunta de la fatalidad– en realidad no es más que la acción de aniquilar el interrogante y la cosa interrogada de un modo perverso, como si alguien naciera a la vejez al preguntarse ¿quién soy? Pero pongamos un caso por ejemplo, que valga al menos como intento desesperado y frustrado: extremando a Mallarmé, la destrucción del libro –la pregunta por la cosa– es el final y el origen del libro –el aniquilamiento donde todo comienza–, es la ansiada salida y el lugar de donde todo salió. Llena de paradojas está la modernidad entonces, y una de ellas es la autojustificación; por lo tanto, no es errado pensar que quien niega el origen, quien escribe en contra de él, en realidad está solapadamente afirmando la propia existencia, está dando lugar y voz al fantasma de origen, está diciendo: en la ausencia reside la pregunta por la presencia, y solo la escritura puede responder: quién soy, sobre qué escribiré, qué puedo escribir.

Planteando la negativa a todo origen, Quezada se propone la invención de un comienzo, es decir, va a tratar de justificarse al decirnos qué lee, qué ha leído, cómo desea ser leído por detrás de la invención misma que es el ensayo. Para eso el libro de Víctor Quezada va más allá de cualquier experiencia reflexiva, parece una contradicción pero es así, es un libro del presente absoluto a fuerza de querer leer un recorte del presente, encontrar en él la nada, salvarse de la pregunta por el origen del origen presente. Es más, su pequeño libro, apenas cuatro ensayos por donde desfilan cineastas, poetas, otros ensayistas chilenos, franceses, alemanes y argentinos, está despojado del pensar; con gusto se entrega a la anotación, la impresión inmediata, un rapto que ilumina y profundiza, pone en cuestión, invita a las asociaciones que expliquen la desnudez misma de su procedimiento. Si seguimos sus páginas salpicadas de blancos y versos, de glosas a una imagen y sentencias a objetos inexistentes, su acción de relevo es terminal: antes que la pregunta por el origen, lo que sigue es la negación misma de él, el carácter disyuntivo de su título que le permite pasar de uno a otro género en un desfiladero de pequeñas frases, atajos y campos traviesa del sentido. Es más, me pregunto, ¿por qué el título lleva en sí mismo un vacío que incomoda? ¿Por qué contra el origen no es un enunciado propositivo, sino totalmente neutro?

Veamos sino su primer ensayo. La pregunta que tal vez lo originó es directa, casi como una interpelación íntima que no hace más que mostrar una detrás de escena que siempre se deja ver en el género ensayo: ¿cómo comenzar? Hay un arte del comienzo, y consiste en la simple condensación. De eso el ensayo sabe por demás, pues en la invención de su comienzo está el destino del género. A veces me gusta pensar que a fuerza de querer disolver lo más inmediato el ensayista podría proponer ensayos que consten de unas pocas palabras, casi una acción encubridora del deseo de silencio o la negación misma de renunciar a la escritura. Que explique muy poco, que argumente casi menos y que nos gane por la contundencia; ese sería para mí un ensayista ideal. O en todo caso, si desea hacer ejercicios de retórica con sus ideas, que priorice la opacidad antes que la transparencia, que se deje ganar por ese devenir poeta reprimido que todo ensayista lleva consigo. Ese sería el ensayista de la invención del origen. Ustedes me dirán: pero nos estás proponiendo que leamos a un tipo que jamás concretó nada, que nunca llegó a ningún lado. Recuerdo ahora los aforismos del Diapsalmáta de Kierkegaard, en ellos no hay otra cosa más que todo lo que luego vendrá en excesos y replanteos discursivos, alteración de ediciones y proliferación de seudónimos y más distanciamientos de todo tipo que servirán para perder de vista al Kierkegaard real por detrás de toda una serie de invenciones fantasmales. ¿Y qué hay en esos aforismos? Breves anotaciones de un sujeto que se complace en la holgazanería y la pereza, tal vez vicio e imposibilidades de quien lo postergara todo o lo reduce todo a la creencia de que en ciertos raptos de genialidad ya está todo. Sin embargo esos aforismos no son nada más que el comienzo, no son otra cosa más que un arte de iniciar; es más, lo que viene después tal vez niegue ese comienzo brillante. Pero el inicio es fuerte, contundente, resguarda en él la violencia de todo estallido como es el nacimiento en un mismo instante de visión y método. No existe entonces mejor comienzo que el lacónico. Cito lo que cita Quezada en Melville: Call me Ishmael. ¿Hay acaso un inicio más perfecto? ¿Hay acaso alguien que niegue que en esa simple frasecita ya está todo lo que vendrá? De ahí entonces que el arte del ensayo sea plantear la disyunción, sea siempre escribir contra el origen y a favor de los buenos comienzos que son las orejas paradas de la invención, como un apostar a la fuga hacia delante; o por qué no, como un prolongarse en la postergación, otra forma de la felicidad melvilleana disfrazada bajo la forma de un simple “preferiría no hacerlo”. Ir contra el origen es simplemente tener una buena frase para que la página se abra, deje de lado su reticencia y nos reciba en un cielo diáfano donde perdernos. No es poca cosa, pocos ensayistas saben del arte de jugarlo todo en el comienzo.

De eso Quezada sabe, tiene buenos comienzos, sus ensayos aseguran el origen de lo epifánico, por caso citemos este: “He decidido escribir este texto a partir de notas, formas breves, sin mayor unidad, anotadas en momentos de pequeña iluminación”. He aquí un buen comienzo, una frase que propone comenzar desde la escritura, pero desde la escritura que ha sido modificada por la lectura; una escritura entonces que ha sido conmocionada por algo incierto que ha acontecido en la lectura. Pero, ¿qué es ese algo?, ¿qué es ese comienzo del misterio súbito? “Momentos de pequeña iluminación”, llama Quezada a esa misma conmoción, a lo que une uno y otro momento y así trasciende, por afección, cualquier principio de unidad argumentativa. El satori del ensayo está entonces en la cabeza que se levanta de la lectura y anota algo, está en la melancolía que interrumpe y lleva la lectura a su producción fantástica de imágenes, está también en la vinculación biográfica –yo leo, solo a mí se me ocurren estas cosas– y en la actitud disolvente de una proximidad física que se traduce en palabras o proposiciones imposibles, como esta otra frase que cierra el comienzo perfecto: “Decidí emprender la tarea de anotar el presente”.

Tal vez todo negador del origen, en fin, todo ensayista, no sea con estos procedimientos otra cosa más que el último decadente. Los decadentes se propusieron esa tarea demoledora de anotar el presente porque lo que concluye solo puede hacerlo en él, en el ahora condenado a desmoronarse. En sí todo el género ensayístico no es más que eso, una celebración de lo que no sabemos de dónde proviene pero sí intuimos hacia donde se dirige: la ruina, el fin del esplendor, la muerte misma que vuelve tan intenso el presente. De ahí entonces este procedimiento que en Quezada se hace anotación ensayística, cito: “anotamos porque no sabemos qué está pasando con nosotros, anotamos porque no sabemos qué pasa con el mundo o este se nos presenta como un rival”. En el ensayo “Dejar de escribir, salir del libro”, la anotación busca volverse el objeto mismo que observa; juntando una serie de poetas que simulan en la lírica la persistencia maniaca del diario, Quezada resalta en esta novísima poesía que la escritura se ha vuelto protagonista. Es más, la escritura, ya sea poética o cualquier otra cosa, se disimula entre las demás actividades del mundo: “Escribir es escribir algo, se escribe con un propósito. Pero también se escribe como se camina, se escribe sin objeto, sin propósito alguno, al ritmo de la caminata”. ¿Y para qué –nos preguntamos quienes lo leemos–, en busca de qué el libro ha sido trascendido y lo que pueda escribirse ha sido borrado de su inscripción como obra hasta ser un simple desplazamiento por la atención puesta al mundo? Nietzscheanamente, Víctor Quezada como un Dionisos de la cita y las frases breves nos contesta: “Anotamos el presente, a fin de cuentas, para conservar la cordura”. Justamente esta cita que tomo al azar, y que no es ingenua, me permite leer que se escribe para lo impostergable: la muerte y el egotismo.

Barthes nos liberó de los temas, a partir de él la libertad fue embriagadora: se podía escribir sobre el acto de escribir, no hacían falta ya ni los objetos del mundo, ni sus temas, ni el mundo mismo. Pero entonces sobre qué escribir si esta propuesta supera el poder de cualquier invención. Previo a él cuando Lukács planteó que el ensayo buscaba resguardar el poder del espíritu en un mundo desencantado, no hizo más que liberar al ensayo de toda trascendencia reduccionista. Tal vez Lukács en silencio renegó de su propuesta juvenil al descubrir con su resguardo del género que en verdad estaba proponiendo que hablemos de nosotros mismos, ya que somos imposibles de ser reducidos, ya que intuimos y sentimos fascinación por la intensidad de lo impostergable; y esa fascinación es la muerte, lo que niega cualquier entendimiento del origen. No es casual entonces que el último ensayo esté dedicado a Barthes y al halo trágico que rodea sus últimas anotaciones, justo cuando el autor de El grado cero de la escritura descubre que la muerte es lo impostergable, y por lo tanto, plantea una novela que sería la Vita Nova; aunque también, en esa novela, que puede escribirse porque se sabe que ya el origen no importa pues la muerte es impostergable, lo fatal se esconde en su camino bajo la forma estúpida de una furgoneta de lavandería. Por qué escribimos entonces parecería ser la pregunta de un ensayista a otros ensayistas y a los lectores del ensayo. La respuesta está en que “la conciencia de la muerte llega y, al mismo tiempo, de la vitalidad desesperada que sobreviene como posibilidad de una nueva práctica de la escritura”. Entonces frente a la pregunta sin origen y a la intuición de un trabajo que jamás terminaremos, o una cita a la que nunca asistiremos, la respuesta es que la escritura siempre se presenta como “hacer algo antes de morir o decir lo que me falta decir, convencido de que hago la última cosa de la vida”.


Carlos Surghi (Villa María, Córdoba, Argentina, 1979). Poeta, ensayista y crítico literario.

Publicado originalmente en Revista Cinosargo. Noviembre de 2016

¿Por qué cuestionar? Siempre que leo algún ensayo llega esta pregunta. Creo que la duda es parte del esquema humano para sobrevivir. No lo sé, aún de esta suposición tengo dudas. Pueden ser también la simple necesidad de llevar la contra. Sin embargo, no puedo negar mi gusto por leer ensayos. Me hacen poner en jaque mis creencias, mis ideas; por ello agradezco cuando hay un texto que me obliga a reconsiderar el enfoque con el que observo el mundo.

* * *

Nietzsche, La Genealogía, La Historia de Michel Foucault. Los dos tienen cosas en común: la identidad, o por lo menos la necesidad de plantearse la identidad propia y confrontarla con un exterior. Otra cosa en común es la proyección que tienen de las cosas: toman un objeto mínimo y lo extrapolan para ver el otro lado de la moneda. Buscan darle un sentido a la imposibilidad de verdad única.

La genealogía no se opone a la historia como la visión de águila y profunda del filósofo en relación a la mirada escrutadora del sabio; se opone por el contrario al despliegue metahistórico de las significaciones ideales y de los indefinidos teleológicos. Se opone a la búsqueda del «origen» (Foucault, 1979)

Aun cuando Quezada busca en lugares distintos (una novela, películas, entrevistas a un director) llega al mismo punto: detalles que cambian la dirección univoca de la narración, ya sea histórica o ficticia. Una negativa humana a la teogonía.

***

Situación extraña o anómala. Cuando el acto creador aparece en la cotidianidad. Quezada encuentra vida, aromas y sabores en donde se ha previsto un acto creativo puro. ¿Hasta dónde el texto abarca la vida? ¿Hay vida en los textos, o sólo plantean una estructura metafísica, un arquetipo que aparenta la vida del día a día?

Los datos no son concluyentes, son referencias extrapoladas. Sin embargo, lo atraviesa la duda. El texto crea dudas razonables sobre lo que hay o lo que se percibe.

***

Salir del libro es salir al encuentro de la oscuridad de lo humano, a su especificidad animal (Quezada, 2016). La frase tiene swing, invita a creer que hay una verdad. Aparece diáfana. Nos lleva a creer que hay una realidad en el texto y otra en la vida cotidiana. La dicotomía sale a la luz: lo espiritual contra lo carnal. No puedo olvidar el capítulo tercero de Stanislav Andreski, donde muestra como las palabras son tan importantes que pueden hacer creer a un feo que es guapo, a un grupo de personas que tiene poder sobre otras y, hasta, culturas completas que son inferiores. Las palabras, lo mismo señalan la verdad que engañan.

... se ha argüido que el Informe Kinsey contribuyó a propagar el adulterio, la promiscuidad y la perversión al revelar a aquellos que de otro modo podrían haber tratado de resistir a la tentación, que si sucumbían a ella se encontrarían menos solos de lo que habían pensado, así que no había razones para que se sintieran monstruos o proscritos (Andreski, 1973).

Entiendo que Quezada no está haciendo ciencia. Pero me lleva a pensar, a contrastar.

***

Aquí, en un sentido, estoy siendo profético, ya que pronto descubrirán cómo son de hecho sus bromas. Luego, también tendrán la impresión, espero, de un país bastante duro, donde el tipo de historia que voy a contar puede entenderse como una broma (Borges, 2015).

Da como respuesta Borges, mientras revisa, línea por línea, un texto de ficción. Maldita sea, caí en el juego de Quezada. Juega con la verdad, con la ficción, con la veracidad. Broma o no, me ha llevado a una desviación, a un equívoco de lo que creo. He dudado otra vez.

***

Quezada habla de su truco de magia. Una imagen faltante. Siempre, en los tres primeros textos, falta una imagen. Un poco como las canciones de Daniel Jonhston: uno tiene la sensación de que la melodía está incompleta, cortada, sin embargo funciona perfectamente. Quezada apela a una panháptica (Del griego hapthaí: tacto, contacto.) en contra de una panóptica. Aspira a que aquellas letras nos lleven a sentir con el tacto y no la vista; Contacto sobre imagen. Pero usa la imagen para hablar de aquello que se intuye, aquello que se “siente” dentro del relato. Fundirse de nuevo con el todo (Bergson, 2006), como refiere Bergson a su concepto de intuición. Así las descripciones de Quezada sobre las películas, apelan a la sensación, al contacto de los otros sentidos sobre la vista.

Quezada me funde.

***

El último texto del libro me queda a deber. Es un panegírico. No lo comprendo. Mientras puedo dialogar, lidiar y hasta buscar comprender los anteriores, el último texto abruma por su necesidad de quemar incienso al sacerdote. ¿Qué tan válido es imponer una sola forma de ver el mundo, después de abrirlo a múltiples posiciones?

Me detengo y releo el texto.

No, no puedo con él. Siento que hay un compromiso, algo no concluyente y distinto a los primeros. Un texto para un santón del que no se duda. Un sahumerio para el difunto.

Siento que me quedé al borde de la mesa. Como con los buenos amigos, los libros de ensayos son para discutir acalorado al lado de una cerveza o un buen trago. Puede ser que no tengamos cosas en común, algunas sí otras no, el diálogo da la sensación de no estar solo. Los ensayos son para gente que no está sola y tiene lo suficiente como para poner su pensamiento en el cadalso.


Francisco Rangel

Publicado originalmente en Dos Disparos. 3 de noviembre de 2016 

Desde el título, el libro de Víctor indica un sentido: contra el origen obliga a pensar otra búsqueda subyacente en los modos de la escritura que transitan el libro. Elijo otro término, comenzar, pero todo comienzo es un recomienzo, aunque lejos del modo de una restauración, o la simple imitación de la supuesta grandeza del origen. Tal vez se trate de sostener, en un tono menor, que no hay comienzo sin herencia: allí aparece la brecha entre la imagen absorbente del origen, contra una articulación frágil del comienzo, del recomenzar, una y otra vez. 
La palabra del ensayo es precisamente aquella. Distanciado de la frialdad de una ciencia que toma a la literatura como su objeto, el ensayo buscaría pensar, precisamente, aquel comienzo contra el origen: su horizonte se define como una suerte de testimonio del acontecimiento de la lectura. 
A lo largo de estos ensayos, aparece una y otra vez el dictum de Althusser según el cual, puesto que no hay lecturas inocentes, debemos confesar de qué lecturas somos culpables. Allí el ensayo se torna una especie de autobiografía; en el sentido de exponer las lecturas que dan cuenta de un mundo, lecturas que vuelven a aparecer, no como la reescritura de un libro, sino como la instancia de aparición, comunicable, política, de aquellos textos: la conjunción de todos aquellos momentos en que la lectura “me hizo levantar la cabeza”, como en alguna parte escribe Barthes. 
La reflexión sobre el comienzo se pone en juego en una suerte de magia dialéctica: no se trata de identificar la guía del progreso, sino de situarse en las digresiones, regresiones y las inevitables repeticiones que toda lectura trae aparejada como ejercicio interpretativo, para encontrar allí la posibilidad del ensayo, el módico coraje de arriesgarse al indefectible error. 
“El ensayo –escribe Foucault– hay que entenderlo como un tanteo modificador de uno mismo en el juego de la verdad, y no como apropiación simplificadora de otros”. 
Se trata, más bien, de una lectura que actualiza la escritura, que constituye al sujeto de lectura en el mismo lugar en el que se constituye el sujeto de la escritura: el presente perpetuo de la enunciación, del testimonio de la lectura, ahora vertido al texto. 
Ensayista es el que sabe que nunca escribe solo (y su soledad consiste en saber eso) porque su escritura es la que permite también que se escriba –que se inscriba– el autor con el cual “ensaya”. Para un ensayista, leer no es escribir de nuevo un libro: es hacer que el libro sea escrito, “aparezca”. 
La trasposición es, en este sentido, potencialmente, una interpretación crítica de los textos que creíamos de origen, a los que creíamos que ya no podíamos arrancarles otro sentido que el original. 
Se trata en estos ensayos reunidos de entender esta trasposición como una inmersión en el campo de fuerzas, como una interpretación que produce al texto en tanto campo de fuerzas envueltas en una lucha interminable y, en principio, indeterminada por el orden supuestamente cerrado de la filiación de origen. Esa es, en definitiva, su dimensión profundamente política. 
En lo que nos concierne a nosotros de manera más inmediata –a saber, la cuestión de las estrategias de interpretación crítica bajo cuya lógica podemos pensar el trabajo de trasposición–; no se trata en esa lectura de encontrar una verdad absoluta detrás de la letra, sino como el síntoma de una verdad que está siempre construyéndose, que es una construcción siempre re-comenzada de la producción textual. 
Es un trabajo, en fin, que se hace cargo de la dimensión de conflicto implicada en la lucha por el sentido, de la incertidumbre del malentendido constitutiva de ese hiato irreductible que se abre en la tensión de lo comunicable y lo incomunicable. 
Es, por supuesto, la posición incierta del comienzo, sin posibilidad de remisión ni de esperanzas en un origen para tranquilizarnos. Es, con seguridad, la vía más difícil. Pero también, probablemente, una vía más alegre.

Publicado originalmente en Letras.s5. 29 de agosto de 2016

Contra el origen reúne cuatro ensayos, tres de ellos publicados con anterioridad a esta edición y uno inédito. Es imposible abordar aquí la cantidad de problemas y escrituras que sirven de material para la urdimbre de este libro. Me concentraré en los dos primeros ensayos que contienen, a mi parecer, elementos para situar la forma en que este libro hace crítica, sus coordenadas de desplazamiento. Notas, apuntes, en sintonía con el registro propuesto por este mismo libro.

Contra el origen es el título del libro y también del texto que le da inicio. Entonces cabe la pregunta: cuál origen, qué origen, Una pregunta planteada en las palabras que inauguran el texto: ¿Cómo comenzar? Muchas veces nos enfrentamos al dilema de encontrar las palabras precisas que abran el texto, así como se abren los ojos al paisaje o el obturador a la luz. El origen del texto como ese abrir de los ojos o del lente de la cámara. Como el enfrentamiento directo de la mirada con la sucesión imprevisible de las imágenes. Su flujo continuo, ininterrumpido, imposible de fijar.

Manifestarse contra el origen significa desatender las imposiciones de inteligibilidad, resistirse a que la existencia heteróclita de lo múltiple quede reducida al despliegue de un fundamento cierto y representable, escribe Quezada. Manifestarse contra el origen. Escribir y leer contra la idea de que un texto, para ser entendible, debe fundamentarse, tener un fundamento, una base sobre la cual sostenerse. En el ámbito crítico, ese fundamento suele ser la adscripción, más o menos explícita, a determinados paradigmas o marcos teóricos. Los textos críticos suelen ser así aplicaciones de la teoría, lecturas sesgadas desde el inicio por el uso de cierta forma de leer cuyo campo de visión está predeterminado.

Lo mismo ocurre con las formas narrativas, por supuesto. La novela, el cine. En ellas también funciona lo que Víctor Quezada llama aquí la aporía de la idea de un evento originario, pleno en su consecución de una inteligibilidad que orienta el movimientnarrativo. Sin embargo, también hay escrituras que han sido construidas contra esa aporía, contra el origen. En el texto, sirven de ejemplo dos escrituras, una literaria, la otra cinematográfica. La narrativa de Macedonio Fernández y el cine de Raúl Ruiz. 

Abrir una novela es abrir una ventana hacia la vida. La parodia en Macedonio de este clásico comienzo de la novela naturalista opone a la ideología del realismo la aporía del inicio, la opacidad, la oclusión, el momento en el que el lente se obtura impidiendo el paso de la luz y hace del origen referible un inicio (infinitamente) diferido. En este sentido, la novela es imposible. Me parece que la referencia a El Museo de la novela de la Eterna es muy pertinente. Un libro contra el origen que incluye una cincuentena de prólogos e introducciones que parecen querer diferir, dilatar, demorar continuamente su inicio. Una novela que no empieza nunca. Que acumula comienzos que se superponen unos a otros hasta borrar toda posibilidad de reconstituir en la lectura un origen claramente establecido.  Una novela como un campo magnético o un sistema dinámico que funciona en base a tensiones y cuyos límites son móviles, nunca bien precisables. Una novela imposible, como escribe Quezada. Toda la literatura de Macedonio Fernández, esa metáfora de la literatura argentina como dice Piglia, podría leerse como una literatura no solo contra el origen sino también contra todo fin o destino. Una Continuación de la nada como reza uno de sus títulos.

La referencia a Raúl Ruiz, a los principios constructivos de su lenguaje cinematográfico, va por el mismo lado. En este caso, la escritura contra el origen está en la resistencia a la convención narrativa del conflicto central. Escribe al respecto Quezada: Frente a la teoría del conflicto central, Ruiz propone la concatenación de microacciones que dispersan la dirección única, el sentido preestablecido que marca el camino de la decisión, de la puesta en paradigma. Microacciones que desestabilizan la teoría del conflicto central. Microacciones que dispersan la dirección única. Desde el punto de vista del cine de entretención, en las películas de Ruiz no pasa nada o casi nada. No hay una trama y unos personajes protagónicos o secundarios cuyo antagonismo articule la narración. Quezada citando a Ruiz: se nos dice que nuestro papel consiste en llenar dos horas de la vida de unos cuantos millones de espectadores y en asegurarnos de que no se aburran. Por el contrario, el cine de Ruiz reivindica el aburrimiento. Como escribe en Poética del CineSi propongo esta modesta defensa del aburrimiento, es justamente porque las películas que me interesan provocan a veces algo parecido. Digamos que poseen una elevada calidad del aburrimiento Más que un cine de acción, en vez de contar una historia, quiere ofrecer al espectador una experiencia relacionada con el lenguaje y el tiempo. Contra el cine reducido a un mero pasatiempo, Ruiz busca provocar en el espectador eso que llama una elevada calidad del aburrimiento.

Finalmente, me gustaría referirme brevemente a un aspecto desarrollado en el segundo ensayo: Dejar de escribir, salir del libro. Escribe Quezada: He decidido escribir este texto a partir de notas, formas breves, sin mayor unidad, anotadas en momentos de pequeña iluminación; decidí entregarme a la lectura de ciertos libros y, a partir de ella, anotar, subrayar, y no traicionar esas anotaciones con la arrogancia de la articulación del texto crítico. Decidí emprender la tarea de anotar el presente. Notas, apuntes, registros de ciertos momentos en la vida y en la lectura. Anotaciones contra la arrogancia de la articulación del texto crítico. Esto último me parece importante. La opción por un texto fragmentario,  construido en base al montaje de pequeñas piezas que en conjunto dibujan un ámbito literario y estético. Me parece que esta opción formal también encierra una decisión política y, si se quiere, ética.

Elegir una forma implica la elección de una manera de entender el mundo, escribe el autor recordando a Barthes. La elección de la forma de este libro, el cuaderno de apuntes, la libreta de notas, implica también una forma de comprender el ejercicio crítico. No es solo contra el origen que está escrito este libro. También contra cierta crítica. Aquélla que se presenta a sí misma como un método de interpretación capaz de agotar los sentidos de un texto. Aquélla que se entiende a sí misma como una posición de autoridad, un sistema que opera sobre la base de jerarquizaciones y clausuras. Este libro fue escrito contra esa arrogancia. En esa oposición, radica el posible desarrollo de una crítica de signo contrario. Una que se entienda a sí misma como experiencia de comprensión y libertad creativa.  Que trabaje, contra la arrogancia, desde esa exigencia personal y política.


Jaime Pinos
4ª Feria del Libro Independiente de Valparaíso, agosto de 2016

Publicado originalmente en Letrass5
Prólogo a Contra el origen (Santiago de Chile: Marginalia, 2016), pp. 9-14

En una entrevista que concedió a la BBC, a media­dos de los ochenta, Francis Bacon le atribuye a la casualidad un rol decisivo tanto en el proceso de su vida como en el de su obra y reconoce varias veces, sin imposturas, con lúcida aceptación, que nunca logró lo que perseguía: representar –o presentar– los colores que se combinan en el interior de una boca (la boca tensionada por el grito es, como se sabe, uno de los rasgos que individualizan la obra de Bacon). El énfasis puesto en los valores del hallazgo, el fraca­so y la insistencia, como principios constructivos del relato autobiográfico, nos lleva a pensar que la narra­ción o el registro de una historia personal solo pue­den transmitir la sensación de algo viviente –como si dijésemos, sensación de posibilidad–, cuando la con­versación o la escritura que la tienen en cuenta pro­fundizan, o al menos señalan, la intimidad entre la idea de “existencia humana” y las de “indefinición”, “azar” e “incumplimiento”. De lo contrario, porque se ama más a la persona (auto)biografiada que a la vida, se cuela la idea de “destino”, asociada a las de “permanencia”, “continuidad” y “logro”, y se termi­nan narrando o registrando existencias ejemplares, vidas paradigmáticas que lo único que pueden trans­mitir, más acá de lo que representan, es sensación de cosas muertas.
En esas ficciones moralizadoras de la vida como destino en cumplimiento, es la superstición de un origen simple (una presencia originaria de la que se derivaría todo un desarrollo, orientado hacia un fin) lo que despeña la función de principio constructivo. De allí la necesidad de manifestarse contra el origen, según propone Víctor Quezada desde el título de su libro. Esta consigna, de inspiración ética y alcances micropolíticos, expresa el deseo de que las formas artísticas se conviertan, por la lectura, la escucha o la contemplación, no tanto en una ventana abierta a la vida, como en un proceso viviente. Un proceso esencialmente rítmico, en el que se alternan impul­sos heterogéneos, pautado por interrupciones y reco­mienzos circunstanciales. Ya en las primeras páginas, Quezada propone una imagen fascinante de lo vi­viente como proceso indeterminado, remitiéndonos a la lógica narrativa del Museo de la novela de la Eter­na, el experimento de Macedonio Fernández: una serie ininterrumpida de prólogos que de pronto se interrumpe. Esta sería la auténtica forma del libro de la vida, una en la que cada comienzo repite y anticipa la falta de origen, en el sentido de la experimentación con posibilidades inciertas.
Manifestarse contra el origen significa desatender las imposiciones de inteligibilidad, resistirse a que la existencia heteróclita de lo múltiple quede reducida al despliegue de un fundamento cierto y representa­ble. Quezada descubre una efectuación de esta micropolítica disuasoria en la defensa del aburrimiento que alguna vez propuso Raúl Ruiz. Si el entreteni­miento depende de la disposición a dejarse condu­cir por el desarrollo de una trama significativa, que va actualizando las intrigas de un conflicto central, aburrirse podría ser una condición para palpar, en el goce de lo insignificante, la intensidad de otros mo­dos de vida, los que tienen que ver con la dispersión y el desprendimiento de la lógica de las alternativas paradigmáticas. Quizá nadie reflexionó con tanta in­sistencia y lucidez sobre las posibilidades de vida que se abren a partir de la neutralización de los conflictos como Roland Barthes. En un ensayo que sorprende por la madurez de su perspectiva, Quezada recorre la obra del crítico francés, siguiendo los puntos en los que convergen el impulso autobiográfico con el re­pliegue conceptual, para mostrar cómo el sinsentido de la muerte (la figura más radical de la ausencia de origen) es capaz de darle sentido y fuerza a la vida de quienes se asumen como sobrevivientes.
Como en La cámara lúcida o el Diario de duelo bar­thesianos, en algunos libros de la reciente poesía chi­lena que toman la forma de diarios o cuadernos de apuntes, la escritura de lo íntimo busca configurar la experiencia subjetiva en momentos de crisis a través de la figura del éxtasis, el salto impersonal fuera de sí mismo. Así estos versos de Alejandra del Río, to­mados de Llaves del pensamiento cautivo:

En noches proverbiales
Noches en que el alma se arroja al centro de sí misma
Una mano no tiembla al escribir.

Esa mano, advierte Quezada, “no pertenece a nin­gún cuerpo o tiempo identificables, pareciera actuar por sí misma”, pero su impersonalidad concierne a lo intransferible de una subjetividad asediada por los emblemas de la época: es suya, aunque no le perte­nezca, como los recuerdos o los sueños, como cual­quier gesto enunciativo. Es cuestión de devenir-otro, como dice el lugar común deleuzeano, de descubrir­se extraño en el corazón de lo familiar. El alma que se precipita al centro de sí misma –es uno de los riesgos de escribir bajo la fascinación de lo desconocido– ex­perimenta, en su íntima exterioridad, el descentra­miento de una existencia desprendida de cualquier certidumbre acerca de su origen: las inquietudes y las venturas del tránsito por el borde externo de los márgenes de la Cultura.
También en los dominios de la ética, y no solo en los de la moral, cuando se trata de programas artís­ticos, los únicos compromisos válidos son los de la forma. Por eso Quezada vincula el deseo de estar en movimiento, que es el deseo de una existencia des­prendida de la sujeción a cualquier instancia que se arrogue el lugar de origen, la función de causa, con una práctica retórica específica: la notación del presen­te. El registro sutil de lo que despunta sin darse del todo, bajo la apariencia trivial y misteriosa de un pre­sente sin presencia, suspende el desarrollo e impone, sin imponer nada, otra perspectiva temporal, la de lo inminente. El tiempo paradójico de lo que adviene sin posibilidades de realización es el de los gestos in­timistas de la reciente poesía chilena, pero también el de la aparición de algunas imágenes cinematográ­ficas, las llamadas imágenes operativas, que interrum­pen y desarticulan el flujo ilusorio de lo representado y dejan ver, como invisible, la discontinuidad inhe­rente a cualquier proceso. Es también el tiempo que corteja la escritura del ensayo, el de las tentativas de Quezada por configurar sus experiencias como lector y espectador contemporáneo, cuando apuesta por el fragmento y la notación circunstancial para desbara­tar “la arrogancia de la articulación del texto crítico”.

Alberto Giordano
Rosario, junio de 2016.