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"Una mujer se sienta en el borde de una terraza de madera con sus pies colgando". Presentación de El mar arriba de Nina Avellaneda.

Publicado en La Raza Cómica. 10 de noviembre de 2025.

  • El documento como una puerta al pasado, que permite conocerlo “tal como ha sido”.
  • Los manuscritos, los diarios como ventanas a la vida de escritoras o escritores, que nos permiten conocerles en su fuero íntimo.
  • La novela como una ventana abierta al día, que nos permite conocer el mundo.
  • Todos, mitos de la virginidad documental, la acumulación natural, la continuidad entre realidad y representación.
    Pero eso no es lo que quiero decir. Es famoso el comienzo de Nadja de André Breton:
    ¿Quién soy yo? Como excepción podría guiarme por un aforismo: en tal caso, ¿por qué no podría resumirse todo únicamente en saber a quién ‘frecuento’?

    Qui suis-je? Si par exception je m’en rapportais à un adage: en effet pourquoi tout ne reviendrait-il pas à savoir qui je ‘hante’?
    Según la edición castellana de editorial Cátedra, los verbos en francés ocupados por Bretón (être, hanter; equivalentes a “ser” y “perseguir” o, según la traducción citada, “frecuentar”) refieren tanto al dicho “dime con quién andas y te diré quién eres” (dis-moi qui tu hantes, je te dirai qui tu es), como a la ocurrencia de una aparición sobrenatural.
    Es decir, tal construcción verbal refiere tanto al citado dicho, como a la idea (en particular el segundo verbo, hanter) de ser atormentado por apariciones fantasmagóricas o, como decimos más coloquialmente, de ser “penados” por fantasmas.
    Por eso, a la pregunta de Breton: ¿quién soy yo?; podemos llegar a responder que yo es una casa embrujada o que yo es una casa llena de fantasmas.
    Entonces, para volver a comenzar, la idea es la siguiente: los libros tienen puertas y ventanas que conducen a diferentes piezas; puertas y ventanas por las que vamos de libro en libro, en la casa interminable de la escritura. Allí –como lectores– somos casa y fantasmas.
    Por ejemplo, en Souza –el libro anterior de Nina– una o varias puertas van a dar a El mar arriba -el libro actual-:
    ¡Qué trabajo ser persona!, [leemos en Souza] y pensar que hay quienes se complacen. Talentosos, nunca haber deseado nacer enredadera, cirros, oxígeno. Tener durante toda la vida el mismo nombre y miedo, estar destinada a tener miedo, un gran o pequeño miedo.
    Lo anterior podría haberlo escrito Luiza desde el extranjero en el reverso de una postal, una confesión sombría seguida de un saludo amoroso. Sin embargo, soy yo quien lo ha escrito, Luiza ha mejorado. Va al teatro a diario (...) La soledad ha dejado de ser un problema, a Luiza la ha adoptado una familia, una familia teatral. Si piensa en Souza escribe una carta que lleva al correo caminando, si su pensamiento es nostálgico entonces escribe para sí misma. Temo por la vida de Luiza cuando la obra acabe, sé que todos pondremos de nuestra parte para hacer que funcione, que esta mujer sobreviva, la necesitamos, necesitamos leer la historia de una mujer que sobrevive (39).
    Yo imaginé, luego de leer El mar arriba, que había alguna puerta trasera que conducía a Souza, porque me parecía que: la sinestesia del segundo libro se correspondía con la hiperestesia del primero; la figura de la máscara, con la del doble.
    Entonces volví a leer Souza –porque también tenía una deuda personal con ese libro: haberlo leído solo una vez, antes de su forma final, y terminar fantaseándolo–. Y en Souza estaba este impensado pasadizo hacia El mar arriba: la necesidad de contar/leer la historia de una mujer que sobrevive.
    Tras entrar por esa puerta me fue difícil volver a la lectura de El mar arriba con otros ojos que estos. Antes había elegido una entrada diferente: la luz y la oscuridad, la línea del horizonte, el color azul que para Goethe parece “alejarse de nosotros” (“como el cielo, como las montañas distantes”, dice en Teoría de los colores, párr. 780; como el mar arriba, añado).
    Había fantaseado esta otra entrada por un criterio casi cuantitativo: porque en once de sus fragmentos se nombra el color azul y porque hay un hiato de cuarenta páginas en el que no se nombra; hasta las últimas ocho páginas en las que es nombrado otras dos veces.
    ¿Y qué pasa en ese hiato?, ¿qué vemos por esa ventana?
    Un aligeramiento, la pérdida de un peso.
    Ese hiato comienza con el relato de un recuerdo infantil que abre a otras escenas de la infancia propia y ajena, vivida y vista, mientras en paralelo algo se desata, algo se desprende. En esas escenas aparecen la mamá (solo una vez), el papá, un vecino llamado el Compadre.
    Hay una imagen en esta escena del Compadre que me enternece. El Compadre era un vecino que tenía un nogal en el patio. El patio de ambas casas estaba dividido por una reja de malla cuadrada (o con forma de rombos más bien). Nunca se visitaban, pero a través de la reja el Compadre le regalaba nueces a la protagonista-niña.
    Un día, el compadre cae o se lanza a un pozo.
    Antes de eso [la muerte del Compadre], aparece la siguiente imagen, que sirve para sugerir la realidad de un paso sin retorno en la experiencia de una niña; una transformación o una apertura:
    El Compadre tenía un patio lindo que a ella le gustaba más que el suyo. Es posible que hayan sido las hojas secas acumuladas, los matorrales, los gatos flacos, o era tan solo que no era el suyo. No recuerda haber puesto un pie en él. Tan solo la mano empuñada que una vez cruzado el rombo se abría para sentir cómo era el aire del otro lado (76-77).
    Son fantasías, fantasmas, preguntas simples y difíciles las que aparecen en la mente de una niña: ¿cómo es el aire del otro lado?, ¿cómo es el aire del lado de la muerte?
    En el libro despuntan muchas imágenes como esta, que tienen la capacidad de sugerir sin determinar, a riesgo de pasar desapercibidas; imágenes que parecen ser la materialización de una apuesta literaria que está en el camino de extremar sus recursos. Esos que ya eran visibles en sus libros anteriores (Souza, La Extravía, que son los que he leído):
    • la concatenación desjerarquizada de elementos;
    • la puesta en relación sutil antes que la yuxtaposición;
    • la sugerencia de imágenes (mediadas por la fantasía, la sinestesia, el sueño) antes que el relato lógico y pormenorizado de hechos;
    Estos recursos montan la escena de un mundo anclado en la relación (juguetona, a veces; otras, melancólica) entre la protagonista y la narradora, que hace posible un yo que difumina su dimensión referencial, sin llegar a confundirse.
    Pero hablábamos de una ventana. Esa ventana de cuarenta páginas se abre a escenas de la infancia propia y ajena, mientras en paralelo algo se desprende. Podríamos plantearlo de otra manera, en El mar arriba, específicamente en esta gran sección central que hemos identificado con una ventana, se narra un alivio.
    No sabemos bien qué, pero algo se alivia, se pierde un peso. Y, de pronto, aparece un caballo:
    Pequeño milagro –he llegado a pensar–, la facultad de nombrar y poner en palabras, decir. Si hasta mi cuerpo se deshizo de su eterna contracción y sintió casi que moría porque nada lo sujetaba de las crines y lo obligaba a soportar. ¿Qué era aquello que mi cuerpo cargaba, y quién lo había puesto ahí? (94).
    El cuerpo es un caballo, nos dice Nina, sujetado por las crines, contraído, aguachado. El cuerpo es un caballo de carga, antes del pequeño alivio que significa deshacerse de ese peso, para ser por fin caballo.
    Este fragmento es en sí mismo una pequeña puerta (un postigo). Esta puerta con forma de caballo nos da la libertad de saltar sesenta páginas al pasado (de la 94 a la 34), donde leemos un nuevo recuerdo o fantasía de infancia (la abuela niña que, como cualquier otro animal, duerme a la intemperie, entre caballos):
    Duerme sobre sus rodillas, el lomo es su frazada. El día entero estuvo arreando caballos; mientras comían, su amiga la cubrió de abrazos. Durante siete años, todo el día lo pasaron en el cerro ella y su amiga arreando.
    No cruza el umbral, duerme afuera.
    Los hombres altos enciman su cuerpo sin hablar. Para decir algo haría falta un momento de ternura, su padre le arrojaba de vez en cuando una galleta. Retenía un sueño intacto en sus ojos, la abuela niña, sujeta a las crines de un caballo (34).
    Esta es la escena central de la breve secuencia de tres escenas a la que saltamos. Son las escenas de la madre, entre la página 32 y la 35; las escenas de la abuela y de la madre, de la madre y de la hija trenzadas. Lo que llama la atención de esta breve secuencia no es tanto su extensión (o sí), si no que esta historia que se abre podría haber sido contada de diferentes formas: más o menos extensas; con mayor o menor cantidad de recursos y referencias.
    De alguna manera, es fácil reconocer aquí ciertos sujetos históricos vinculados al campo chileno durante el siglo XX. Quizás podría ser plausible vincular esta historia con el gran ciclo de transformación económica que derivó en el desplazamiento de muchas familias del campo a la ciudad y, respecto de ese desplazamiento, examinar sus intersecciones de género y clase. Esto podría ser. Pero Nina elige otros caminos:
    Comenzaría con mi madre. Las pequeñas peripecias río abajo en un cuenco de madera. Para continuar con su madre, superpuesta a la hija haciendo girar la historia. Y la madre de aquella, la orfandad de cada una destronando el rencor. Yo construiría esa narrativa. El relato donde todos somos absueltos por la desgracia que nos antecede (32)
    Quizás haya otra alternativa. Así como en Souza, donde “la historia de una mujer que sobrevive” abría una puerta a El mar arriba, podría ser que “la secuencia de la madre” abra otra puerta, anuncie la posibilidad de otro libro (trenzado, más extraño, más sutil) en el camino de Nina, pero eso ya no depende de nosotros.

    Víctor Quezada
    25 de octubre de 2025

    "Papeles personales". Presentación de Ventanas irreales (Marginalia Editores, 2024) de Felipe Charbel (Río de Janeiro, Brasil, 1977), realizada el 21 de agosto de 2024 en Librería Inquieta, Santiago de Chile.

    Publicado en Revista Oropel. 24 de octubre de 2024.

    "Puertas de salida / Cómo vivir-juntos". Presentación de El amor oscuro de Francisco Cardemil (Santiago, 1995).

    Publicado en Revista Oropel. 15 de julio de 2022.

    En la medida en que avanzaba en la lectura de El amor oscuro (Santiago de Chile: Libros del Pez Espiral, 2022), libro de poesía de Francisco Cardemil Pérez (Santiago, 1995), se fueron formando algunas interrogantes respecto de: 

    • los espacios que habitamos o compartimos
    • la habitabilidad de esos espacios
    • las formas en las que los habitamos.

    En otras palabras: algo similar a lo que Roland Barthes llamaría “géneros de vida”.

    Y, tras estas interrogantes, apareció también la superposición de horizontes temporales y signos que configurarían -por así decirlo- la contemporaneidad del problema [del cohabitar, del vivir-juntos]:

    • horizonte neoliberal. Signos: el departamento diminuto en la gran torre o condominio residencial; las carpas, las tiendas de campaña desagregadas en las plazas, parques y otros espacios verdes
    • horizonte del estado de bienestar. Signo: el bloc en el entorno de la unidad vecinal
    • horizonte (pequeño)burgués. Signo: antiguas casonas (hoy) compartimentadas.

    Cuatro notas:

    Vivir-juntos es diferente de cohabitar.

    En la cohabitación (por ej., compartir los gastos de una vivienda y, como forma más o menos extrema, la experiencia del allegamiento) predominaría la necesidad antes que el deseo.

    En el vivir-juntos hay por supuesto necesidad, pero, principalmente, hay deseo -para no decir utopía o siquiera proyecto-. Un deseo que es tan institucional como económico; tan familiar como amoroso (o amistoso).

    El deseo del vivir-juntos tiene que ver con los afectos, la intersubjetividad y con el poder: en la medida en que ese deseo ordena el mundo en un adentro y un afuera, interioridad y exterioridad, en intimidad y exposición, en espacio privado y público, en instituciones y márgenes.

    Precisamente, el libro comienza trazando algunas de estas líneas:

    [No] sabemos de qué se trata una casa. Solo conocemos la posesión del espacio. Un adentro y un afuera. La forma en que los músculos y las distancias se aflojan o se tensan al cruzar una habitación. No somos los mismos entre lo que cubre el techo y los pasos que contamos al caminar por las veredas. Cuánto material, cuánto espacio inútil nos separa (…). Estar juntos siempre es desertar (Cardemil, 9).

    Digamos, antes de continuar: como casas y departamentos, los libros tienen diferentes puertas. Yo, aquí, solo me limitaré a elegir algunas puertas de entrada (o salida) al libro.

    Cuando Barthes dictó el curso Cómo vivir juntos (Collège de France, 1976-1977), la pregunta sobre el vivir comunitario, lo común y la comunidad venía siendo planteada de una u otra forma en el espacio político y académico en el que se desenvolvía. Era una pregunta de época [es también una pregunta de nuestra época]. Sin embargo, la especificidad del problema que se plantea Barthes en el curso es, por supuesto, literaria y, en ese sentido, explora versiones del vivir-juntos que encuentra en novelas como Robinson Crusoe de Daniel Defoe o La montaña mágica de Thomas Mann, en libros de historia antigua o ensayos como El verano griego de Jacques Lacarrière, de donde rescata la noción de idiorritmia [gr. idios (propio) + rythmós (ritmo) ≈ la vida que se vive a un ritmo propio].

    El problema que explora -a pesar de su especificidad disciplinaria-, parece apuntar fuera de lo literario, hacia lo que enuncia en términos generales como una contradicción: “Querer vivir solos y querer vivir juntos” (Barthes, 47); o como un “vivir juntos ‘bien’, cohabitar ‘bien’” (47) que, en tanto deseo, vendría a plantearse como la fuerza fantasmática de la experiencia (deseable) del vivir-juntos.

    En otro momento, tanto para desembarazarse del tema del discurso amoroso -tema del que hizo un curso (École des hautes études en sciences sociales, 1974-1976) y publicó un libro que fue éxito de ventas, Fragmentos de un discurso amoroso (1977)- como para avanzar hacia la definición del carácter marginal de las imágenes o simulaciones del vivir-juntos que le interesan, aclara que “no es el Vivir-de-a-Dos” lo que quiere explorar, sino “un fantasma de vida, de régimen, de género de vida (…). Algo como una soledad interrumpida de manera regulada: la paradoja, la contradicción, la aporía de una puesta en común de las distancias” (49).

    Delineado de esta manera, hecho el énfasis en el género de vida (con reglas, distancias y ritmos), el tema del curso encuentra su concreción en modos de existencia históricamente situados:

    • las formas de vida solitaria (de eremitas y anacoretas, por ejemplo) anteriores al edicto del emperador Teodosio I en el año 380, por el que el cristianismo cambió su estatuto de religión perseguida a religión oficial del Imperio Romano
    • y la idiorritmia como género de vida suscitado en los márgenes del Monasterio de la Gran Laura, instaurado en el año 913 por San Atanasio en el monte Athos (territorio hoy autónomo bajo soberanía griega, protegido por la UNESCO, en donde perviven 20 monasterios ortodoxos. La entrada a mujeres y niños está prohibida).

    En la revisión que realiza Barthes de ambos hitos, existen dos claves que configuran la dinámica sutil del poder (o de “los poderes”), que es el horizonte con el que se encuentra a cada tanto respecto de su discurrir sobre el problema de vivir-juntos:

    • por un lado, la institucionalización de un modo de existencia comunitario (el coenobium, convento o monasterio)
    • y, por otro, la marginalización de géneros de vida solitaria como las de eremitas y anacoretas.

    En este sentido, y en principio, el vivir-juntos que busca Barthes vendría a situarse entre lo que reconoce como “dos formas excesivas”: la soledad del eremitismo y la integración regimentada del convento; por el rescate de “una forma media, utópica, edénica, idílica: la idiorritmia” (52) que, en términos históricos, refiere al género de vida solitario del semianacoretismo desarrollado en los márgenes de los monasterios comunitarios del monte Athos en el siglo X (Lacarrière, citado en Barthes, 49, nota 21).

    La idiorritmia, a la vez marginada e integrada, da cuenta del gesto de rescate de Barthes de formas de vida deseables (ya que habría otras formas indeseables, “fantasmas horribles”) del vivir-juntos, que permitan participar en la sociedad y el presente esquivando, engañando, haciéndole trampas a los ritmos que impone el poder (cf. Barthes. “Lección inaugural”).

    Estos géneros de vida se suceden en el curso caracterizados una y otra vez en su relación negativa con el poder, al punto de reconocer en dicha relación su “único principio estable”. Anota Barthes: “Lo que el poder impone ante todo es un ritmo (de todas las cosas: de vida, de tiempo, de pensamiento, de discurso). La demanda de idiorritmia [a saber, de una vida vivida a un ritmo propio] se hace siempre contra el poder” (81). En este sentido, las formas de vida idiorrítmicas muestran una ambivalencia: son tan contrarias a cualquier otra forma de vida comunitaria, social o familiar [entendidas estas como “grandes formas represivas” (52)], como insostenible (o derechamente imposible) sería una forma de vida purificada de poder.

    En el seno de esta dinámica compleja, con visos de contradicción, se demanda un ritmo propio de vida que sortee las perturbaciones que producen los ritmos impuestos por las reglas y regímenes de la lengua y las instituciones. El deseo de la idiorritmia (esa “soledad interrumpida de manera regulada”), en la medida en que se relaciona de manera negativa con los poderes, no puede sino ser vigilado por las comunidades, entendidas estas como garantes de géneros de vida común. Aquí, Barthes identifica explícita y rápidamente la construcción social de lo común con las ideas de norma y normalización (“la norma es lo común” (146), anota).

    Aunque más o menos compleja, esta dinámica sutil del poder no carece de una dimensión material: el problema político -deslizado al paso- de la opresión social de “las marginalidades” (146). Barthes nos dice que el poder -ubicuo, plural, perpetuo-, además de las tácticas de represión policial, persecución política y social, utiliza otras herramientas más sutiles: de integración del margen a partir de su vigilancia, control, o su codificación institucional. Sugiere entonces que lo que se condena en el eremita, lo que se condena de la vida solitaria, así como lo que se condena en la figura del loco, es su anormalidad: que no participe, no se integre a los géneros de vida común: “De allí, la posición exorbitante, por ser neutra: no está ni a favor ni en contra del poder (…), quiere mantenerse fuera. Lo cual es insostenible; de allí, la intensa tensión social provocada por el loco, el marginal” (145).

    En algún lugar era posible suponer que en sus cuerpos estaban impresos los grafismos de todos los otros -lo institucional- que encarnaban en ellos un destino posible, alarmante, al traspasar la frontera de la ley transitoria de la ciudad: la ocupación permanente del espacio público, de la vía pública a costa de una voluntaria intemperie existencial (Eltit, Diamela, 14).
    El Padre Mío (1989) de Diamela Eltit es la recolección de tres momentos de habla de un loco que “habitaba en un eriazo de la comuna de Conchalí”, registrados en la década de 1980. Un habla fuera de norma, que se hace legible a partir de su montaje y relocalización institucional (el género del testimonio, la investigación, el reportaje literarios, encabezado por una escritura autorizada en un prólogo -entre comillas- “normalizador” o, en otras palabras, que codifica estéticamente dicha habla). Sin embargo, esta relación de poder que podríamos plantear de manera inmediata entre la autora y la presencia de un cuerpo reducido a “una violenta exterioridad”, no agota el gesto sin dudas dialógico y disidente de una escritora como Eltit, respecto de las otras escrituras y discursos que constituían su contemporaneidad.

    Pero si esta segunda puerta de salida al libro nos conduce a alguna parte aquí, es por otras razones. Principalmente, por la caracterización que realiza de la exterioridad de quienes llama “vagabundos urbanos”:

    • construida por medio de la acumulación del desecho social e institucional, la “saturación de prendas” y la “carnalidad maquillada de tierra”, que contravenían “el estereotipo del cuerpo higienizado y vestido según la lógica de la composición oficial” (12)
    • la exterioridad de los vagabundos (sin lugar, sin privacidad, sin adentro) transgrede la ley del espacio público (su carácter transitorio, de paso) ocupándolo permanentemente.

    En dicha exterioridad del vagabundo urbano, Eltit busca las imágenes negativas que -como el negativo fotográfico- posibiliten la obtención de un positivo: la ciudad dictatorial, la composición de sus cuerpos y costumbres. En los vagabundos -autoconstituidos en “ornamentos”, “fachadas” o “esculturas” a partir de un “trabajo con la apariencia y la exterioridad”-, Eltit señala la precariedad de la “interioridad arquitectónica” de las instituciones que devuelve al problema del vivir-juntos una de sus determinaciones más cabales: el asunto de la mirada:

    Por esto, era posible enlazar la idea que estaban dispuestos así para la mirada, para obtener la mirada del otro, de los otros y que todo ese barroquismo [su apariencia excesiva, construida a partir de la acumulación de desechos] encubría la necesidad de conseguir ser mirados, ser admirados en la diferencia límite tras la cual se habían organizado (13).
    Atendiendo al paisaje que se abre tras esta puerta, si el problema del vivir-juntos parecía suponer de alguna manera la interioridad (un espacio o una ficción cotidiana interior, íntima y propia frente al espacio público y político al que se oponía), en estas imágenes observamos algo muy distinto: el margen que -como punto de vista ahora- posibilita mirar lo íntimo a plena luz, a la intemperie. 

    Figuras, puertas y pasillos

    Un pasillo varía en extensión
    estrategias de orden nos plagan
    ancho y altura
    son sentimientos humanos
    toda ciudad es una casa

    un hombre aparece
    golpea las junturas de los vanos
    ahora vivimos juntos
    él espera que caiga nuestra puerta
    su venganza es lo material

    así se decidieron nuestras habitaciones
    cambios en el sentido del pavimento
    su textura una lengua grabada
    direcciones en placas de metal
    el color de una puerta
    maceteros para gobernar un balcón

    pero esta ventana quebrada
    pone sobre la mesa a los vecinos

    qué de nosotros podrían robar
    en la carne de los objetos
    ¿hay algo realmente propio que perder?
    preguntas desde cuándo existe el corredor
    desde cuándo existe el afuera
    si de verdad hemos salido
    después de compartirnos

    todo nos fue dado
    por necesidad humana

    estamos vendados en un callejón
    alguien más aguarda otro descuido
    ¿sabrías decir si también es humana
    nuestra necesidad?
    (Cardemil, 21-22).
    La presencia de líneas, márgenes, límites representados en el cono de luz que entra por la ventana, la jaula de sombra que proyectan las grúas de la construcción próxima sobre las paredes (29), los muros ciegos (44), acentúan la ambigüedad del espacio interior, por la que se reconfigura la oposición espacial entre interioridad y exterioridad, como dimensiones complementarias.
    En otro poema de El amor oscuro se lee una versión alternativa de estas metáforas de luz y sombra que insinúa el adentro (y allí, lo propio, lo privado, lo interior, lo íntimo) como un espacio contaminado de afuera:
    Te sacas la capucha
    dejas el abrigo
    te descalzas
    la calle solo entra
    con piedrecillas
    en las ranuras del zapato
    (“Entrada”, 25).
    Son, como podría desprenderse del libro, oposiciones ideológicas, propias de los ritmos que el poder impone a los espacios, instaladas discursivamente sobre las innegables diferencias sociales cualitativas entre vivir al interior y vivir en el exterior. Oposiciones visibles a plena luz por la conciencia de la porosidad de los límites entre espacio público y privado que entrega el margen como punto de vista crítico.

    No obstante esta conciencia, la configuración normalizadora de los ritmos de vida tiene efectos en el nivel subjetivo. En El amor oscuro estos efectos se sintetizan en el miedo a verse expuesto, el miedo a ser visto o descubierto a través de la ventana abierta o quebrada.
    Muros ciegos

    Nuestro miedo ocupa el espacio
    lo recorre de puntillas
    la ventana abierta hacia otro bloque
    nos invita a descendernos
    en un secreto adolescente

    el filo de las luces se cuela
    en nuestra falta de artificios
    las zapatillas montadas en un rincón
    la puerta admite claridad suficiente
    para distinguirlas de la sombra del ropero

    sumergimos el abdomen con cariño
    toda extremidad se suelta
    encontramos un muro
    sin agujeros (44).
    En El amor oscuro veo una subjetividad celosa ante lo público, de sí misma y sus afectos. Y a partir de ella, una configuración espacial:

    • por un lado, la afirmación de la persistencia del deseo de un adentro como búsqueda de intimidad
    • por otro, la realidad del exterior que se cuela: 
      • por la ventana: como luz, sombra y mirada
      • por la puerta: como residuo.

    Esta configuración está atravesada por la experiencia del miedo, que impele al sujeto a: estar “alerta frente a las amenazas”, resguardar “lo que podría asediar lo construido”, a buscar “lo íntimo contra lo público” (69). En este sentido -el sentido que lanza la mirada exterior que entra por la ventana- el miedo pareciera alojarse en la posibilidad más o menos cierta de que el interior se vuelque de manera completa al exterior. Y quizás en este miedo radique la insistencia en la configuración de espacios tenues, de semisombra: vestidos de luz que cubran una exterioridad que aparece como constitutiva de la identidad, una exterioridad que nos recuerda que todxs estamos más o menos lejos o dispuestos para la mirada de otro.

    … me visitan chicos de alguna comunidad cristiana que solo tienen una imposición de venir, por compasión, a la casa de reposo. (…)
    ellos observan mi cuerpo, mi ajado cuerpo, miran mis ojos, piensan en mí.
    ¿Piensan en mí? ¿En mí? (…)
    me pregunto: ¿qué ven cuando me ven?
    ¿Ven acaso el desequilibrio, este aplanamiento, estas ausencias, este hundimiento en la realidad? Me pregunto:
    ¿Qué ven cuando me ven?”
    (Rivera, Ximena, 132-133)
    La monotonía de la Casa de reposo (2013) de Ximena Rivera Órdenes es interrumpida por los horarios de visita. Monotonía e interrupción son estancias del régimen altamente ritmado en el que ancianxs y enfermxs viven sus días en la casa de reposo de la calle Pompeya, como en el seno de una “madre maligna” (130).

    El énfasis en la repetición de la pregunta que cuestiona los motivos de las visitas comunitarias (“¿qué ven cuando me ven?”) construye, me parece, un desplazamiento de nuestras expectativas, que anula la pregunta por la continuidad para el otro de una identidad (entendida aquí como imagen de sí repetible en el tiempo).

    El contenido de la pregunta y el hipotético contenido de una respuesta elidida no parecen relevantes en el texto de Rivera pues, finalmente, es ella misma quien responde en su examen de las expectativas que lee en las visitas comunitarias (“desequilibrio”, “aplanamiento”, “ausencias”, “hundimiento en la realidad”), además del hecho de su evidente carácter excepcional como habitante de la casa de reposo (es más joven, no está enferma). Escribe: “Un detalle perturbador: ellos creían que iba a dejar ahí a alguien enfermo o anciano de mi familia (…) busqué el último rincón en el que yo podría quedarme” (130). El elemento que desplaza las expectativas no es el contenido, el “qué” de la pregunta, sino el énfasis en el verbo “ver”.

    Ser otro. Así como lo planteó Diamela Eltit en El Padre Mío, más que un asunto de norma y normalización, pareciera ser que el problema de la otredad es también de orden estético, está determinado por quien mira. Otro: quien está dispuesto a la mirada. Hacia el final de los fragmentos de este diario de (sobre)vida que pudiera ser Casa de reposo, Rivera pone el acento en la relación de poder constituida por la mirada: “A los ojos de otros soy una enferma entre enfermos”; pero termina concluyendo que para poder-vivir en ese lugar, “la clave es que perdemos la intimidad” (134).

    A la exterioridad de base que señala la mirada, Rivera suma otra cualidad, que expone la dimensión estética de la otredad a la luz de un poder sin cuerpo, inasible: la pérdida de la intimidad en la casa de reposo, es -antes de todo- la pérdida de la “habilidad de un individuo o grupo de mantener sus vidas y actos personales fuera de la vista del público” (135), como se lee en la definición que a manera de epígrafe encabeza el quinto y último fragmento del texto. El relato de Rivera no parece ser comprensible solamente como la experiencia de un estar dispuesta a la mirada (como autoconstitución barroca), sino la de un no poder más que estar arrojada a la mirada.
    No me costó mucho sufrir esos cinco o seis años fuera del mundo: sin duda yo tenía disposiciones caracterológicas para ‘la interioridad’, para el ejercicio solitario de la lectura. ¿Lo que esos años aportaron? Una forma de cultura, seguramente. La experiencia de un ‘vivir-juntos’ que se caracterizaba por una excitación inmensa de las amistades, la seguridad de tener a los amigos cerca de mí, todo el tiempo, sin estar jamás separado” (Barthes, 2005b, 223-224).
    En una entrevista realizada el mismo año en que desarrollaba el curso (“¿Para qué sirve un intelectual?”. Le nouvel observateaur. 10 enero de 1977), Barthes refiere su experiencia del sanatorio en donde se internó, entre 1942 y 1946, para mejorar de tuberculosis (ese “verdadero género de vida”). De este tiempo, circula en la Web alguna fotografía del mismo Barthes, joven, en bata, mirando a la izquierda sonriente, apoyado en la biblioteca de uno de los sanatorios en la alta montaña donde se internó.


    Más allá de su pretensión, la cita de arriba me importa pues cristaliza la reflexión acerca del vivir-juntos en un deseo (el deseo que sirve como motivo del trabajo exploratorio del curso): vivir en soledad, rodeado de amigos. Un modo de vida que tiene la lectura como práctica principal: el sanatorio, con su tiempo lento y subjetivo, se parece a la biblioteca, en donde la interioridad -vivida como lectura silenciosa y solitaria, “fuera del mundo”, “fuera de la vista”- se practica. 

    Es esta idealización, esta elevación de la experiencia (de lectura) que en su grado más alto pareciera exigir la sustracción del (resto del) mundo -a saber, el escape a la política, el lenguaje y toda versión de la realidad que obligue a tomar posición (ideas que Barthes desarrolla posteriormente en el curso sobre lo neutro-; es esta idealización, decía, la que se sitúa como fondo contrastivo para el conjunto de figuras (el monje, el lector, el loco, el marginal) que delinea en el discurrir contradictorio de las notas del curso.

    Son sin duda trazos gruesos (el poder “ubicuo”, “plural”, “perpetuo”) que facilitan el reconocimiento de esas figuras despojadas de poder y, a partir de ellas, la intención de hacer de la escritura un acto todavía posible en los espacios opresivos en que su ejercicio parece tambalear.

    Valga una salvedad -un recordatorio-, cuando decimos escritura aludimos al hecho de escribir en un espacio y un tiempo determinados; a saber: escribir en un margen (el sanatorio, la biblioteca, la casa de reposo, por ejemplo); y en una temporalidad relativa [hecha de relaciones], la contemporaneidad.

    Coda o cuarta puerta de salida: Gonzalo Millán, "Dragón que se muerde la cola" (1984)

    VI

    Lanzo por la ventana
    todo el mobiliario
    del comedor, del dormitorio
    y de la sala;
    los muebles de cocina
    y la vajilla.
    Desmantelo el techo
    el piso y las paredes.
    Sumo todo lo que resta
    y al fin arrojo la ventana
    tras de la cual me descubro
    al otro lado de la calle,
    en un sitio eriazo, solo
    Víctor Quezada

    Bibliografía 

    Barthes, Roland (1993). “Lección inaugural de la cátedra de semiología lingüística del Collège de France, pronunciada el 7 de enero de 1977”. El placer del texto. México: Siglo XXI Editores.
    -------------------- (2005). Cómo vivir juntos: simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
    -------------------- (2005b). El grano de la voz: Entrevistas 1962-1980. España: Siglo XXI Editores.
    Cardemil, Francisco (2022). El amor oscuro. Santiago de Chile: Libros del Pez Espiral.
    Eltit, Diamela (1998). El Padre Mío. Santiago: Francisco Zegers.
    Millán, Gonzalo (1997). “Dragón que se muerde la cola”. Trece lunas. Santiago de Chile: FCE.
    Rivera, Ximena (2016). “Casa de reposo”. Obra completa. Valparaíso: Ediciones Libros del Cardo.


    Publicado originalmente en Ojo en tinta. 13 de junio de 2016


    El día del lanzamiento de la antología Imagen y semejanza, el pasado 19 de mayo, Germán Carrasco abrió su lectura con el poema que da inicio a Mantra de remos, libro que recién había sido publicado un par de semanas antes. Me gustaría comenzar ahora recordando ese poema pues me parece que cierta cualidad, transversal al trabajo poético de Carrasco, se actualiza aquí: una manera singular de enfrentarse a la poesía con frescura siempre renovada, de entender el texto poético en su innegable vinculación con otros textos propios y ajenos y la actitud ética y reflexiva frente al trabajo poético:


    Jamás me afilié a un grupo
    de repartición –tan jóvenes y ya en eso–.
    Leí a los vecinos para salir de la isla:
    no basta con hablar otro dialecto

    sino sentir el mantra de los remos
    sin despreciar la palabra local
    ni despreciar a hermanos mayores
    ni ignorar a hermanos menores.

    Estos versos parecen incorporar una nueva “actitud” a la obra del poeta, una “disposición” nueva que se viene a añadir al conjunto de procedimientos que han sido identificados por la crítica como propios de su poética, un sutil giro enunciativo por el que la experiencia de la lectura y la escritura parecen exponerse de manera simple, develando, por otro lado, la compleja concepción de la espiritualidad del trabajo.

    En Imagen y semejanza, antología que recorre la poesía de Carrasco desde su segundo libro, La insidia del sol sobre las cosas (1997), hasta Mantra de remos (2016), se podrá encontrar la exposición de los resultados de ese trabajo que reflexiona sobre sí mismo a través de: variaciones que recomponen versos, los estilizan y sintetizan; referencias múltiples, ironías y alusiones que abren un horizonte de receptores diversos y, al mismo tiempo, logran descentrar la particularidad de los poemas; el montaje de hablas que pugna por la desjerarquización de la lengua y sus instituciones, etc., en esta antología se expone un proyecto que se abre al uso libre de signos e imágenes con los que, como poetas y lectores, podemos identificarnos.

    Dijimos, hay una persistente cualidad que atraviesa la obra de Carrasco, pero sobre ella, ahora, parece emerger otra: el proceso mismo de construcción de un lenguaje que –como lo muestran los versos citados en un comienzo– no desprecia las voces de los mayores ni ignora las de poetas más jóvenes: un canto que se bracea y murmura mientras se navega por el mar de los dialectos, poemas a través de los que podemos relacionarnos y que  pertenecen de tal modo a nuestra manera de entender la poesía que nos asaltan ya como recuerdos.

    En el lanzamiento de Imagen y semejanza, Germán Carrasco cerró su lectura con el poema “Porque tanto depende”, publicado originalmente en Ruda (2010), antes de que los aplausos cerrasen la noche con un respeto y admiración merecidos, me encontré a mí mismo, junto al poeta, recitando al mismo tiempo estos últimos versos:

    lo que importa es el movimiento te digo
    mientras la camisa gotea en un cordel
    como exhausta bandera de rendición.

    Víctor Quezada

    Publicado originalmente en Actas III Congreso Internacional Cuestiones Críticas. Centro de Estudios de Literatura Argentina. Rosario, Argentina. Abril, 2013


    El presupuesto meta-crítico 
    “Efectivamente, el Golpe Militar produjo un silencio y un corte horizontal y vertical en todos los sistemas culturales, entre ellos, específicamente, en la literatura. El corte fue horizontal en dos sentidos. En el primero de ellos, se acalló cualquier relación de la literatura chilena con otras áreas del saber […]. En el segundo de estos sentidos, porque cambió el paradigma de la literatura chilena, generando lo que, desde aquí, denominaremos ‘una escena de la escritura’”.
    (Eugenia Brito, Campos minados, 1990: 11)

    “Eran tiempos en que la dictadura se ungía iniciadora tajante de otro momento histórico, proclamando que el Golpe de Estado había interrumpido y roto la continuidad de la historia de Chile. […] Fue un momento en que algunos privilegiaron con pasión lo que se ha llamado ‘neovanguardia’, ‘escena de avanzada’, ‘escena de escritura’ o ‘nueva escritura’, etiquetas que, muchas veces, sus animadores –artistas y críticos- además de aplicarla a un discurso con determinados rasgos, llegaron a usarlas como sinónimos de calidad e innovación indiscutibles, silenciando así, casi totalmente, otros lenguajes y formas de expresión menos experimentales”.
    (Soledad Bianchi, La memoria. Modelo para armar, 1995: 10)

    “El pensamiento crítico en Chile está siendo devastado. Si tal proyecto iniciado por la Dictadura no tuvo un éxito inmediato, la política neoliberal de la Concertación sí ha logrado instalar la indiferencia y el silenciamiento crítico. En términos mediales la pérdida es casi total, la desaparición del sujeto crítico ha sido feroz. En términos literarios la narrativa post ’90, acusa el arribismo globalizador y la desideologización de los discursos con total desenfado. […] En cuanto a la poesía, el golpe asestado por el mercado ha incidido en una actitud diferente. Sus lineamientos van así por la autogestión y muchas veces por la adscripción a una estética que sí es capaz de ver o abordar qué pasa con los procesos culturales, sociales en los que se ve inmerso nuestro país”.
    (Patricia Espinosa, Presentación de Matria de Antonio Silva, 2007).

    Las citas que abren el presente texto no tienen directamente que ver con los materiales que componen mi investigación: las secciones de literatura en El Siglo, diario perteneciente al Partido Comunista chileno, durante el periodo de Gobierno de la Unidad Popular (desde noviembre de 1970 hasta septiembre del 73). Publicadas en distintos momentos (1990, 1995, 2008, respectivamente), dichas citas desperdigan signos que podríamos leer a manera de fragmentos de una historia mayor. A través de palabras como “silencio”, “corte”, “interrupción” o, en su versión extremada, “devastación”, la historia que emerge de esas citas se confunde con la historia contemporánea de Chile.
    Como si fuese un límite interpretativo, el golpe de Estado perpetrado por los partidos de centro y de derecha además del Ejército en septiembre de 1973, con frecuencia define las lecturas contemporáneas de la poesía chilena. Y cuando pretenciosamente ocupo la palabra “contemporaneidad” me refiero a ese extenso rango de tiempo que cubren los fragmentos citados: desde mediados de los años 80 (tiempo de producción de Campos Minados) hasta la actualidad.
    De este límite histórico emergerían tanto el código “cifrado y vuelto a cifrar” de lo que Eugenia Brito llamó “escena de escritura”, como su reverso crítico. Los textos, así, de la “escena” serían signos producidos a partir de la legibilidad que la censura oficial permitió. Signos que fueron leídos rápidamente como neovanguardia, lo que en algún sentido agudizó, en un nivel simbólico, la ruptura de la continuidad histórica chilena.
    Como vemos, del silencio autoritario se derivarían dos efectos: la asunción de una neovanguardia artístico-literaria y “la exclusión de otras alternativas” menos radicales (Canovas: 21) que también fueron una respuesta a la dictadura cívico-militar. Este silenciamiento doble afectó más directa y dramáticamente al grupo de poetas que la profesora Soledad Bianchi caracterizó como “generación dispersa”; poetas que en su mayor parte tuvieron que resistir el exilio o el desplazamiento y las faltas de oportunidades dentro de Chile. Así, el límite dictatorial y sus golpes en la cultura, habrían desintegrado el “proyecto” (entre comillas) de continuidad de la “gran tradición de la poesía chilena” del que la generación del 60 era de alguna manera representante.
    Estos antecedentes son los que le permiten a Patricia Espinosa ver una situación de devastación en el ámbito cultural chileno (particularmente en lo que entendemos como crítica literaria), y son los que van formando lo que yo llamo presupuesto meta-crítico. El que podríamos definir como aquella actitud crítica que denuncia la instrumentalización y desaparición del “sujeto crítico” durante la post-dictadura (o en esta, nuestra prolongada contemporaneidad), como efecto de la lógica del mercado impuesta por el brazo intelectual del gobierno cívico-militar. Valga la pena aclarar aquí que tal “actitud” crítica trasciende las fronteras de la crítica literaria como género y es rastreable en distintos lugares: desde ficciones literarias hasta ficciones académicas como esta.


    La novedad como inminencia, una literatura imposible 

    El presupuesto meta-crítico nace con el límite histórico –que es a la vez un límite interpretativo- del golpe cívico-militar de 1973, la experiencia de la literatura en los años de la Unidad Popular, en este sentido, escaparía de su alcance, o quizás se situaría como otro límite inaccesible. Sin duda, las tácticas de reorganización y desprestigio del pasado político inmediato ejercidas por la dictadura, influyeron en la carencia de espacio de tal experiencia de la literatura en el “socialismo chileno”. Por esto, pretendo realizar ahora un acercamiento a las posibles relaciones entre poesía y política que se fraguaron en las secciones de cultura del diario El Siglo, en virtud de poder caracterizar, al menos circunstancialmente, los alcances del presupuesto meta-crítico.
    Pero antes es importante recordar que el diario El Siglo representaba –ya desde la década del cuarenta- a los sectores hegemónicos de la Izquierda chilena y, en particular, del Partido Comunista. El Siglo fue la tribuna más notoria –en el ámbito de las publicaciones de carácter nacional- de las discusiones que configuraron los acercamientos a la problemática cultural desde la Izquierda, jugando un papel destacado en la visibilización de la literatura chilena y sus prácticas durante las décadas del 40, 50 y del 60 principalmente.
    El pequeño espacio que va del año 1970 al 1973 recoge esa vigencia de alrededor de 30 años. En este periodo, el ámbito de la crítica de poesía se ve alentado por tres ejes discursivos que me interesa nombrar aquí:

    a). 70-71. La apercepción teórica influida por la experiencia cubana de vinculación de la Vanguardia Política revolucionaria con una supuesta Vanguardia Artística.
    b). 71-72. La concepción de un nuevo lenguaje, capaz de expresar y dar forma a los contenidos derivados de la nueva relación del hombre con la realidad.
    C). 72-73. La militancia política como espacio de la literatura y la lucha contra el fantasma de una “guerra civil”.

    No hablaré aquí de las intenciones de adecuación entre vanguardia política y artística y me limitaré a consignar solo los dos ejes restantes. Esto, porque me parece que en el caso chileno dicha intención implica una existencia fallida de antemano. Es difícil pensar la experiencia socialista de la UP en los mismos términos de la Revolución cubana y, es más, en Chile no hubo algo así como una Vanguardia política, mucho menos una revolución:
    Durante el primer año de Allende en la Presidencia, en el seno de la UP se produce un fenómeno especial derivado de lo que los sociólogos Manuel Antonio Garretón y Tomás Moulián llaman “doble legitimidad” de la fuerza política. Así, la UP como coalición de partidos políticos se movió entre la “adhesión instrumental […] a la democracia como principio de organización política” y “la generalización de la idea de que la sociedad chilena requería cambios profundos” (52). Estas concepciones, según los sociólogos, se reafirmaban mutuamente, lo que impidió el camino revolucionario y atajó las estrategias extra-legales, manteniendo la institucionalidad del régimen político.

    El eje discursivo que me interesa, entonces, rescatar aquí es aquel que intenta encontrar un nuevo lenguaje para la “poesía chilena joven” de esos años. Poetas como Gonzalo Millán, Hernán Miranda, Jaime Quezada o Floridor Pérez (poetas que según Soledad Bianchi pertenecerían a esa “Generación dispersa” que nombramos más arriba), eran los entonces jóvenes poetas a los que el crítico y Doctor en Filosofía Nelson Osorio nombra como esos algunos pocos que sin haber alcanzado la nueva poesía, “buscan someter el lenguaje a una nueva función”.
    En el texto publicado el 4 de abril de 1971 con el título “A propósito de la joven poesía chilena”, Osorio se pregunta por la posibilidad de un lenguaje poético nuevo. Desde una postura escéptica, declara: “no logro […] hallar en la poesía chilena actual un lenguaje que realmente dé fisonomía a la realidad del hombre contemporáneo de América”. Pero, ¿a qué se refiere Osorio cuando exige la existencia de un nuevo lenguaje y, cómo sería ese lenguaje?
    En principio, define negativamente la actitud general de la nueva poesía chilena de principios de los setenta, pues para él, los poetas confunden el lenguaje poético con la “palabra heredada” de los poetas mayores, palabra que expresa una realidad ya superada y, por tanto, no se corresponde con la nueva realidad humana que Chile y Latinoamérica estaban viviendo.
    A la concepción del lenguaje como un instrumento de transmisión neutral e indiferente de la realidad, realidad que aquí viene a ocupar el lugar de un “complejo” socio-político y micropolítico, Osorio habla de un lenguaje que sin dejar de apuntar a esa realidad (de referirla, diríamos) también expresaría la relación de los individuos con ella.
    El lenguaje al que Osorio hace alusión es el lenguaje de una “ruptura creadora” que debería nacer de los cambios operados en la manera de concebir el mundo, y que tendría “validez y jerarquía poéticas”, según sus palabras, solo si expresa y da forma (“cauce verbal” como dice) a una nueva sensibilidad, cito: “una nueva manera de amar […], una nueva manera de sentirse en el mundo, de ser amigos, amantes y compañeros, una nueva manera de ser feliz y de estar triste”.
    En este sentido, ese nuevo lenguaje es necesariamente un lenguaje por llegar, una pura inminencia de la que ve solo signos incompletos.
    Uno de esos signos incompletos es analizado en otro texto publicado el 25 de abril del mismo año bajo el título “Tres breves notas sobre poesía chilena”. En esta crítica que aborda tres libros, rescata la publicación de Arte de vaticinar (1970) del poeta Hernán Miranda Casanova (Quillota, 1941). Dice de este libro que “apunta” a una nueva poesía, y esto, por tres razones: la primera, porque se aleja de esa joven poesía chilena que a través de la “grandilocuencia” y el “patetismo” o el “facilismo ingenioso” se situaba tras la senda simulada de figuras como Pablo Neruda o Nicanor Parra. Segundo, porque el “hablante lírico”, lejos de esa actitud impostada, lograba mostrar las cosas con “curiosa impertinencia”, con “gesto atento y distanciado al mismo tiempo”. Jugando con el título del libro, Osorio dice que el hablante: “es simplemente alguien que maneja el laboratorio de la lengua para ver”. La vista, la clarividencia del poeta “clásico”, del bardo que puede vaticinar, son aquí resignificadas, porque, finalmente, ¿qué es lo que podía verse en esa poesía de Miranda, qué umbral estaba indicando? O, en un sentido más productivo, Arte de vaticinar, ¿a quién le permitía ver y cuándo?
    La tercera razón por la cual Osorio dice que este libro apunta a una nueva poesía es la clave que finalmente nos entrega la respuesta sobre ese nuevo lenguaje poético por el que se preguntó en abril del 71. Cito:

    “En un primer nivel de lectura, nada nuevo parece entregarnos ni el lenguaje ni el verso. Y nada nuevo entregarán a quien no sea capaz de comprender que la validez de una lengua poética como esta solo se manifiesta a quien sea capaz de intuirla como expresión de una actitud lírica distinta”.

    Arte de vaticinar apuntaba a una nueva poesía porque, en ese acto de mostrar su inminencia, señalaba la figura de un lector futuro, pero ante todo, de una relación intersubjetiva inédita, que estaba por formarse: el nuevo lenguaje, como inminencia, puede ser entendido, entonces, como un espacio de socialización que debía ser trabajado. Forzando la interpretación, ¿puede o no confundirse –ya que hemos venido jugando a este juego de la confusión- la inminencia de ese lenguaje del amor, la amistad y el compañerismo nuevos con la frustrada vía chilena al socialismo? Esta es una pregunta que dejaré abierta a la reflexión.
    Habíamos dicho que el tercer eje discursivo era el de la militancia política como espacio de la literatura. Sin embargo, aquí examinaré solo un texto que si bien no es paradigmático, se entronca con el segundo eje y nos permite continuar abriendo sendas para entender ese nuevo lenguaje escurridizo y fracasado.
    El texto titulado “Hace 130 años. Lastarria: una literatura nacional patrimonio de las masas” del 4 de mayo de 1972, escrito por la periodista y narradora Virginia Vidal, rescata el Discurso Inaugural de la Sociedad Literaria de 1842 pronunciado por Don José Victorino Lastarria. La Sociedad Literaria fue una agrupación de intelectuales que tuvo una corta existencia entre los años 1842 y 1843, y fue el núcleo más visible de las teorizaciones sobre la posibilidad de una literatura propiamente chilena en el contexto de la independización de la corona española. Afincada en un proyecto general de ilustración, esta Sociedad propuso nuevas concepciones para la naciente literatura nacional al promover una escritura que “tuviera cuerpo español y alma nacional” (Lihn).
    En su estilo casi afásico, Virginia Vidal habla a través de la palabra de Lastarria. Sabemos que uno de los mecanismos del discurso directo, y de la cita en particular, es el desplazamiento de contexto (Reyes). En este desplazamiento, la palabra del otro, puede ser re-significada. Por eso, Vidal no necesita mayores acotaciones para desplegar las ideas que rescata como válidas para la situación de comunicación en la que se inscribe. Así, los fragmentos citados del Discurso Inaugural van en relación con la intención de “convertir nuestra literatura en la expresión auténtica de nuestra nacionalidad”, “cortar las cadenas del yugo”, “desarrollar nuestra revolución”, “reflejar todas las afecciones de la multitud”.
    Mediante el mecanismo de la cita, Vidal parece reaccionar al clima de creciente polarización política en el que Chile se encontraba: polarización entre los partidos de centro y de derecha y la Izquierda, que señalaba la posibilidad creciente de una “guerra civil” por la insurrección militarista, pero también, de profunda crisis en el seno mismo de la Unidad Popular. Vidal, militante comunista y, por tanto, apegada a la tradición democrática y de alianzas del Partido, al citar a Lastarria parece querer reafirmar el carácter antiimperialista, antioligárquico y antifeudal que fue la estrategia política del PC chileno desde el proyecto del Frente de Liberación Nacional de los años 50 y que, además, sirvió como base fundacional de lo que “posteriormente fue el programa de gobierno de la Unidad Popular” (Daire, 145). Así, en una de las pocas ocasiones en las que interviene, Vidal expone la validez del “Discurso Inaugural de la Sociedad Literaria” principalmente en oposición a la “dictadura conservadora”, que es “expresión de la violenta reacción de la oligarquía latifundista”. 


    A manera de conclusión unas preguntas

    ¿No hay siempre una exigencia que conmueve todo ejercicio literario: crítico, académico, de creación?; más allá de los mantos que la cubren, ¿no existe siempre en el ejercicio de la crítica literaria una exigencia de compromiso, la que derivaría del sentido que la crítica lee en la obra?
    Pero, ¿qué pasa cuando el campo cultural se ve trizado por la militancia, o por las exigencias de compromiso político? ¿Qué pasa cuando el pensamiento “sale a la calle”, más bien, se encuentra con ella –o simula hacerlo-, trata de afectar –digamos por ahora- los simulacros del complejo socio-político?
    Estas preguntas marcan de alguna manera eso a lo que, pienso, el presupuesto meta-crítico que nombramos al comienzo, refiere a través de los signos de un vacío (o para ser estrictos: del silencio, el corte, la interrupción y la devastación). El vacío de la militancia política o de la interrelación entre la literatura y la vida política. 

    Víctor Quezada


    Bibliografía 

    Bianchi, Soledad. “¿Qué dicen los prefijos? Poesía chilena de los últimos treinta años”. La memoria: modelo para armar. Santiago de Chile, DIBAM y Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 1995.
    -----------------------. “Una generación dispersa”. Poesía Chilena (Miradas, Enfoques, Apuntes). Santiago de Chile, Documentas – CESOC, 1990.
    Brito, Eugenia. “Introducción”. Campos minados (Literatura post-golpe en Chile). Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1994, 2ª edición.
    Canovas, Rodrigo. “Llamado a la tradición, mirada hacia el futuro o parodia del presente”. En: Richard, N. (comp.). Arte en Chile desde 1973. Escena de avanzada y sociedad. Santiago de Chile, FLACSO, enero 1987.
    Daire, Alfonso. “La política del partido Comunista desde la Post-Guerra a la Unidad Popular”. En: Varas, A. (comp.). El partido comunista en Chile. Estudio multidisciplinario. Santiago de Chile: CESOC, 1988.
    Espinosa, Patricia. “Matria de Antonio Silva”. Letras.s5. Fecha de acceso: 22 abril 2013
    Garretón, Manuel Antonio y Moulián, Tomás. “El desarrollo de la lucha política”. La Unidad Popular y el conflicto político en Chile. Santiago de Chile: Ediciones Chile América CESOC y LOM Ediciones, 1993 (1983).
    Lastarria, José Victorino. Discurso de incorporación de D. J. Victorino Lastarria a una Sociedad de Literatura en Santiago, en la sesión del tres de mayo de 1842. Valparaíso: Impr. M. Rivadeneyra, 1842.
    Lihn, Enrique. “Alone no”. El Siglo. Santiago de Chile: 15, febrero 1964.
    Oyarzún, Pablo. “La tarea de la crítica (1989, 1993, 1997)”. Arte, visualidad e historia. Santiago de Chile, La Blanca Montaña, 1999.
    Reyes, Graciela. Los procedimientos de cita: estilo directo y estilo indirecto. Arco Libros, 1993.
    Thayer, Willy. “Crítica, nihilismo e interrupción. La avanzada después de Márgenes e Instituciones”. Philosophia.cl. Fecha de acceso: 22 abril 2013. Corpus
    Osorio, Nelson. “A propósito de la joven poesía chilena”. El Siglo. 4, abril 1971.
    ---------------------. “Tres breves notas sobre poesía chilena”. El Siglo. Santiago de Chile: 25, abril 1971.
    Vidal, Virginia. “Lastarria: una literatura nacional patrimonio de las masas”. El Siglo. Santiago de Chile: 4 de mayo de 1972.

    Publicado originalmente en No-Retornable. Vol. 11, Buenos Aires, Argentina, mayo, 2012


    Amor/Salvaje (Savage/Love) de Sam Shepard y Joseph Chaikin. Santiago de Chile: Ediciones Corriente Alterna, diciembre de 2011. Traducción de Rodrigo Olavarría.

    Amor / Salvaje (Savage / Love), que ahora revisamos en traducción del poeta y traductor chileno Rodrigo Olavarría, es una obra de teatro, aunque llega a parecer la reunión de fragmentos de conversaciones producidas en distintos momentos, con personas distintas. Y, también, parece un conjunto de poemas.
    Esto no solo por las características genéricas que toma prestadas y podemos atribuirle a la poesía (los títulos, su estructura en versos, la exacerbación del yo) sino porque, en sus momentos más logrados, consigue sintetizar sus motivos principales, dándole a cada uno de esos fragmentos a partir de los cuales se construye cierta autonomía respecto del conjunto.
    La desaparición del yo y la pregunta por el sujeto amado (por su existencia, por su ausencia, su presencia futura o su aniquilación) son dos de los motivos que alientan la producción textual, a la vez que van delineando las oportunidades de habitar los espacios amorosos de un sujeto que se determina exclusivamente por su carácter de amante, un sujeto que solo existe en la medida en que ama.
    Estos espacios que la obra despliega, van problematizando la simpleza de la interlocución: esa pregunta a un otro presente. La pregunta por el otro en Amor/Salvaje es, esencialmente, la interrogación por las posibilidades de ser otro para el que se ama, y, en última instancia, por las posibilidades de convertirse en el sujeto amado, en un objeto de deseo.
    El anhelo de ser otro va adquiriendo distintos sentidos que pasan por una gama amplia de estrategias: desde los clichés amorosos (como el del “mendigo”, el “asesino”, el “corazón inscrito” o el mito del hermafrodita), hasta operaciones de nominación, representación y presentación de sí.
    Sin embargo, lo interesante de estas estrategias consiste en su permanente puesta en crisis, en mostrar su falta de efectividad frente a una realidad inasible, cuestión que constituye parte de la inteligencia de la construcción de Amor / Salvaje.
    Así, los fragmentos que constituyen la serie “Balbuceo” (“Babble”), rondan la ineficacia de la lengua del amante para poder siquiera verter en palabras su deseo:

    “Nada
    Parece
    Nada se
    Eh
    Ajusta
    A la
    Expresión
    Que
    Yo
    Eh
    Ehm
    Quiero
    No
    Eh
    Llega”.
    O en otro sentido, el trabajo sobre el cliché amoroso, particularmente en el del motivo del hermafrodita, manifiesta la inadecuación respecto de las fuentes tradicionales. Aquí, la parte que falta al sujeto amoroso es una esencial incompletitud. La perfección del amor como cuerpo unitario es inaccesible, pues la unión con el ser amado es una pérdida, un deseo que queriendo dejar de ser lo que es, no admite sino la transformación sin medida, que no tiene otro objeto más que el de la mutación constante del deseo.
    En el fragmento “Viendo a la amada dormir” (Watching the Sleeping Lover), la insaciabilidad del deseo es visible:
    “Luego viene un anhelo
    Que no entiendo
    Porque se siente como si fuera por ti
    Pero tú estás acá
    Así que no entiendo
    El porqué de este anhelo”.
    Pero el momento que me parece de mayor interés en Amor / Salvaje es aquel donde la pregunta por y hacia el sujeto amado, se concentra en el yo amoroso, en su manera de ser y sentir, de presentarse en el mundo a sí mismo como un posible objeto de deseo. En “Enredados” (Tangled Up), la proposición de superficies de placer, de nuevas prácticas amorosas, expone la incertidumbre como una de las direcciones más claras del deseo:
    “Cuando estamos enredados en el amor
    ¿Es a mí a quien le susurras
    O es a otro?
    (…)
    Cuando muevo los ojos así
    ¿Te hace eso pensar en Marlon Brando?
    (…)
    Cuando estoy de pie y mi cuerpo apunta en una dirección
    Y mi cabeza en otra
    ¿Piensas en Mick Jagger?

    Si pudieras darme solo unas pocas pistas
    Yo podría inventar el que quieras que yo sea”.
    Y la presentación de sí, como fundamental práctica en el mundo (del amor), es tan necesaria que obliga a modificaciones físicas, a una intervención sobre el cuerpo de quien desea. Así, en “La Cacería” (The Haunt):
    “Perdí casi siete kilos para ti
    Me teñí el pelo café para ti
    Diseñé una sonrisa especial para ti
    (…)
    Cambié mi forma de caminar por ti
    Hasta cambié mi forma de hablar por ti
    Cambié totalmente mis puntos de vista para ti
    Ojalá nos encontremos pronto”.
    Como vemos, no es solo la diversificación de un deseo insaciable lo que constituye el amor, sino también, la modificación perpetua de la apariencia y de la manera de habitar el mundo. Pues el deseo es anterior al objeto amado, se realiza en dicha intervención. Cuestión que abre la pregunta hacia lo que implica el ser para uno mismo.
    Así, en la medida en que me diferencio de mí mismo puedo acceder al espacio amoroso que se re-significa como el espacio de una diferencia, de una diferenciación persistente de las posiciones que finalmente configuran al amor como una relación de poder. Lo que implica -en términos generales- que la determinación de nuestro lugar en el mundo pasa por la libertad que tenemos de “actuar” el mundo, de representarnos a nosotros mismos o -quizás- de representar la fuga de un yo monolítico:
    “Ahora actuamos de pareja enamorada
    Ahora actuamos el alejamiento
    Ahora actuamos la reconciliación
    Ahora actuamos que la reconciliación fue un éxito
    (…)
    Ahora actuamos la partida
    Ahora te veo angustiada
    Ahora te veo irte
    Ahora no siento nada”.
    Los distintos sentidos del deseo, del ser otro para uno mismo y para quien se ama, el trabajo sobre los tópicos tradicionales del discurso amoroso en Amor / Salvaje van perfilando la aparición de una nueva sensibilidad y una nueva manera -esta vez teatralizada- de enfrentar el mundo. El sujeto amoroso sale a escena consciente de que su manera fundamental de aparecer radica en el parecer para otro.

    Anexo

    Shorts (1953 - 1982). Shirley Clarke. Todos los cortometrajes de la cineasta Shirley Clarke, entre ellos: Savage / Love. Filmado en cooperación con Shepard y Chaikin:
    http://www.ubu.com/film/clarke_shorts.html

    Publicado originalmente en No-Retornable. Vol. 10, Buenos Aires, Argentina, diciembre, 2011

    Juan Rodolfo Wilcock. Italienisches Liederbuch. Traducción de Guillermo Piro (Buenos Aires, Huesos de Jibia, 2010), 59 págs.


    Italienisches Liederbuch es un libro de 34 poemas amorosos que J. R. Wilcock (narrador, poeta y crítico literario argentino) escribió en tan solo trece días y publicó en Italia el año 1974, según se nos cuenta en el epílogo-entrevista a cargo del escritor y traductor del libro, Guillermo Piro.
    Este conjunto de poemas -más allá de aquel dato biográfico que vendría a actuar aquí como garantía de una cierta pasión que sirviera de origen y fuerza a la totalidad- se sostiene por sí mismo en la red de relaciones que sugiere; movimiento que, por otro lado, construye los espacios de su realidad particular.
    Sin duda, uno de los valores de Italienisches es su poder para configurar, a pesar de su aparente concisión, una idea multidimensional del espacio donde lo real y la amada emergen.
    Tres niveles aquí se van superponiendo para generar el espacio amoroso:
    Un primer ámbito, el más simple si se quiere, otorga a la percepción de las cosas la instancia de su aparición, haciéndolas posibles:

    “Despierta, el mundo es horrendo pero qué importa,
    dentro de ti sufre una inversión
    si con los ojos abiertos lo vuelves tan atractivo” (23)
    Distinguimos un segundo nivel en el del conocimiento, que podríamos calificar de “científico” en la medida en que el vocabulario va llamando disciplinas como la física y la astronomía; mecanismo entendible desde el contexto de producción por la carrera espacial de finales de los sesenta y principios de la década del setenta.
    “estoy aquí estudiando tu cosmografía,
    tus emisiones de radio, tus sizigias,
    más exactamente tu boca y tus ojos,
    más exactamente aquello que está en el fondo de los ojos,
    y todavía más exactamente, a ti” (40)
    El tercer nivel que encuentra su lugar es el de la trascendencia místico-religiosa. En términos generales, esta construcción de lo real podría dividirse en dos realidades perfectamente diferenciables: el espacio de la historia donde la visión se opone a la tele-visión, la publicidad, el cine y, por otra parte, adquiere características científicas a través de la transposición del lenguaje de la física; y el espacio a-histórico donde la visión se vincula con el espacio del conocimiento místico.
    Sería verosímil supeditar los primeros ámbitos que caracterizan lo real a ese tercero por sus características de finalidad última, a-histórica, como dijimos, pero lo cierto es que desde un comienzo, la percepción del objeto amoroso está cruzada por todos estos ámbitos, lo que enriquece el poemario en la mezcla irónica de trascendencia y cientificismo.
    “hazme pasar de la física a la química,
    de la mecánica a la topografía
    y del estudio de la belleza en general
    a un serio examen de sus particulares,
    hazme pasar de las leyes a los fenómenos
    y de lo evidente descender a lo oculto” (37)
    La amada, en este sentido, se construye por los efectos que produce sobre el mundo o mejor, por los rastros que foto-grafía en el mundo, pues su principal manifestación es a través de la luz y el medio primordial por el cual es percibida son los ojos.
    Lo real, y la realidad de la amada, son construidos, aunque esto sea obvio, por el habla del poeta. La trascendencia y las referencias a Roma y las producciones del resto del mundo son posibles exclusivamente en el mundo creado y sus dimensiones:
    “Cuando tú, mi poesía, lees poesía,
    el cielo se oscurece con una luz verde,
    la gente huye de la orilla del mar
    por un presentimiento remoto de tormenta
    o de contraste entre los elementos,
    se enarbolan chispas en los cables del tranvía,
    y un gran silencio cae sobre la ciudad:
    es la poesía que se contempla a sí misma” (14).

    Publicado originalmente en Grifo. Número 19, septiembre de 2010

    ¿Qué suscita la aparición de una nueva palabra en poesía?, ¿qué hay detrás de la necesidad de ampliar el corpus poético? o ¿qué podrían llegar a significar estas preguntas sino una perspectiva de lectura demasiado conservadora? Estos cuestionamientos surgen necesariamente a la hora de leer Ruda, sexto libro del poeta Germán Carrasco (1971).

    Si alguna vez, anémonas, nenúfares, pámpanos, adelfas, frufrú, esplín, azúr o las vanguardias y el indigenismo de vanguardia, fueron capaces de incorporar palabras que enriquecieron el léxico y el horizonte textual de la poesía latinoamericana, apropiándose de la modernidad desde una operación transculturadora, en Ruda, la cotidianeidad (“el chardonnay frío”), el sexo (“Poesía, cunilingus, felación”) y la cultura de masas con sus representantes y tecnologías (“algún tipo / de Christina Aguilera que cumplía los sueños”, “una laptop milagrosa que ilumina la pieza”) son las matrices de tales adiciones y la superficie del discurso poético de Carrasco.

    En Ruda, la adición de palabras tradicionalmente no poéticas, la amplificación del léxico como procedimiento, el montaje de discursos heterogéneos, y la intención de mezcla de diferentes hablas en el texto literario, emergen desde el cruce entre la reflexión sobre el estatuto de la poesía y lo social como temáticas preponderantes. Dos ejes que ya habíamos observado a lo largo de su proyecto de escritura, y que redundan en la amplificación de la realidad como resistencia a las zonas “agresivamente monolingües”, es decir, como resistencia a participar libremente de una cultura con pretensiones globales.

    En tal sentido, dicho intento se encarna en dos versiones relevantes. Primero, en la apertura a realidades diversas, materializadas en los espacios de las capitales latinoamericanas: “[D]emocráticos cardenales (Chile), / malvones (Argentina), geranios (Perú, México) de tallo firme”. Y, segundo, en el énfasis plástico y cinematográfico, en el zoom sobre esas realidades representadas, en pos de desbaratar la simpleza de una mirada unívoca y general: “[Y] el momento es registrado con insidiosa crueldad por la cámara”.

    Así, como dejamos entrever, el Modernismo y las diferentes vanguardias –en sus propios contextos– bogaron por encontrarle una lengua exclusiva a la literatura. Para ello, generalmente, refirieron a la existencia de un esquema conceptual anterior al que se opusieron por su falibilidad a la hora de describir la realidad del sujeto y la expresión poética, realidad lingüística que es pura diferencia. Consecuentemente, en esta reciente entrega de Carrasco, dichos procedimientos tienen como objetivo perderle el habla a la poesía; situar su ocurrencia en el desplazamiento constante de los signos y sus significados. Pues, en el fondo, esa es la trayectoria de un texto: “[C]uántas veces te tengo que explicar / lo que importa es el movimiento te digo / mientras la camisa gotea en un cordel / como exhausta bandera de rendición”.

     Víctor Quezada