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Presentación de Ventanas irreales (Marginalia Editores, 2024) de Felipe Charbel (Río de Janeiro, Brasil, 1977), realizada el 21 de agosto de 2024 en Librería Inquieta, Santiago de Chile.

Publicado en Revista Oropel. 24 de octubre de 2024 open_in_new.

Hace un tiempo, leí(mos) Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos desde un presente en crisis, de Silvia Rivera Cusicanqui, en la edición de Tinta Limón, Buenos Aires, 2018. De esa lectura hice estas notas y recogí estas citas: para caracterizar de manera compleja lo ch’ixi. Era el tiempo intermedio (el presente) / entre octubre de 2019 y marzo de 2020.

Sentidos Ch’ixi

1. Etimológico: color

… hay que recordar el significado de la palabra ch’ixi: simplemente designa en aymara a un tipo de tonalidad gris. Se trata de un color que por efecto de la distancia se ve gris, pero al acercarnos nos percatamos de que está hecho de puntos de color puro y agónico: manchas blancas y negras entreveradas (...) (79).

2. Alegórico

a. Como tejido o marca distingue ciertas figuras/entidades: animales, piedras

(...) Un gris jaspeado que, como tejido o marca corporal, distingue a ciertas figuras –el k’usillu- o a ciertas entidades –la serpiente- en las cuales se manifiesta la potencia de atravesar fronteras y encarnar polos opuestos de manera reverberante. También ciertas piedras son ch’ixi: la andesita, el granito, que tienen texturas de colores entreverados en manchas diminutas” (79).

b. El guerrero y la tejedora: Waman Puma

“En el mundo andino prehispánico, la pareja de mayor posición social era la del guerrero y la tejedora. La violencia de aquel se hace visible en la cabeza sangrante que sostiene la mano derecha. El mandato de la vida encarnado por ella en su lenta y detallista labor textil, no era solo el polo opuesto. Los cabellos del guerrero vencido se entretejían con figuras de animales y plantas para dar fertilidad a los cultivos y muchas crías a las llamas y alpacas que entregaban a las tejedoras su vellón de colores, regalo material elemental en el que se funda el tejido (Arnold y Yapita 1998). La invasión europea trastornó violentamente este código masculino-femenino inscrito en la creación de lo social, pero nunca logrará extinguirlo por completo. Contención y violencia, entramadas en esta recreación alegórica forman una constelación qhipnayra en la que se despliegan, en el aquí-ahora, tanto sus energías vivificantes como sus abismales peligros” (56).

c. Wak’a: el tejido taypi / alegoría emancipatoria

“Habitar el mundo-de-en medio tejiendo wak’as como alegoría de la batalla cósmica entre fuerzas opuestas convierte a la violencia en un principio de otra naturaleza: lo salvaje revivifica a lo civilizado, lo femenino se opone y complementa a lo masculino; el tejido incorpora a la guerra. Esta alegoría nos lleva a la idea de un mundo ch’ixi como posible horizonte de transformación emancipatoria. Al vivir en medio de mandatos opuestos, creando vínculos con el cosmos a través de alegorías, el equilibrio ch’ixi, contradictorio y a la vez entramado, de las diferencias irreductibles entre hombres y mujeres (o entre indixs y mestizxs, etc., etc.) haría posible otro mundo” (56).

3. Político

a. El presente y la crisis

Palabras resultan insuficientes para “desmontar los bloqueos epistemológicos y las penumbras cognitivas” (38)

Esto produce en las capas dirigentes: una angustia debido a la irrupción de lo heterogéneo / lo múltiple. Solución: la búsqueda de lo uno, la totalidad, la centralización: afán modernista / modernizador

Afán basado en una premisa: progreso / en su versión contemporánea: el desarrollo (económico) (38-39).

Consecuencias: políticas del olvido: negación del pasado / las modernidades indígenas / las formas comunitarias de vida social

Estas solo aparecen como nuevo léxico de la dominación en la instrumentalización emblemática de gestos homogeneizados / concepciones filosóficas vaciadas (38-39).

b. La crisis pone en cuestión las palabras, quiebra el sentido común

“La crisis pone en cuestión las palabras, los supuestos del sentido común (…); es decir, pone en cuestión el hecho de que creemos entendernos porque damos por supuesto qué significan palabras como mercado, ciudadanía, desarrollo, descolonización, entre otras. Son palabras que tranquilizan, pero de un modo engañoso. Las he llamado ‘palabras mágicas’, porque tienen la magia de acallar nuestras inquietudes y pasar por alto nuestras preguntas. Lo que hace la crisis es quebrar esas seguridades, movernos el piso y obligarnos a pensar qué queremos decir con ellas” (40-41).

c. Irrupción de lo heterogéneo

En la crisis “las rabias de pasados no digeridos” / “de las heridas abiertas” irrumpen:

Como multiplicidades
Como imágenes dialécticas
Como constelaciones impensadas (39).

d. Ethos ch’ixi

“Al ser trasplantadas a nuestras tierras, estas formas regresivas de la modernidad han tropezado con un ethos barroco, ch’ixi, que les opuso y les opone resistencia. Desde las profundidades del tiempo histórico, el dilema del mestizaje, el asedio de la diversidad y la coetaneidad de tiempos heterogéneos han producido un choque, una crisis, una emergencia, pero también un magma inteligente del que pudieran brotar energías liberadores” (44).

Frente a las formas regresivas de la modernidad (el asedio a la diversidad) / o las “apuestas delirantes por los fetiches del desarrollo y el progreso” (70), una alternativa ética ch’ixi:

“movernos en varios mundos al mismo tiempo” (70)
“jugar a varios bandos” “sin perder el eje” (70)
“hacer al mismo tiempo que hablar” (73)
“trabajar con las manos al mismo tiempo que trabajar con la mente” (73)

e. Otra forma de resistir(se): un neutro ch’ixi / pä chuyma

“… ¿por qué tenemos que hacer de toda contradicción una disyuntiva paralizante? ¿Por qué tenemos que enfrentarla como una oposición irreductible? O esto o lo otro. En los hechos estamos caminando por un terreno donde ambas cosas se entreveran y no es necesario optar a rajatabla por lo uno o lo otro. Eso podría verse como una cosa moralmente ambivalente, como el caso de la indecisión o pä chuyma en aymara. Pero pä chuyma puede ser un corazón o entraña dividida que reconozca su propia fisura, y en ese caso podría transformarse en una condición ch’ixi” (80).

f. Otra forma de resistir(se): un neutro ch’ixi / wut walanti

“El escultor Víctor Zapana me transmitió otra noción clave, wut walanti, que es lo irreparable, aquello que se rompe, la piedra rota (…). El gesto ch’ixi surge a partir de reconocimiento de la fisura colonial, de la rotura interna que significó el double bind colonial. El wut walanti que nos regaló Don Víctor nos enseñó que hay cosas irreparables en la historia, pero que no hay que llorar por la leche derramada; que no es posible simular ni ansiar una unidad cultural perdida” (81).

4. Epistemológico

a. Horizonte de saberes al que responde: “la mal llamada cultura occidental”

“… es el lastre de la mal llamada cultura occidental, que nos pone frente a la necesidad de unificar las oposiciones, de aquietar ese magma de energías desatadas por la contradicción vivida, habitada” (83).

Consecuencias:
homogeneización / hibridación culturales; anacronismos sociales
que generan en lxs sujetxs una situación de double bind

Double bind es un término acuñado por el antropólogo Gregory Bateson para referirse a una situación insostenible de “doble constreñimiento” o “mandatos antagónicos”. Eso ocurre cuando “hay dos imperativos en conflicto, ninguno de los cuales puede ser ignorado, lo cual deja a la víctima frente a una disyuntiva insoluble, pues cualquiera de las dos demandas que quiera cumplir anula la posibilidad de cumplir con la otra”” (30). Ser indix / ser bolivianx.

b. Objetivo de una epistemología ch’ixi

Reconociendo las premisas:
-La cultura occidental es solidaria/complementaria de la crisis del presente (cf. Federici: el capitalismo es la crisis).
-La innegable heterogeneidad del presente que es, por un lado, histórica: representada en los pasados no digeridos e indigeribles; y, por otro, social: visible en la alteridad radical de las comunidades y sus demandas políticas.

Objetivo inmediato --> superar el historicismo (como continuidad del progreso) y los binarismos de la ciencia social tradicional por intermedio de:
concepto-metáforas, constelaciones alegóricas, imágenes.

Objetivo ulterior -->

En tanto lo ch’ixi se plantea como una “epistemología capaz de nutrirse de las aporías de la historia” (…) sin hacer “eco de la política del olvido” (24-25), “impulsa a habitar la contradicción sin sucumbir a la esquizofrenia colectiva” que es producto de la crisis del presente.

c. La situación de double bind de lxs sujetxs – alternativas pä chuyma / wut walanti

“Aquí usamos la traducción aymara pä chuyma para referirnos a un “alma dividida”, literalmente “doble entraña” (chuyma). Si relevamos esta expresión de sus tonalidades moralizantes, tendríamos exactamente una situación de double bind. Al reconocimiento de esta “doblez” y a la capacidad de vivirla creativamente les hemos llamado “epistemología ch’ixi, que impulsa a habitar la contradicción sin sucumbir a la esquizofrenia colectiva. Es justamente como Gayatri Spivak define double bind: “un ir y venir elíptico entre dos posiciones de sujeto en la que al menos uno de ellos –o por lo general ambos- se contradicen y al mismo tiempo se construyen entre sí”. Según ella, esto nos permitiría "aprender a vivir en medio de mandatos contradictorios” (31).

d. Habitar un espacio intermedio / un habitar ch’ixi:

“La idea es entonces no buscar la tranquilidad de lo Uno, porque es justamente una angustia maniquea; es necesario trabajar dentro de la contradicción, haciendo de su polaridad el espacio de creación de un tejido intermedio (taypi), una trama que no es ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario, es ambos a la vez” (83) (cf. Ruiz. Ahora te vamos a llamar hermano).

Espacio intermedio que no es:

“por lo tanto, una simbiosis o fusión de contrarios; tampoco es una hibridación. Y ni siquiera una identidad” (78).

e. Habitar que da cuenta del aquí-ahora como tiempo mixto / superficie en la que confluyen diversos horizontes temporales: 1973-2019

“… el hecho es que todos esos horizontes –prehispánico, colonial, liberal y populista- confluyen en la “superficie sintagmática del presente”, en el aquí-ahora del continuum vivido, como yuxtaposición aparentemente caótica de huellas o restos de diversos pasados, que se plasman en habitus y gestos cotidianos, sin que tengamos plena conciencia de los aspectos negados y críticos de estas constelaciones multitemporales. (…)

Tenemos así sintagmas: unidades mínimas de sentido que provienen de esos varios horizontes (…).

La constelación qhipnayra que así se forma nos ayuda también a comprender la resiliencia de esa multitemporalidad hecha habitus. Por ejemplo, en el momento en que alguien desprecia a un trabajador manual, está (re)produciendo un sintagma colonial. (…). Tenemos entonces una lógica de recombinación de horizontes diferenciados que se yuxtaponen como capas de diversos pasados en cada momento de nuestra vida y todo es lo encubrimos bajo la noción totalizadora de modernidad (76-78).

f. Episteme india

Un mundo ch’ixi: dotado de una confluencia de tiempos y espacios:

Un tiempo qhipnayra: en el que el futuro y el pasado son habitados desde el presente y se entreveran con otros horizontes y memorias (84).

Un espacio taypi o intermedio en el que se vive y convive creativamente en la contradicción o la fricción, sin solucionarla.

“El pensar qhipnayra [que es también un método de lectura: entresacar fragmentos pertinentes de la historia] es pensar con la conciencia de estar situadxs en el espacio del aquí-ahora (aka pacha) como un taypi que conjuga contradicciones y se desdobla en nuevas oposiciones. A su vez, estas se mezclan y entretejen, como en una wak’a atada a la cintura, zona sagrada del cuerpo. Metáfora que leemos como la textura de un proceso autoconsciente de descolonización que, sin (re)negar o evadirse de la fisura colonial, sea capaz de articular pasados y presentes indios, femeninos y comunitarios en un tejido ch’ixi, un mestizaje explosivo y reverberante, energizado por la fricción, que nos impulse a sacudir y subvertir los mandatos coloniales de la parodia, la sumisión y el silencio” (86-87).

Un mundo ch’ixi que supone una episteme india:

“… es necesario retomar el paradigma epistemológico indígena, una epistemología en la que los seres animados o inanimados son sujetos, tan sujetos como los humanos, aunque sujetos de muy otra naturaleza. Hay algo que distingue a lo indio de lo que no lo es, algo que distingue a la epistemología de los mundos alternos al capitalismo y al antropocentrismo del mundo noratlántico. Tenemos que pensar en una episteme que reconozca la condición del sujeto a lo que comúnmente se llama objetos; ya sea plantas, animales o entidades materiales inconmensurables, como las estrellas” (90).

Publicado originalmente en Revista Oropel, 15 de julio de 2022

En la medida en que avanzaba en la lectura de El amor oscuro (Santiago de Chile: Libros del Pez Espiral, 2022), libro de poesía de Francisco Cardemil Pérez (Santiago, 1995), se fueron formando algunas interrogantes respecto de: 

  • los espacios que habitamos o compartimos
  • la habitabilidad de esos espacios
  • las formas en las que los habitamos.

En otras palabras: algo similar a lo que Roland Barthes llamaría “géneros de vida”.

Y, tras estas interrogantes, apareció también la superposición de horizontes temporales y signos que configurarían -por así decirlo- la contemporaneidad del problema [del cohabitar, del vivir-juntos]:

  • horizonte neoliberal. Signos: el departamento diminuto en la gran torre o condominio residencial; las carpas, las tiendas de campaña desagregadas en las plazas, parques y otros espacios verdes
  • horizonte del estado de bienestar. Signo: el bloc en el entorno de la unidad vecinal
  • horizonte (pequeño)burgués. Signo: antiguas casonas (hoy) compartimentadas.

Cuatro notas:

Vivir-juntos es diferente de cohabitar.

En la cohabitación (por ej., compartir los gastos de una vivienda y, como forma más o menos extrema, la experiencia del allegamiento) predominaría la necesidad antes que el deseo.

En el vivir-juntos hay por supuesto necesidad, pero, principalmente, hay deseo -para no decir utopía o siquiera proyecto-. Un deseo que es tan institucional como económico; tan familiar como amoroso (o amistoso).

El deseo del vivir-juntos tiene que ver con los afectos, la intersubjetividad y con el poder: en la medida en que ese deseo ordena el mundo en un adentro y un afuera, interioridad y exterioridad, en intimidad y exposición, en espacio privado y público, en instituciones y márgenes.

Precisamente, el libro comienza trazando algunas de estas líneas:

[No] sabemos de qué se trata una casa. Solo conocemos la posesión del espacio. Un adentro y un afuera. La forma en que los músculos y las distancias se aflojan o se tensan al cruzar una habitación. No somos los mismos entre lo que cubre el techo y los pasos que contamos al caminar por las veredas. Cuánto material, cuánto espacio inútil nos separa (…). Estar juntos siempre es desertar (Cardemil, 9).

Digamos, antes de continuar: como casas y departamentos, los libros tienen diferentes puertas. Yo, aquí, solo me limitaré a elegir algunas puertas de entrada (o salida) al libro.

Cuando Barthes dictó el curso Cómo vivir juntos (Collège de France, 1976-1977), la pregunta sobre el vivir comunitario, lo común y la comunidad venía siendo planteada de una u otra forma en el espacio político y académico en el que se desenvolvía. Era una pregunta de época [es también una pregunta de nuestra época]. Sin embargo, la especificidad del problema que se plantea Barthes en el curso es, por supuesto, literaria y, en ese sentido, explora versiones del vivir-juntos que encuentra en novelas como Robinson Crusoe de Daniel Defoe o La montaña mágica de Thomas Mann, en libros de historia antigua o ensayos como El verano griego de Jacques Lacarrière, de donde rescata la noción de idiorritmia [gr. idios (propio) + rythmós (ritmo) ≈ la vida que se vive a un ritmo propio].

El problema que explora -a pesar de su especificidad disciplinaria-, parece apuntar fuera de lo literario, hacia lo que enuncia en términos generales como una contradicción: “Querer vivir solos y querer vivir juntos” (Barthes, 47); o como un “vivir juntos ‘bien’, cohabitar ‘bien’” (47) que, en tanto deseo, vendría a plantearse como la fuerza fantasmática de la experiencia (deseable) del vivir-juntos.

En otro momento, tanto para desembarazarse del tema del discurso amoroso -tema del que hizo un curso (École des hautes études en sciences sociales, 1974-1976) y publicó un libro que fue éxito de ventas, Fragmentos de un discurso amoroso (1977)- como para avanzar hacia la definición del carácter marginal de las imágenes o simulaciones del vivir-juntos que le interesan, aclara que “no es el Vivir-de-a-Dos” lo que quiere explorar, sino “un fantasma de vida, de régimen, de género de vida (…). Algo como una soledad interrumpida de manera regulada: la paradoja, la contradicción, la aporía de una puesta en común de las distancias” (49).

Delineado de esta manera, hecho el énfasis en el género de vida (con reglas, distancias y ritmos), el tema del curso encuentra su concreción en modos de existencia históricamente situados:

  • las formas de vida solitaria (de eremitas y anacoretas, por ejemplo) anteriores al edicto del emperador Teodosio I en el año 380, por el que el cristianismo cambió su estatuto de religión perseguida a religión oficial del Imperio Romano
  • y la idiorritmia como género de vida suscitado en los márgenes del Monasterio de la Gran Laura, instaurado en el año 913 por San Atanasio en el monte Athos (territorio hoy autónomo bajo soberanía griega, protegido por la UNESCO, en donde perviven 20 monasterios ortodoxos. La entrada a mujeres y niños está prohibida).

En la revisión que realiza Barthes de ambos hitos, existen dos claves que configuran la dinámica sutil del poder (o de “los poderes”), que es el horizonte con el que se encuentra a cada tanto respecto de su discurrir sobre el problema de vivir-juntos:

  • por un lado, la institucionalización de un modo de existencia comunitario (el coenobium, convento o monasterio)
  • y, por otro, la marginalización de géneros de vida solitaria como las de eremitas y anacoretas.

En este sentido, y en principio, el vivir-juntos que busca Barthes vendría a situarse entre lo que reconoce como “dos formas excesivas”: la soledad del eremitismo y la integración regimentada del convento; por el rescate de “una forma media, utópica, edénica, idílica: la idiorritmia” (52) que, en términos históricos, refiere al género de vida solitario del semianacoretismo desarrollado en los márgenes de los monasterios comunitarios del monte Athos en el siglo X (Lacarrière, citado en Barthes, 49, nota 21).

La idiorritmia, a la vez marginada e integrada, da cuenta del gesto de rescate de Barthes de formas de vida deseables (ya que habría otras formas indeseables, “fantasmas horribles”) del vivir-juntos, que permitan participar en la sociedad y el presente esquivando, engañando, haciéndole trampas a los ritmos que impone el poder (cf. Barthes. “Lección inaugural”).

Estos géneros de vida se suceden en el curso caracterizados una y otra vez en su relación negativa con el poder, al punto de reconocer en dicha relación su “único principio estable”. Anota Barthes: “Lo que el poder impone ante todo es un ritmo (de todas las cosas: de vida, de tiempo, de pensamiento, de discurso). La demanda de idiorritmia [a saber, de una vida vivida a un ritmo propio] se hace siempre contra el poder” (81). En este sentido, las formas de vida idiorrítmicas muestran una ambivalencia: son tan contrarias a cualquier otra forma de vida comunitaria, social o familiar [entendidas estas como “grandes formas represivas” (52)], como insostenible (o derechamente imposible) sería una forma de vida purificada de poder.

En el seno de esta dinámica compleja, con visos de contradicción, se demanda un ritmo propio de vida que sortee las perturbaciones que producen los ritmos impuestos por las reglas y regímenes de la lengua y las instituciones. El deseo de la idiorritmia (esa “soledad interrumpida de manera regulada”), en la medida en que se relaciona de manera negativa con los poderes, no puede sino ser vigilado por las comunidades, entendidas estas como garantes de géneros de vida común. Aquí, Barthes identifica explícita y rápidamente la construcción social de lo común con las ideas de norma y normalización (“la norma es lo común” (146), anota).

Aunque más o menos compleja, esta dinámica sutil del poder no carece de una dimensión material: el problema político -deslizado al paso- de la opresión social de “las marginalidades” (146). Barthes nos dice que el poder -ubicuo, plural, perpetuo-, además de las tácticas de represión policial, persecución política y social, utiliza otras herramientas más sutiles: de integración del margen a partir de su vigilancia, control, o su codificación institucional. Sugiere entonces que lo que se condena en el eremita, lo que se condena de la vida solitaria, así como lo que se condena en la figura del loco, es su anormalidad: que no participe, no se integre a los géneros de vida común: “De allí, la posición exorbitante, por ser neutra: no está ni a favor ni en contra del poder (…), quiere mantenerse fuera. Lo cual es insostenible; de allí, la intensa tensión social provocada por el loco, el marginal” (145).

En algún lugar era posible suponer que en sus cuerpos estaban impresos los grafismos de todos los otros -lo institucional- que encarnaban en ellos un destino posible, alarmante, al traspasar la frontera de la ley transitoria de la ciudad: la ocupación permanente del espacio público, de la vía pública a costa de una voluntaria intemperie existencial (Eltit, Diamela, 14).
El Padre Mío (1989) de Diamela Eltit es la recolección de tres momentos de habla de un loco que “habitaba en un eriazo de la comuna de Conchalí”, registrados en la década de 1980. Un habla fuera de norma, que se hace legible a partir de su montaje y relocalización institucional (el género del testimonio, la investigación, el reportaje literarios, encabezado por una escritura autorizada en un prólogo -entre comillas- “normalizador” o, en otras palabras, que codifica estéticamente dicha habla). Sin embargo, esta relación de poder que podríamos plantear de manera inmediata entre la autora y la presencia de un cuerpo reducido a “una violenta exterioridad”, no agota el gesto sin dudas dialógico y disidente de una escritora como Eltit, respecto de las otras escrituras y discursos que constituían su contemporaneidad.

Pero si esta segunda puerta de salida al libro nos conduce a alguna parte aquí, es por otras razones. Principalmente, por la caracterización que realiza de la exterioridad de quienes llama “vagabundos urbanos”:

  • construida por medio de la acumulación del desecho social e institucional, la “saturación de prendas” y la “carnalidad maquillada de tierra”, que contravenían “el estereotipo del cuerpo higienizado y vestido según la lógica de la composición oficial” (12)
  • la exterioridad de los vagabundos (sin lugar, sin privacidad, sin adentro) transgrede la ley del espacio público (su carácter transitorio, de paso) ocupándolo permanentemente.

En dicha exterioridad del vagabundo urbano, Eltit busca las imágenes negativas que -como el negativo fotográfico- posibiliten la obtención de un positivo: la ciudad dictatorial, la composición de sus cuerpos y costumbres. En los vagabundos -autoconstituidos en “ornamentos”, “fachadas” o “esculturas” a partir de un “trabajo con la apariencia y la exterioridad”-, Eltit señala la precariedad de la “interioridad arquitectónica” de las instituciones que devuelve al problema del vivir-juntos una de sus determinaciones más cabales: el asunto de la mirada:

Por esto, era posible enlazar la idea que estaban dispuestos así para la mirada, para obtener la mirada del otro, de los otros y que todo ese barroquismo [su apariencia excesiva, construida a partir de la acumulación de desechos] encubría la necesidad de conseguir ser mirados, ser admirados en la diferencia límite tras la cual se habían organizado (13).
Atendiendo al paisaje que se abre tras esta puerta, si el problema del vivir-juntos parecía suponer de alguna manera la interioridad (un espacio o una ficción cotidiana interior, íntima y propia frente al espacio público y político al que se oponía), en estas imágenes observamos algo muy distinto: el margen que -como punto de vista ahora- posibilita mirar lo íntimo a plena luz, a la intemperie. 

Figuras, puertas y pasillos

Un pasillo varía en extensión
estrategias de orden nos plagan
ancho y altura
son sentimientos humanos
toda ciudad es una casa

un hombre aparece
golpea las junturas de los vanos
ahora vivimos juntos
él espera que caiga nuestra puerta
su venganza es lo material

así se decidieron nuestras habitaciones
cambios en el sentido del pavimento
su textura una lengua grabada
direcciones en placas de metal
el color de una puerta
maceteros para gobernar un balcón

pero esta ventana quebrada
pone sobre la mesa a los vecinos

qué de nosotros podrían robar
en la carne de los objetos
¿hay algo realmente propio que perder?
preguntas desde cuándo existe el corredor
desde cuándo existe el afuera
si de verdad hemos salido
después de compartirnos

todo nos fue dado
por necesidad humana

estamos vendados en un callejón
alguien más aguarda otro descuido
¿sabrías decir si también es humana
nuestra necesidad?
(Cardemil, 21-22).
La presencia de líneas, márgenes, límites representados en el cono de luz que entra por la ventana, la jaula de sombra que proyectan las grúas de la construcción próxima sobre las paredes (29), los muros ciegos (44), acentúan la ambigüedad del espacio interior, por la que se reconfigura la oposición espacial entre interioridad y exterioridad, como dimensiones complementarias.
En otro poema de El amor oscuro se lee una versión alternativa de estas metáforas de luz y sombra que insinúa el adentro (y allí, lo propio, lo privado, lo interior, lo íntimo) como un espacio contaminado de afuera:
Te sacas la capucha
dejas el abrigo
te descalzas
la calle solo entra
con piedrecillas
en las ranuras del zapato
(“Entrada”, 25).
Son, como podría desprenderse del libro, oposiciones ideológicas, propias de los ritmos que el poder impone a los espacios, instaladas discursivamente sobre las innegables diferencias sociales cualitativas entre vivir al interior y vivir en el exterior. Oposiciones visibles a plena luz por la conciencia de la porosidad de los límites entre espacio público y privado que entrega el margen como punto de vista crítico.

No obstante esta conciencia, la configuración normalizadora de los ritmos de vida tiene efectos en el nivel subjetivo. En El amor oscuro estos efectos se sintetizan en el miedo a verse expuesto, el miedo a ser visto o descubierto a través de la ventana abierta o quebrada.
Muros ciegos

Nuestro miedo ocupa el espacio
lo recorre de puntillas
la ventana abierta hacia otro bloque
nos invita a descendernos
en un secreto adolescente

el filo de las luces se cuela
en nuestra falta de artificios
las zapatillas montadas en un rincón
la puerta admite claridad suficiente
para distinguirlas de la sombra del ropero

sumergimos el abdomen con cariño
toda extremidad se suelta
encontramos un muro
sin agujeros (44).
En El amor oscuro veo una subjetividad celosa ante lo público, de sí misma y sus afectos. Y a partir de ella, una configuración espacial:

  • por un lado, la afirmación de la persistencia del deseo de un adentro como búsqueda de intimidad
  • por otro, la realidad del exterior que se cuela: 
    • por la ventana: como luz, sombra y mirada
    • por la puerta: como residuo.

Esta configuración está atravesada por la experiencia del miedo, que impele al sujeto a: estar “alerta frente a las amenazas”, resguardar “lo que podría asediar lo construido”, a buscar “lo íntimo contra lo público” (69). En este sentido -el sentido que lanza la mirada exterior que entra por la ventana- el miedo pareciera alojarse en la posibilidad más o menos cierta de que el interior se vuelque de manera completa al exterior. Y quizás en este miedo radique la insistencia en la configuración de espacios tenues, de semisombra: vestidos de luz que cubran una exterioridad que aparece como constitutiva de la identidad, una exterioridad que nos recuerda que todxs estamos más o menos lejos o dispuestos para la mirada de otro.

… me visitan chicos de alguna comunidad cristiana que solo tienen una imposición de venir, por compasión, a la casa de reposo. (…)
ellos observan mi cuerpo, mi ajado cuerpo, miran mis ojos, piensan en mí.
¿Piensan en mí? ¿En mí? (…)
me pregunto: ¿qué ven cuando me ven?
¿Ven acaso el desequilibrio, este aplanamiento, estas ausencias, este hundimiento en la realidad? Me pregunto:
¿Qué ven cuando me ven?”
(Rivera, Ximena, 132-133)
La monotonía de la Casa de reposo (2013) de Ximena Rivera Órdenes es interrumpida por los horarios de visita. Monotonía e interrupción son estancias del régimen altamente ritmado en el que ancianxs y enfermxs viven sus días en la casa de reposo de la calle Pompeya, como en el seno de una “madre maligna” (130).

El énfasis en la repetición de la pregunta que cuestiona los motivos de las visitas comunitarias (“¿qué ven cuando me ven?”) construye, me parece, un desplazamiento de nuestras expectativas, que anula la pregunta por la continuidad para el otro de una identidad (entendida aquí como imagen de sí repetible en el tiempo).

El contenido de la pregunta y el hipotético contenido de una respuesta elidida no parecen relevantes en el texto de Rivera pues, finalmente, es ella misma quien responde en su examen de las expectativas que lee en las visitas comunitarias (“desequilibrio”, “aplanamiento”, “ausencias”, “hundimiento en la realidad”), además del hecho de su evidente carácter excepcional como habitante de la casa de reposo (es más joven, no está enferma). Escribe: “Un detalle perturbador: ellos creían que iba a dejar ahí a alguien enfermo o anciano de mi familia (…) busqué el último rincón en el que yo podría quedarme” (130). El elemento que desplaza las expectativas no es el contenido, el “qué” de la pregunta, sino el énfasis en el verbo “ver”.

Ser otro. Así como lo planteó Diamela Eltit en El Padre Mío, más que un asunto de norma y normalización, pareciera ser que el problema de la otredad es también de orden estético, está determinado por quien mira. Otro: quien está dispuesto a la mirada. Hacia el final de los fragmentos de este diario de (sobre)vida que pudiera ser Casa de reposo, Rivera pone el acento en la relación de poder constituida por la mirada: “A los ojos de otros soy una enferma entre enfermos”; pero termina concluyendo que para poder-vivir en ese lugar, “la clave es que perdemos la intimidad” (134).

A la exterioridad de base que señala la mirada, Rivera suma otra cualidad, que expone la dimensión estética de la otredad a la luz de un poder sin cuerpo, inasible: la pérdida de la intimidad en la casa de reposo, es -antes de todo- la pérdida de la “habilidad de un individuo o grupo de mantener sus vidas y actos personales fuera de la vista del público” (135), como se lee en la definición que a manera de epígrafe encabeza el quinto y último fragmento del texto. El relato de Rivera no parece ser comprensible solamente como la experiencia de un estar dispuesta a la mirada (como autoconstitución barroca), sino la de un no poder más que estar arrojada a la mirada.
No me costó mucho sufrir esos cinco o seis años fuera del mundo: sin duda yo tenía disposiciones caracterológicas para ‘la interioridad’, para el ejercicio solitario de la lectura. ¿Lo que esos años aportaron? Una forma de cultura, seguramente. La experiencia de un ‘vivir-juntos’ que se caracterizaba por una excitación inmensa de las amistades, la seguridad de tener a los amigos cerca de mí, todo el tiempo, sin estar jamás separado” (Barthes, 2005b, 223-224).
En una entrevista realizada el mismo año en que desarrollaba el curso (“¿Para qué sirve un intelectual?”. Le nouvel observateaur. 10 enero de 1977), Barthes refiere su experiencia del sanatorio en donde se internó, entre 1942 y 1946, para mejorar de tuberculosis (ese “verdadero género de vida”). De este tiempo, circula en la Web alguna fotografía del mismo Barthes, joven, en bata, mirando a la izquierda sonriente, apoyado en la biblioteca de uno de los sanatorios en la alta montaña donde se internó.


Más allá de su pretensión, la cita de arriba me importa pues cristaliza la reflexión acerca del vivir-juntos en un deseo (el deseo que sirve como motivo del trabajo exploratorio del curso): vivir en soledad, rodeado de amigos. Un modo de vida que tiene la lectura como práctica principal: el sanatorio, con su tiempo lento y subjetivo, se parece a la biblioteca, en donde la interioridad -vivida como lectura silenciosa y solitaria, “fuera del mundo”, “fuera de la vista”- se practica. 

Es esta idealización, esta elevación de la experiencia (de lectura) que en su grado más alto pareciera exigir la sustracción del (resto del) mundo -a saber, el escape a la política, el lenguaje y toda versión de la realidad que obligue a tomar posición (ideas que Barthes desarrolla posteriormente en el curso sobre lo neutro-; es esta idealización, decía, la que se sitúa como fondo contrastivo para el conjunto de figuras (el monje, el lector, el loco, el marginal) que delinea en el discurrir contradictorio de las notas del curso.

Son sin duda trazos gruesos (el poder “ubicuo”, “plural”, “perpetuo”) que facilitan el reconocimiento de esas figuras despojadas de poder y, a partir de ellas, la intención de hacer de la escritura un acto todavía posible en los espacios opresivos en que su ejercicio parece tambalear.

Valga una salvedad -un recordatorio-, cuando decimos escritura aludimos al hecho de escribir en un espacio y un tiempo determinados; a saber: escribir en un margen (el sanatorio, la biblioteca, la casa de reposo, por ejemplo); y en una temporalidad relativa [hecha de relaciones], la contemporaneidad.

Coda o cuarta puerta de salida: Gonzalo Millán, "Dragón que se muerde la cola" (1984)

VI

Lanzo por la ventana
todo el mobiliario
del comedor, del dormitorio
y de la sala;
los muebles de cocina
y la vajilla.
Desmantelo el techo
el piso y las paredes.
Sumo todo lo que resta
y al fin arrojo la ventana
tras de la cual me descubro
al otro lado de la calle,
en un sitio eriazo, solo
Víctor Quezada

Bibliografía 

Barthes, Roland (1993). “Lección inaugural de la cátedra de semiología lingüística del Collège de France, pronunciada el 7 de enero de 1977”. El placer del texto. México: Siglo XXI Editores.
-------------------- (2005). Cómo vivir juntos: simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
-------------------- (2005b). El grano de la voz: Entrevistas 1962-1980. España: Siglo XXI Editores.
Cardemil, Francisco (2022). El amor oscuro. Santiago de Chile: Libros del Pez Espiral.
Eltit, Diamela (1998). El Padre Mío. Santiago: Francisco Zegers.
Millán, Gonzalo (1997). “Dragón que se muerde la cola”. Trece lunas. Santiago de Chile: FCE.
Rivera, Ximena (2016). “Casa de reposo”. Obra completa. Valparaíso: Ediciones Libros del Cardo.


Publicado oriinalmente en Ojo en tinta. 13 de junio de 2016


El día del lanzamiento de la antología Imagen y semejanza, el pasado 19 de mayo, Germán Carrasco abrió su lectura con el poema que da inicio a Mantra de remos, libro que recién había sido publicado un par de semanas antes. Me gustaría comenzar ahora recordando ese poema pues me parece que cierta cualidad, transversal al trabajo poético de Carrasco, se actualiza aquí: una manera singular de enfrentarse a la poesía con frescura siempre renovada, de entender el texto poético en su innegable vinculación con otros textos propios y ajenos y la actitud ética y reflexiva frente al trabajo poético:


Jamás me afilié a un grupo
de repartición –tan jóvenes y ya en eso–.
Leí a los vecinos para salir de la isla:
no basta con hablar otro dialecto

sino sentir el mantra de los remos
sin despreciar la palabra local
ni despreciar a hermanos mayores
ni ignorar a hermanos menores.

Estos versos parecen incorporar una nueva “actitud” a la obra del poeta, una “disposición” nueva que se viene a añadir al conjunto de procedimientos que han sido identificados por la crítica como propios de su poética, un sutil giro enunciativo por el que la experiencia de la lectura y la escritura parecen exponerse de manera simple, develando, por otro lado, la compleja concepción de la espiritualidad del trabajo.

En Imagen y semejanza, antología que recorre la poesía de Carrasco desde su segundo libro, La insidia del sol sobre las cosas (1997), hasta Mantra de remos (2016), se podrá encontrar la exposición de los resultados de ese trabajo que reflexiona sobre sí mismo a través de: variaciones que recomponen versos, los estilizan y sintetizan; referencias múltiples, ironías y alusiones que abren un horizonte de receptores diversos y, al mismo tiempo, logran descentrar la particularidad de los poemas; el montaje de hablas que pugna por la desjerarquización de la lengua y sus instituciones, etc., en esta antología se expone un proyecto que se abre al uso libre de signos e imágenes con los que, como poetas y lectores, podemos identificarnos.

Dijimos, hay una persistente cualidad que atraviesa la obra de Carrasco, pero sobre ella, ahora, parece emerger otra: el proceso mismo de construcción de un lenguaje que –como lo muestran los versos citados en un comienzo– no desprecia las voces de los mayores ni ignora las de poetas más jóvenes: un canto que se bracea y murmura mientras se navega por el mar de los dialectos, poemas a través de los que podemos relacionarnos y que  pertenecen de tal modo a nuestra manera de entender la poesía que nos asaltan ya como recuerdos.

En el lanzamiento de Imagen y semejanza, Germán Carrasco cerró su lectura con el poema “Porque tanto depende”, publicado originalmente en Ruda (2010), antes de que los aplausos cerrasen la noche con un respeto y admiración merecidos, me encontré a mí mismo, junto al poeta, recitando al mismo tiempo estos últimos versos:

lo que importa es el movimiento te digo
mientras la camisa gotea en un cordel
como exhausta bandera de rendición.

Víctor Quezada

Publicado orginalmente en Rufián Revista. Año 5, número 24. Noviembre, 2015


¿Cómo comenzar? Muchas veces nos enfrentamos al dilema de encontrar las palabras precisas que abran el texto, así como se abren los ojos al paisaje o el obturador a la luz.

Existen comienzos luminosos (“Amanece / se abre el poema”) u oscuros (Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura / ché la diritta via era smarrita), otros deliberadamente prácticos (Call me Ishmael), pero ninguno como el del Museo de la novela de la Eterna, libro publicado más de una década después de que la última palada encerrase ¬el cuerpo de Macedonio Fernández bajo tierra.

De las 237 páginas de la primera edición completa (Centro Editor de América Latina, 1967), 118 corresponden a prólogos, prólogos de prólogos, ensayos del comienzo que señalan no solo la difi cultad que implica poner en movimiento la “novela”, sino cierta resistencia a la concepción de ese momento que inaugura la historia y, de alguna manera, la anticipa.

La cincuentena de prólogos del Museo… señala el absurdo de comenzar y, en términos abstractos, la aporía de la idea de un evento originario, pleno en su consecución de una inteligibilidad que orienta el movimiento narrativo, pues siempre se puede postular un inicio del inicio, un origen del origen que es infi nitamente referible.

En el “Prólogo que entre prólogos se empina para ver dónde, allá lejos, empieza la novela” (página 113), leemos: “Amanece en la quietud de la estancia «La Novela». Una primer ventana se abre. Un escalofrío matinal”. El inicio, la idea del origen, se alimenta de un conjunto de operaciones analógicas que lo determinan al mismo tiempo como un momento de luz y de apertura: el amanecer bucólico en la estancia se corresponde con el inicio de la novela que es una ventana que se abre a la mañana del campo. Como se señala en la edición crítica del Museo… (ALLCA XX / Universitaria, Santiago, 1993): abrir una novela es abrir una ventana hacia la vida. La parodia en Macedonio de este clásico comienzo de la novela naturalista opone a la ideología del realismo la aporía del inicio, la opacidad, la oclusión, el momento en el que el lente se obtura impidiendo el paso de la luz y hace del origen referible un inicio (infinitamente) diferido. En este sentido, la novela es imposible.

La idea del origen, como vimos, se nutre de una batería de operaciones analógicas, pero de manera más signifi cativa, de operaciones de referencia a través de las cuales el inicio idéntico a sí mismo abre el camino, señala un punto futuro de llegada y otros puntos intermedios a manera de estaciones, inconcebibles sin la referencia al evento originario que descansa en el pasado, allá lejos, donde empieza la novela. El poder del punto de partida es tal que nutre de sentido el tránsito completo de un sujeto a partir de un conjunto de encrucijadas que lo conducen hacia el encuentro de su identidad o a su desgracia.

Esta relación directa entre voluntad y la consecución de un objetivo marca -en el plano del cine- la teoría del confl icto central que Raúl Ruiz rechaza en su conocida Poética 1 (UDP, Santiago, 2013). Toda discontinuidad, toda indeterminación, toda acción inconexa, sometida a un régimen de este tipo, resulta colmada por la referencia a un evento que ilumina y estructura la historia, añadiendo trazas de causalidad entre elementos que no tienen una coexistencia necesaria. En el origen está el confl icto, la obligación a decidir.

Ruiz expone en su ardua defensa del aburrimiento (que es la defensa de cierto segmento de su cinematografía representado por películas como La hipótesis del cuadro robado de 1979) un problema práctico; un problema al que deberían enfrentarse los cineastas al momento de considerar la puesta en movimiento de un fi lme: “Se nos dice que nuestro papel consiste en llenar dos horas de la vida de unos cuantos millones de espectadores y en asegurarnos de que no se aburran” (19). Ruiz ve tras esta exigencia ciertas implicancias ideológicas. Bajo este régimen, las imágenes son subsumidas a lo que Barthes llamaría “lenguaje endoxal”: la obligación a decir, a poner en paradigma una materia que, como la visual, parece resistirse a la califi cación; en este sentido, la imagen cinematográfi ca, predeterminada por el confl icto, es imposible. Encerrada en los límites de lo que es dable decir o decidir, la materia visual se aplana y solo podemos ver la acción que es producto del cruce entre voluntad individual y objetivo conseguido, solo podemos ver el acto de decidir, la estación intermedia, la resolución de los conflictos.

Para nosotros, seres sensibles, ¿qué pudiera signifi car esta puesta en relación? La inteligibilidad que supone la idea del origen referible se consuma en la resolución feliz o desgraciada de un confl icto que es la apuesta cinematográfica de la industria del entretenimiento; apuesta que como problema práctico se soluciona en la constante obligación a buscar nuevas fuentes de diversión para evitar la ansiedad de una vida que se vacía en cada espectáculo, para “distraer la distracción mediante distracciones” (19). Como dirían Ruiz y los primeros padres cristianos, en el origen está la acedia, la tristitia, el demonio del mediodía.

Frente a la teoría del confl icto central, Ruiz propone la concatenación de microacciones que dispersan la dirección única, el sentido preestablecido que marca el camino de la decisión, de la puesta en paradigma. Microacciones que desestabilizan la teoría del conflicto central y rehúyen la imposición de la toma de decisión que es, finalmente, el imperativo político, ideológico, que pareciera fundar todo trabajo estético. Como en lo neutro en Barthes –el conjunto de gestos que intentan escapar de la cultura- en Ruiz las microacciones desbaratan el paradigma del confl icto, renuncian a la toma de posición.

Contra el confl icto, contra la obligación a decir, Ruiz propone el trabajo taciturno (del latín tacere: “callar”) de la mostración cinematográfica, único lenguaje capaz de formalizar los gestos aprendidos, los ruidos y onomatopeyas que escapan a la univocidad del sentido, las relaciones entre los cuerpos filmados que configuran los géneros de la cotidianidad, aquellos “estilemas” que conforman la materia irreducible de un conjunto de ideolectos o estilos, “artes a medio camino; artes de tomarse un trago, de decir salud […]. Estos estilemas solamente pueden ser registrados a través del cine; se resisten a ser descritos porque no son verbales. Es un lenguaje no verbal” (Ruiz. Entrevistas escogidas – fi lmografía comentada, UDP, Santiago, 2013, 29).

Para finalizar, les propongo que imaginemos una película sobre un hombre atrapado bajo tierra que, con el fi n de asegurar su salvación, solo posee una linterna. Si consideramos la teoría del confl icto central, este hombre se debatiría entre entregarse a una vida en la oscuridad que asegura su muerte o tratar de sobrevivir buscando con todas sus fuerzas vitales un modo de escapar. Sabemos que, al fi nal de la película, nuestro héroe encontrará la salida, ayudado por la luz de la linterna que orienta su destino. En la escena concluyente, verá por supuesto el círculo radiante del día de campo al final del túnel, mientras aparecen los créditos.

Ahora bien, ¿qué gestos modificarían el rostro de nuestro héroe, qué exclamaría, qué podría decir si, al continuar su camino, al tiempo que el disco del día se agranda, cae en cuenta de que aquella luz al final del túnel no es más que la luz de una linterna sostenida por otro hombre igualmente perdido que camina en sentido contrario? Los gestos de ambos hombres son la materia de una secuela interminable.


Víctor Quezada

Publicado originalmente en Rufián Revista. Año 3, número 15. Septiembre de 2013

El papel de la cultura en la sociedad estaba cifrado en la búsqueda de una nueva conciencia que acompañase y diera sustento simbólico a la preparación del socialismo. Se tramaba, así, una vía hacia formas culturales en las que los valores de la clase obrera tendrían que ocupar un contenido dominante, y la cultura misma transformarse en una práctica fundamental de la vida cotidiana.

Una cultura nueva, nacional y democrática 

La cultura fue, desde el inicio, parte de las prioridades del gobierno de la Unidad Popular, pues se entendió que a través de ella se afianzaría la profundidad de los cambios involucrados en el camino al socialismo. En el Programa Básico de Gobierno de diciembre de 1969, se consigna: 

La cultura nueva no se creará por decreto; ella surgirá de la lucha por la fraternidad contra el individualismo; por la valoración del trabajo contra su desprecio; por los valores nacionales contra la colonización cultural; por el acceso de las masas populares al arte, la literatura y los medios de comunicación contra su comercialización (p. 28). 

El papel de la cultura en la sociedad estaba cifrado en la búsqueda de una nueva conciencia que acompañase y diera sustento simbólico a la preparación del socialismo. Se tramaba, así, una vía hacia formas culturales en las que los valores de la clase obrera tendrían que ocupar un contenido dominante, y la cultura misma transformarse en una práctica fundamental de la vida cotidiana.

Sin embargo, más allá del lugar otorgado a la cultura en sus intenciones programáticas, es un hecho que la Unidad Popular, constreñida por la contingencia política, no alcanzó siquiera a proponer un modelo cultural conciso, definido con claridad (1): en el programa se precisó su carácter nacional, pero en simple oposición a los modelos culturales importados, además de la tentativa de asegurar su acceso a las “masas populares”, dos puntos que tenían completa consonancia con los valores antiimperialistas y antioligárquicos que marcaron el perfil del programa de gobierno. Esta laxitud en la definición de la cultura nueva, su carácter abierto, sumado el fracaso en la implementación del Instituto Nacional del Arte y la Cultura (prometido como una de las 40 medidas de aplicación inmediata en la campaña electoral del 70), dejaron a la cultura que acompañaría a la etapa pre-socialista en un estado de ambigüedad que posibilitó su desarrollo crítico desde dos instancias fundamentales: las producidas en el entorno universitario por cierta “intelectualidad de izquierda” de carácter heterogéneo (Canto, 2012) y las que surgieron desde el frente de cultura del Partido Comunista.

El Taller de escritores de la Unidad Popular

Del contexto modernizador que se vivió en el entorno universitario durante la década del 60 (2), emerge el Taller de escritores de la Unidad Popular, un grupo de narradores, poetas, ensayistas y críticos literarios que, empapados por el ambiente revolucionario, quisieron, a dos meses de la ratificación del triunfo en la carrera presidencial de Salvador Allende, participar de la construcción de la cultura que por esos años se fraguaba en Chile. A través de la revista Cormorán, publicaron el documento: “Por la creación de una cultura nacional y popular”, en donde discuten el Programa de Gobierno de la UP relevando la necesidad de una instancia organizativa central que otorgase valor institucional al desarrollo cultural.

¿Pero qué entendieron estos escritores por desarrollo cultural? Si en el Programa de Gobierno la cultura nueva quedaba definida por dos características generales (ser nacional y democrática), la propuesta del Taller de escritores, haciendo propios tales aspectos, puede entenderse como la formulación de un proyecto contra la alienación, en el que se percibía a la cultura como un agente de subjetivación política, pues:

si ha de haber un ingreso al territorio de la libertad, el combate debe librarse donde estalla el conflicto: en el interior de nuestras conciencias, y con las únicas armas que disponemos: las armas traicioneras del subdesarrollo, siempre prontas a volverse contra el mismo ser que las empuña (p. 7).

En este sentido, el papel del artista y del intelectual vendría a ocupar un lugar de “vanguardia del pensamiento”. El intelectual de la etapa presocialista cumpliría un “complejo papel orientador”, de crítico permanente y “conciencia vigilante” del proceso de advenimiento de la sociedad nueva; el intelectual de izquierda pondría las herramientas de análisis de la compleja realidad al alcance del “pueblo”, sería su traductor “cuando el lenguaje especializado las haga inabordables” (p. 8); al generar conciencia crítica, el intelectual de izquierda permitiría la liberación del pueblo, con lo que se emprendería el verdadero proceso de revolución, aquel que podría saturar a la sociedad entera de un “contenido que hoy no podemos siquiera vislumbrar. [El pueblo] será el verdadero actor y sólo entonces se habrá inaugurado el verdadero proceso” (p. 8).

En la etapa de transición al socialismo, el Taller de escritores entendió la tarea del intelectual dentro de la institucionalidad como una tarea pedagógica, en algunos casos de traducción, una tarea que generaría la autocrítica necesaria en el pueblo para abrir paso “al nacimiento de un lenguaje propio que suplante al lenguaje alienado […] y que sea auténticamente revelador de nuestras características esenciales” (p. 8).

El Frente de cultura del PC

En la “Asamblea Nacional de Trabajadores de la Cultura” realizada a un año de la elección presidencial, el PC concluyó que las tentativas culturales del gobierno eran insuficientes en su propósito de lograr que la ideología del proletariado “llegara a ser el contenido cultural dominante de la nueva sociedad” (Albornoz, p. 164), por lo que se hacía un llamado a acelerar ese proceso mediante la implementación definitiva del INAC y, además, a través de la organización de los actores culturales para propiciar –en palabras del encargado del frente de cultura del PC, Carlos Maldonado- “un diálogo íntimo entre el pueblo y sus creadores, pero no sólo a través de sus obras o de encuentros ocasionales, sino en un conocimiento vital y diario” (citado en Albornoz, p. 165).

Asimismo, en un texto publicado en el primer número de la revista cultural La quinta rueda en octubre de 1972, Carlos Maldonado vuelve a insistir en que la cultura es un problema que no se puede eludir y que debe desarrollarse paralelamente al trabajo del gobierno en otros frentes, con el fin de crear nuevas formas de vida cultural que superen el esquema clasista, a la vez que desarrollen su estricto carácter nacional, porque “no se trata tampoco de imitar modelos de los países de Europa socialista, Cuba o China” (p. 12).

Para Maldonado el papel del “pueblo” es fundamental en este proceso y, en algún sentido, difiere de las primeras propuestas del Taller de escritores de la Unidad Popular, pues la lucha principal del desarrollo cultural es contra la “cultura como privilegio de una clase determinada; [que] en el fondo le ayuda a mantener su dominación […] estrechamente entrelazada con los intereses del imperialismo” (p. 12). El papel del intelectual militante, por tanto, es contribuir “con elementos de reflexión y con acciones concretas”, pero la meta general es “la participación popular en el proceso cultural” (p. 12). Alejándose de las concepciones que entendían a la cultura como la producción vertical de objetos artísticos en las que los receptores tenían un rol pasivo, Maldonado es claro en decir que la cultura es, antes que todo, una manera de construir las nuevas formas de vida popular de la sociedad futura, las que proliferarán desde la herencia cultural misma del pueblo:

La cultura no es un adorno ni un mero pasatiempo para ociosos. Cultura es la capacidad de un pueblo para construir su futuro de acuerdo con las peculiaridades de su medio, de su propio pensar, sentir y hacer. Esta comprende desde sus formas de organización, pasando por sus objetivos políticos, económicos y sociales, sus conceptos morales, etc., hasta sus auténticas expresiones musicales, literarias o teatrales. El pueblo no es ni ha sido nunca ajeno a este quehacer. Posee sus propias manifestaciones culturales que debe enriquecer y desarrollar (p. 12).

¿Un proyecto inmunológico?

Esta escena discursiva en la que la posición del intelectual y su papel contra la alienación en la empresa re-organizativa de la sociedad fue uno de los principales ejes, el historiador Martín Bowen (2008) la entiende como el proceso inicial de un “programa inmunológico de izquierda” de carácter transversal que tuvo por finalidad, en una primera etapa, generar una conciencia crítica en el proletariado en virtud de crear sujetos autónomos y, luego, la generación de comunidades de sentido y de espacios colectivamente determinados.

El proceso de generación de conciencia crítica entendió que la función de la producción artística –y de la creación en un sentido general– era la de “revelar la realidad”, no de reflejarla o representarla, sino de desenmascararla exponiendo su dimensión ideológica en aras de comprenderla críticamente (3).

La creación, entonces, en este primer proceso del proyecto inmunológico, portaba una “promesa emancipatoria” que produjo una reformulación de la idea del arte como esfera autónoma, con un lenguaje y unas prácticas propias, hacia la tentativa de considerarlo como parte integrante del proceso cultural, de una cultura que no podía sino ser la manifestación esencial del pueblo. El desarrollo de la práctica estética, además de impugnar la naturalización de un orden desigual, debía delinear un nuevo modelo social que integrara a las masas populares (Canto, 2012).

La concepción de ese nuevo modelo social condujo, como parte del proceso de reconfiguración comunitaria del proyecto inmunológico, a la creación de “modos de convivencia particulares, asociados a fuertes sentimientos de pertenencia” (Bowen), en los que, por ejemplo, la fundación de la Editora Nacional Quimantú, ocupó el lugar de mayor visibilidad, convirtiéndose, a partir de 1972, en el principal productor de arte bajo el control estatal, y en el proyecto editorial y social más ambicioso de la historia de Chile.

La proyección de una sociedad lectora, aunque fundada en una visión iluminista de la cultura que privilegió al libro como medio superior de transmisión de conocimientos, quiso producir, además, una cultura “para” las masas en virtud de profundizar la democracia que fue, quizás, el objetivo más relevante del proyecto global de la Unidad Popular. Quimantú operó la re-integración de la cultura ilustrada para un ámbito de receptores que sobrepasó los de su circuito tradicional, diversificando la distribución; además, apelando a los ciudadanos, construyó la figura de un lector que deseaba participar de la cultura y la política, pasando a tener un rol más activo en la sociedad.

En este sentido entendemos, entonces, las políticas editoriales de Quimantú: los tirajes que fluctuaron entre los 30.000 y los 100.000 ejemplares, los precios de acceso popular, la tentativa de editar un libro semanal; políticas que apuntaron, en el caso de la colección “Nosotros los chilenos”, a la “constitución de una identidad cultural nacional” por la que el patrimonio popular ingresaba “al canon vivo de la sociedad y la cultura chilena” (Subercaseaux, 2000, p. 144), o que quisieron, a través de otras colecciones como “Camino Abierto” o “Cuadernos de Educación Popular”, construir un sujeto políticamente culto y comprometido con el proceso de transición al socialismo.

La música de la palabra “compañero”

Destacamos del Programa básico de Gobierno de la Unidad Popular, el carácter nacional y democrático de la cultura, desoyendo quizás un aspecto primitivo y, por tanto, difícil de conceptualizar. Recordemos: “La cultura nueva no se creará por decreto; ella surgirá de la lucha por la fraternidad contra el individualismo”.

Creo que este fragmento del Programa de Gobierno –la tercera característica de la cultura nueva, bien distinta de la naturaleza, finalmente, “concreta” de las otras dos– nos llama a reflexionar sobre una dimensión, digamos, teórica, que enmarcaría una pregunta bastante árida. Si la cultura nueva surgirá de la lucha contra el individualismo, ¿qué significa la música de la palabra “compañero”?:

Música de la U.P, música de la palabra ‘compañero’ (...). El régimen de Salvador Allende pudo tener los orígenes sociales, históricos, económicos que se quiera. Pero, para quienes lo vivimos a través de la música de la palabra ‘compañero’, constituyó la única experiencia ético-política de nuestra vida, de nuestra absoluta superioridad moral –ese ser distinto, de otra especie– sobre otros quienes nada supieron de la palabra ‘compañero’. (...) Música, palabra, que dice cuáles eran las fuerzas de ese proceso histórico y nos señala –sólo eso– la posibilidad de un co-responder a ese proceso. ‘Compañero’. Pues una cosa es Salvador Allende, otra esa música ‘compañero Presidente’, ese fundamento de la grandeza de Salvador Allende. Atenuándose, las desigualdades persistían entre nosotros; iguales éramos, sin embargo, al saludarnos como ‘compañero’ (Patricio Marchant, citado en Bowen).

Este signo de la fraternidad (la música de la UP, la música de la palabra “compañero”) se inscribe, de alguna manera, es cierto, en el proceso de reorganización comunitaria que creo, finalmente, es el fundamento de la experiencia de la cultura en la vía chilena al socialismo; pero, formando parte de él, me parece que no es reductible a ese proceso: es, primero, la música como la mera posibilidad de la palabra “compañero” y, luego, su enunciación efectiva, su ocurrencia perdida en el pasado.

La música de la palabra “compañero”, si es que es la pura posibilidad de lo fraterno y, así, no un signo más desarrollado, podría conceptualizarse mediante lo que Charles S. Peirce entiende por cualidad.

Pero ¿qué es una cualidad? Peirce nos dice que “una cualidad es una mera potencialidad abstracta”. Sin llegar a tener una “identidad perfecta”, una cualidad es una “similitud” o una “identidad parcial” (§422), no es un fenómeno, un hecho o una existencia, una cualidad es la “idea de un fenómeno” (§404). Una cualidad, entonces, es lo potencial del signo sin llegar a su existencia concreta; así, es la musicalidad de la palabra “compañero”, no el signo mismo de lo fraterno, sino que su “posibilidad de concretarse” (Magariños, p. 89), ese carácter general del signo sin el cual sería imposible su existencia.

Habría una musicalidad, entonces, pero también hay, “al saludarnos como compañero”, una música que es vínculo intersubjetivo, un índice de la fraternidad. Es la musicalidad –según el Programa– de la lucha “contra el individualismo” y es –según Marchant– la música de la igualdad entre los hombres (“las desigualdades persistían entre nosotros; iguales éramos, sin embargo, al saludarnos como ‘compañero’”).

*

El signo de la cultura nueva en la vía chilena al socialismo debía ser nacional, democrático y fraterno, un signo configurado por, al menos, tres dimensiones que son las que, por otro lado, señalarían las condiciones de producción de sentido de la cultura del periodo. Así:

-El proyecto contra la alienación, de generación de conciencia crítica contra la “falsa conciencia” que marcó las discusiones sobre el papel del intelectual de izquierda y del intelectual militante, lo entendemos como parte de las tentativas de creación de una identidad nacional que quiso encontrar en “el pueblo” su inasible punto de llegada.

-Las intenciones democráticas de crear una cultura “para” las masas (y sus prácticas efectivas, como en el caso de la Editora Nacional Quimantú), trazaron las bases de la creación de espacios colectivamente determinados, por los que un lenguaje y una manera de vivir comunes, pudieran nacer como formas futuras.

-Lo fraterno, en su carácter general, abstracto, vendría a representar, pienso, la posibilidad misma del proyecto de la cultura nueva y, con ella, de una identidad y de un lenguaje nuevo. Lenguaje del que el profesor Nelson Osorio, crítico de “El Siglo”, vio, en la poesía chilena joven del periodo, signos inminentes aunque incompletos (4 de abril, 1971):

…una nueva manera de amar […], una manera nueva de sentirse en el mundo, de ser amigos, amantes y compañeros, una nueva manera de ser feliz y de estar triste. Y eso es lo que no tiene aún expresión y lenguaje en la poesía ‘nueva’.

Entendemos lo fraterno –inminente, incompleto, general- como posibilidad de existencia de la experiencia de la cultura en la etapa pre-socialista; creemos que esta tercera dimensión se construyó como el espacio posible del proyecto de reconfiguración comunitaria de la sociedad chilena.

Víctor Quezada


BIBLIOGRAFÍA

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Publicado originalmente en Actas III Congreso Internacional Cuestiones Críticas. Centro de Estudios de Literatura Argentina. Rosario, Argentina. Abril, 2013


El presupuesto meta-crítico 
“Efectivamente, el Golpe Militar produjo un silencio y un corte horizontal y vertical en todos los sistemas culturales, entre ellos, específicamente, en la literatura. El corte fue horizontal en dos sentidos. En el primero de ellos, se acalló cualquier relación de la literatura chilena con otras áreas del saber […]. En el segundo de estos sentidos, porque cambió el paradigma de la literatura chilena, generando lo que, desde aquí, denominaremos ‘una escena de la escritura’”.
(Eugenia Brito, Campos minados, 1990: 11)
“Eran tiempos en que la dictadura se ungía iniciadora tajante de otro momento histórico, proclamando que el Golpe de Estado había interrumpido y roto la continuidad de la historia de Chile. […] Fue un momento en que algunos privilegiaron con pasión lo que se ha llamado ‘neovanguardia’, ‘escena de avanzada’, ‘escena de escritura’ o ‘nueva escritura’, etiquetas que, muchas veces, sus animadores –artistas y críticos- además de aplicarla a un discurso con determinados rasgos, llegaron a usarlas como sinónimos de calidad e innovación indiscutibles, silenciando así, casi totalmente, otros lenguajes y formas de expresión menos experimentales”.
(Soledad Bianchi, La memoria. Modelo para armar, 1995: 10)

“El pensamiento crítico en Chile está siendo devastado. Si tal proyecto iniciado por la Dictadura no tuvo un éxito inmediato, la política neoliberal de la Concertación sí ha logrado instalar la indiferencia y el silenciamiento crítico. En términos mediales la pérdida es casi total, la desaparición del sujeto crítico ha sido feroz. En términos literarios la narrativa post ’90, acusa el arribismo globalizador y la desideologización de los discursos con total desenfado. […] En cuanto a la poesía, el golpe asestado por el mercado ha incidido en una actitud diferente. Sus lineamientos van así por la autogestión y muchas veces por la adscripción a una estética que sí es capaz de ver o abordar qué pasa con los procesos culturales, sociales en los que se ve inmerso nuestro país”.
(Patricia Espinosa, Presentación de Matria de Antonio Silva, 2007).

Las citas que abren el presente texto no tienen directamente que ver con los materiales que componen mi investigación: las secciones de literatura en El Siglo, diario perteneciente al Partido Comunista chileno, durante el periodo de Gobierno de la Unidad Popular (desde noviembre de 1970 hasta septiembre del 73). Publicadas en distintos momentos (1990, 1995, 2008, respectivamente), dichas citas desperdigan signos que podríamos leer a manera de fragmentos de una historia mayor. A través de palabras como “silencio”, “corte”, “interrupción” o, en su versión extremada, “devastación”, la historia que emerge de esas citas se confunde con la historia contemporánea de Chile.
Como si fuese un límite interpretativo, el golpe de Estado perpetrado por los partidos de centro y de derecha además del Ejército en septiembre de 1973, con frecuencia define las lecturas contemporáneas de la poesía chilena. Y cuando pretenciosamente ocupo la palabra “contemporaneidad” me refiero a ese extenso rango de tiempo que cubren los fragmentos citados: desde mediados de los años 80 (tiempo de producción de Campos Minados) hasta la actualidad.
De este límite histórico emergerían tanto el código “cifrado y vuelto a cifrar” de lo que Eugenia Brito llamó “escena de escritura”, como su reverso crítico. Los textos, así, de la “escena” serían signos producidos a partir de la legibilidad que la censura oficial permitió. Signos que fueron leídos rápidamente como neovanguardia, lo que en algún sentido agudizó, en un nivel simbólico, la ruptura de la continuidad histórica chilena.
Como vemos, del silencio autoritario se derivarían dos efectos: la asunción de una neovanguardia artístico-literaria y “la exclusión de otras alternativas” menos radicales (Canovas: 21) que también fueron una respuesta a la dictadura cívico-militar. Este silenciamiento doble afectó más directa y dramáticamente al grupo de poetas que la profesora Soledad Bianchi caracterizó como “generación dispersa”; poetas que en su mayor parte tuvieron que resistir el exilio o el desplazamiento y las faltas de oportunidades dentro de Chile. Así, el límite dictatorial y sus golpes en la cultura, habrían desintegrado el “proyecto” (entre comillas) de continuidad de la “gran tradición de la poesía chilena” del que la generación del 60 era de alguna manera representante.
Estos antecedentes son los que le permiten a Patricia Espinosa ver una situación de devastación en el ámbito cultural chileno (particularmente en lo que entendemos como crítica literaria), y son los que van formando lo que yo llamo presupuesto meta-crítico. El que podríamos definir como aquella actitud crítica que denuncia la instrumentalización y desaparición del “sujeto crítico” durante la post-dictadura (o en esta, nuestra prolongada contemporaneidad), como efecto de la lógica del mercado impuesta por el brazo intelectual del gobierno cívico-militar. Valga la pena aclarar aquí que tal “actitud” crítica trasciende las fronteras de la crítica literaria como género y es rastreable en distintos lugares: desde ficciones literarias hasta ficciones académicas como esta.


La novedad como inminencia, una literatura imposible 

El presupuesto meta-crítico nace con el límite histórico –que es a la vez un límite interpretativo- del golpe cívico-militar de 1973, la experiencia de la literatura en los años de la Unidad Popular, en este sentido, escaparía de su alcance, o quizás se situaría como otro límite inaccesible. Sin duda, las tácticas de reorganización y desprestigio del pasado político inmediato ejercidas por la dictadura, influyeron en la carencia de espacio de tal experiencia de la literatura en el “socialismo chileno”. Por esto, pretendo realizar ahora un acercamiento a las posibles relaciones entre poesía y política que se fraguaron en las secciones de cultura del diario El Siglo, en virtud de poder caracterizar, al menos circunstancialmente, los alcances del presupuesto meta-crítico.
Pero antes es importante recordar que el diario El Siglo representaba –ya desde la década del cuarenta- a los sectores hegemónicos de la Izquierda chilena y, en particular, del Partido Comunista. El Siglo fue la tribuna más notoria –en el ámbito de las publicaciones de carácter nacional- de las discusiones que configuraron los acercamientos a la problemática cultural desde la Izquierda, jugando un papel destacado en la visibilización de la literatura chilena y sus prácticas durante las décadas del 40, 50 y del 60 principalmente.
El pequeño espacio que va del año 1970 al 1973 recoge esa vigencia de alrededor de 30 años. En este periodo, el ámbito de la crítica de poesía se ve alentado por tres ejes discursivos que me interesa nombrar aquí:

a). 70-71. La apercepción teórica influida por la experiencia cubana de vinculación de la Vanguardia Política revolucionaria con una supuesta Vanguardia Artística.
b). 71-72. La concepción de un nuevo lenguaje, capaz de expresar y dar forma a los contenidos derivados de la nueva relación del hombre con la realidad.
C). 72-73. La militancia política como espacio de la literatura y la lucha contra el fantasma de una “guerra civil”.

No hablaré aquí de las intenciones de adecuación entre vanguardia política y artística y me limitaré a consignar solo los dos ejes restantes. Esto, porque me parece que en el caso chileno dicha intención implica una existencia fallida de antemano. Es difícil pensar la experiencia socialista de la UP en los mismos términos de la Revolución cubana y, es más, en Chile no hubo algo así como una Vanguardia política, mucho menos una revolución:
Durante el primer año de Allende en la Presidencia, en el seno de la UP se produce un fenómeno especial derivado de lo que los sociólogos Manuel Antonio Garretón y Tomás Moulián llaman “doble legitimidad” de la fuerza política. Así, la UP como coalición de partidos políticos se movió entre la “adhesión instrumental […] a la democracia como principio de organización política” y “la generalización de la idea de que la sociedad chilena requería cambios profundos” (52). Estas concepciones, según los sociólogos, se reafirmaban mutuamente, lo que impidió el camino revolucionario y atajó las estrategias extra-legales, manteniendo la institucionalidad del régimen político.

El eje discursivo que me interesa, entonces, rescatar aquí es aquel que intenta encontrar un nuevo lenguaje para la “poesía chilena joven” de esos años. Poetas como Gonzalo Millán, Hernán Miranda, Jaime Quezada o Floridor Pérez (poetas que según Soledad Bianchi pertenecerían a esa “Generación dispersa” que nombramos más arriba), eran los entonces jóvenes poetas a los que el crítico y Doctor en Filosofía Nelson Osorio nombra como esos algunos pocos que sin haber alcanzado la nueva poesía, “buscan someter el lenguaje a una nueva función”.
En el texto publicado el 4 de abril de 1971 con el título “A propósito de la joven poesía chilena”, Osorio se pregunta por la posibilidad de un lenguaje poético nuevo. Desde una postura escéptica, declara: “no logro […] hallar en la poesía chilena actual un lenguaje que realmente dé fisonomía a la realidad del hombre contemporáneo de América”. Pero, ¿a qué se refiere Osorio cuando exige la existencia de un nuevo lenguaje y, cómo sería ese lenguaje?
En principio, define negativamente la actitud general de la nueva poesía chilena de principios de los setenta, pues para él, los poetas confunden el lenguaje poético con la “palabra heredada” de los poetas mayores, palabra que expresa una realidad ya superada y, por tanto, no se corresponde con la nueva realidad humana que Chile y Latinoamérica estaban viviendo.
A la concepción del lenguaje como un instrumento de transmisión neutral e indiferente de la realidad, realidad que aquí viene a ocupar el lugar de un “complejo” socio-político y micropolítico, Osorio habla de un lenguaje que sin dejar de apuntar a esa realidad (de referirla, diríamos) también expresaría la relación de los individuos con ella.
El lenguaje al que Osorio hace alusión es el lenguaje de una “ruptura creadora” que debería nacer de los cambios operados en la manera de concebir el mundo, y que tendría “validez y jerarquía poéticas”, según sus palabras, solo si expresa y da forma (“cauce verbal” como dice) a una nueva sensibilidad, cito: “una nueva manera de amar […], una nueva manera de sentirse en el mundo, de ser amigos, amantes y compañeros, una nueva manera de ser feliz y de estar triste”.
En este sentido, ese nuevo lenguaje es necesariamente un lenguaje por llegar, una pura inminencia de la que ve solo signos incompletos.
Uno de esos signos incompletos es analizado en otro texto publicado el 25 de abril del mismo año bajo el título “Tres breves notas sobre poesía chilena”. En esta crítica que aborda tres libros, rescata la publicación de Arte de vaticinar (1970) del poeta Hernán Miranda Casanova (Quillota, 1941). Dice de este libro que “apunta” a una nueva poesía, y esto, por tres razones: la primera, porque se aleja de esa joven poesía chilena que a través de la “grandilocuencia” y el “patetismo” o el “facilismo ingenioso” se situaba tras la senda simulada de figuras como Pablo Neruda o Nicanor Parra. Segundo, porque el “hablante lírico”, lejos de esa actitud impostada, lograba mostrar las cosas con “curiosa impertinencia”, con “gesto atento y distanciado al mismo tiempo”. Jugando con el título del libro, Osorio dice que el hablante: “es simplemente alguien que maneja el laboratorio de la lengua para ver”. La vista, la clarividencia del poeta “clásico”, del bardo que puede vaticinar, son aquí resignificadas, porque, finalmente, ¿qué es lo que podía verse en esa poesía de Miranda, qué umbral estaba indicando? O, en un sentido más productivo, Arte de vaticinar, ¿a quién le permitía ver y cuándo?
La tercera razón por la cual Osorio dice que este libro apunta a una nueva poesía es la clave que finalmente nos entrega la respuesta sobre ese nuevo lenguaje poético por el que se preguntó en abril del 71. Cito:

“En un primer nivel de lectura, nada nuevo parece entregarnos ni el lenguaje ni el verso. Y nada nuevo entregarán a quien no sea capaz de comprender que la validez de una lengua poética como esta solo se manifiesta a quien sea capaz de intuirla como expresión de una actitud lírica distinta”.

Arte de vaticinar apuntaba a una nueva poesía porque, en ese acto de mostrar su inminencia, señalaba la figura de un lector futuro, pero ante todo, de una relación intersubjetiva inédita, que estaba por formarse: el nuevo lenguaje, como inminencia, puede ser entendido, entonces, como un espacio de socialización que debía ser trabajado. Forzando la interpretación, ¿puede o no confundirse –ya que hemos venido jugando a este juego de la confusión- la inminencia de ese lenguaje del amor, la amistad y el compañerismo nuevos con la frustrada vía chilena al socialismo? Esta es una pregunta que dejaré abierta a la reflexión.
Habíamos dicho que el tercer eje discursivo era el de la militancia política como espacio de la literatura. Sin embargo, aquí examinaré solo un texto que si bien no es paradigmático, se entronca con el segundo eje y nos permite continuar abriendo sendas para entender ese nuevo lenguaje escurridizo y fracasado.
El texto titulado “Hace 130 años. Lastarria: una literatura nacional patrimonio de las masas” del 4 de mayo de 1972, escrito por la periodista y narradora Virginia Vidal, rescata el Discurso Inaugural de la Sociedad Literaria de 1842 pronunciado por Don José Victorino Lastarria. La Sociedad Literaria fue una agrupación de intelectuales que tuvo una corta existencia entre los años 1842 y 1843, y fue el núcleo más visible de las teorizaciones sobre la posibilidad de una literatura propiamente chilena en el contexto de la independización de la corona española. Afincada en un proyecto general de ilustración, esta Sociedad propuso nuevas concepciones para la naciente literatura nacional al promover una escritura que “tuviera cuerpo español y alma nacional” (Lihn).
En su estilo casi afásico, Virginia Vidal habla a través de la palabra de Lastarria. Sabemos que uno de los mecanismos del discurso directo, y de la cita en particular, es el desplazamiento de contexto (Reyes). En este desplazamiento, la palabra del otro, puede ser re-significada. Por eso, Vidal no necesita mayores acotaciones para desplegar las ideas que rescata como válidas para la situación de comunicación en la que se inscribe. Así, los fragmentos citados del Discurso Inaugural van en relación con la intención de “convertir nuestra literatura en la expresión auténtica de nuestra nacionalidad”, “cortar las cadenas del yugo”, “desarrollar nuestra revolución”, “reflejar todas las afecciones de la multitud”.
Mediante el mecanismo de la cita, Vidal parece reaccionar al clima de creciente polarización política en el que Chile se encontraba: polarización entre los partidos de centro y de derecha y la Izquierda, que señalaba la posibilidad creciente de una “guerra civil” por la insurrección militarista, pero también, de profunda crisis en el seno mismo de la Unidad Popular. Vidal, militante comunista y, por tanto, apegada a la tradición democrática y de alianzas del Partido, al citar a Lastarria parece querer reafirmar el carácter antiimperialista, antioligárquico y antifeudal que fue la estrategia política del PC chileno desde el proyecto del Frente de Liberación Nacional de los años 50 y que, además, sirvió como base fundacional de lo que “posteriormente fue el programa de gobierno de la Unidad Popular” (Daire, 145). Así, en una de las pocas ocasiones en las que interviene, Vidal expone la validez del “Discurso Inaugural de la Sociedad Literaria” principalmente en oposición a la “dictadura conservadora”, que es “expresión de la violenta reacción de la oligarquía latifundista”. 


A manera de conclusión unas preguntas

¿No hay siempre una exigencia que conmueve todo ejercicio literario: crítico, académico, de creación?; más allá de los mantos que la cubren, ¿no existe siempre en el ejercicio de la crítica literaria una exigencia de compromiso, la que derivaría del sentido que la crítica lee en la obra?
Pero, ¿qué pasa cuando el campo cultural se ve trizado por la militancia, o por las exigencias de compromiso político? ¿Qué pasa cuando el pensamiento “sale a la calle”, más bien, se encuentra con ella –o simula hacerlo-, trata de afectar –digamos por ahora- los simulacros del complejo socio-político?
Estas preguntas marcan de alguna manera eso a lo que, pienso, el presupuesto meta-crítico que nombramos al comienzo, refiere a través de los signos de un vacío (o para ser estrictos: del silencio, el corte, la interrupción y la devastación). El vacío de la militancia política o de la interrelación entre la literatura y la vida política. 

Víctor Quezada


Bibliografía 

Bianchi, Soledad. “¿Qué dicen los prefijos? Poesía chilena de los últimos treinta años”. La memoria: modelo para armar. Santiago de Chile, DIBAM y Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 1995.
-----------------------. “Una generación dispersa”. Poesía Chilena (Miradas, Enfoques, Apuntes). Santiago de Chile, Documentas – CESOC, 1990.
Brito, Eugenia. “Introducción”. Campos minados (Literatura post-golpe en Chile). Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1994, 2ª edición.
Canovas, Rodrigo. “Llamado a la tradición, mirada hacia el futuro o parodia del presente”. En: Richard, N. (comp.). Arte en Chile desde 1973. Escena de avanzada y sociedad. Santiago de Chile, FLACSO, enero 1987.
Daire, Alfonso. “La política del partido Comunista desde la Post-Guerra a la Unidad Popular”. En: Varas, A. (comp.). El partido comunista en Chile. Estudio multidisciplinario. Santiago de Chile: CESOC, 1988.
Espinosa, Patricia. “Matria de Antonio Silva”. Letras.s5. Fecha de acceso: 22 abril 2013
Garretón, Manuel Antonio y Moulián, Tomás. “El desarrollo de la lucha política”. La Unidad Popular y el conflicto político en Chile. Santiago de Chile: Ediciones Chile América CESOC y LOM Ediciones, 1993 (1983).
Lastarria, José Victorino. Discurso de incorporación de D. J. Victorino Lastarria a una Sociedad de Literatura en Santiago, en la sesión del tres de mayo de 1842. Valparaíso: Impr. M. Rivadeneyra, 1842.
Lihn, Enrique. “Alone no”. El Siglo. Santiago de Chile: 15, febrero 1964.
Oyarzún, Pablo. “La tarea de la crítica (1989, 1993, 1997)”. Arte, visualidad e historia. Santiago de Chile, La Blanca Montaña, 1999.
Reyes, Graciela. Los procedimientos de cita: estilo directo y estilo indirecto. Arco Libros, 1993.
Thayer, Willy. “Crítica, nihilismo e interrupción. La avanzada después de Márgenes e Instituciones”. Philosophia.cl. Fecha de acceso: 22 abril 2013. Corpus
Osorio, Nelson. “A propósito de la joven poesía chilena”. El Siglo. 4, abril 1971.
---------------------. “Tres breves notas sobre poesía chilena”. El Siglo. Santiago de Chile: 25, abril 1971.
Vidal, Virginia. “Lastarria: una literatura nacional patrimonio de las masas”. El Siglo. Santiago de Chile: 4 de mayo de 1972.

Publicado originalmente en Rufián Revista. Año 2, número 9. Junio de 2012


En 1972, el Reino Unido sería testigo del nacimiento de la tarjeta de crédito Access. Y ese hecho bien podría ser el comienzo de una novela sobre la decadencia económica europea.

Esa tarjeta de crédito, que haría más fácil e inmediata la vida de los británicos, fue el producto de un conglomerado de bancos de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Con la intención de destronar a VISA, una de sus tantas estrategias de posicionamiento fue el lema que sirve de título para este texto: Access takes the waiting out of wanting.

La promesa de Access era hacer desaparecer la espera que media entre nuestros anhelos y su consumación. Y en un sentido siniestro, hacer desaparecer la carencia y la temporalidad en sí mismas; forjar una hazaña imposible: aplanar el tiempo.

Access era, además, la promesa de un mundo al alcance de la mano. Pero hay imágenes que son simplemente inasibles, por muy cercanas que parezcan. Otras, cuya superficie es demasiado inestable como para levantar nuestras casas.

Si fuese una ficción, este hecho podría ser el comienzo de una historia general del deseo. Cuestión no demasiado complicada si pensamos que el sistema crediticio descansa sobre la forma narrativa de aquellos cuentos moralizantes de los pactos fáusticos.

La estructura es la siguiente: primero, el reconocimiento de una insatisfacción por parte del protagonista; luego, mediante un pacto con el diablo, la obtención de lo que se carece; para que, finalmente, llegue el momento de pagar la deuda: la condenación eterna del alma. Esta resolución, sin embargo, tiene variaciones en las que el sincero arrepentimiento del protagonista puede provocar la intervención divina y su salvación.

El problema radica en que en la novela del deseo no hay una realidad superior que garantice el bien del mundo. Es más, cuando obtengo ese pequeño objeto que quiero (cierta imagen de estatus, riqueza, conocimiento, etc.), me enfrento de una sola vez a todos mis deseos insatisfechos. Y como todo deseo implica una deuda, a una condenación de años. Si el tiempo se aplana en una dimensión, se compartimentaliza en otra mediante las cuotas de pago, y se prolonga.

Pero, más allá de lo ridículo que esto pueda parecer, las consecuencias más importantes de esta aproximación de los objetos de deseo, no son las que nombramos. No es una consecuencia verdadera tener que pagar por un crédito, es parte de su naturaleza. Si hay efectos, estos actúan en niveles simbólicos de la sociedad y los individuos.

En Chile, por ejemplo, los días posteriores al terremoto del 27 de febrero de 2010, parte de la comunidad de Santiago y Concepción irrumpió en grandes tiendas y supermercados para apropiarse de ciertos objetos (entre los que se cuentan televisores de pantalla de plasma, notebooks, juguetes electrónicos, cámaras fotográficas, etc.); sin embargo, dicho acto, más que un acto de saqueo de artículos necesarios o no, fue un acto de apropiación de imágenes, de vidas inalcanzables que los discursos cotidianos construyen como al alcance de la mano, un acto de usurpación de signos ideológicos que esencialmente no pertenecen a nuestro entorno existencial, pero que, sin embargo, lo definen y lo sitian.

Víctor Quezada

Publicado originalmente en No-Retornable. Vol. 11, Buenos Aires, Argentina, mayo, 2012


Amor/Salvaje (Savage/Love) de Sam Shepard y Joseph Chaikin. Santiago de Chile: Ediciones Corriente Alterna, diciembre de 2011. Traducción de Rodrigo Olavarría.

Amor / Salvaje (Savage / Love), que ahora revisamos en traducción del poeta y traductor chileno Rodrigo Olavarría, es una obra de teatro, aunque llega a parecer la reunión de fragmentos de conversaciones producidas en distintos momentos, con personas distintas. Y, también, parece un conjunto de poemas.
Esto no solo por las características genéricas que toma prestadas y podemos atribuirle a la poesía (los títulos, su estructura en versos, la exacerbación del yo) sino porque, en sus momentos más logrados, consigue sintetizar sus motivos principales, dándole a cada uno de esos fragmentos a partir de los cuales se construye cierta autonomía respecto del conjunto.
La desaparición del yo y la pregunta por el sujeto amado (por su existencia, por su ausencia, su presencia futura o su aniquilación) son dos de los motivos que alientan la producción textual, a la vez que van delineando las oportunidades de habitar los espacios amorosos de un sujeto que se determina exclusivamente por su carácter de amante, un sujeto que solo existe en la medida en que ama.
Estos espacios que la obra despliega, van problematizando la simpleza de la interlocución: esa pregunta a un otro presente. La pregunta por el otro en Amor/Salvaje es, esencialmente, la interrogación por las posibilidades de ser otro para el que se ama, y, en última instancia, por las posibilidades de convertirse en el sujeto amado, en un objeto de deseo.
El anhelo de ser otro va adquiriendo distintos sentidos que pasan por una gama amplia de estrategias: desde los clichés amorosos (como el del “mendigo”, el “asesino”, el “corazón inscrito” o el mito del hermafrodita), hasta operaciones de nominación, representación y presentación de sí.
Sin embargo, lo interesante de estas estrategias consiste en su permanente puesta en crisis, en mostrar su falta de efectividad frente a una realidad inasible, cuestión que constituye parte de la inteligencia de la construcción de Amor / Salvaje.
Así, los fragmentos que constituyen la serie “Balbuceo” (“Babble”), rondan la ineficacia de la lengua del amante para poder siquiera verter en palabras su deseo:

“Nada
Parece
Nada se
Eh
Ajusta
A la
Expresión
Que
Yo
Eh
Ehm
Quiero
No
Eh
Llega”.
O en otro sentido, el trabajo sobre el cliché amoroso, particularmente en el del motivo del hermafrodita, manifiesta la inadecuación respecto de las fuentes tradicionales. Aquí, la parte que falta al sujeto amoroso es una esencial incompletitud. La perfección del amor como cuerpo unitario es inaccesible, pues la unión con el ser amado es una pérdida, un deseo que queriendo dejar de ser lo que es, no admite sino la transformación sin medida, que no tiene otro objeto más que el de la mutación constante del deseo.
En el fragmento “Viendo a la amada dormir” (Watching the Sleeping Lover), la insaciabilidad del deseo es visible:
“Luego viene un anhelo
Que no entiendo
Porque se siente como si fuera por ti
Pero tú estás acá
Así que no entiendo
El porqué de este anhelo”.
Pero el momento que me parece de mayor interés en Amor / Salvaje es aquel donde la pregunta por y hacia el sujeto amado, se concentra en el yo amoroso, en su manera de ser y sentir, de presentarse en el mundo a sí mismo como un posible objeto de deseo. En “Enredados” (Tangled Up), la proposición de superficies de placer, de nuevas prácticas amorosas, expone la incertidumbre como una de las direcciones más claras del deseo:
“Cuando estamos enredados en el amor
¿Es a mí a quien le susurras
O es a otro?
(…)
Cuando muevo los ojos así
¿Te hace eso pensar en Marlon Brando?
(…)
Cuando estoy de pie y mi cuerpo apunta en una dirección
Y mi cabeza en otra
¿Piensas en Mick Jagger?

Si pudieras darme solo unas pocas pistas
Yo podría inventar el que quieras que yo sea”.
Y la presentación de sí, como fundamental práctica en el mundo (del amor), es tan necesaria que obliga a modificaciones físicas, a una intervención sobre el cuerpo de quien desea. Así, en “La Cacería” (The Haunt):
“Perdí casi siete kilos para ti
Me teñí el pelo café para ti
Diseñé una sonrisa especial para ti
(…)
Cambié mi forma de caminar por ti
Hasta cambié mi forma de hablar por ti
Cambié totalmente mis puntos de vista para ti
Ojalá nos encontremos pronto”.
Como vemos, no es solo la diversificación de un deseo insaciable lo que constituye el amor, sino también, la modificación perpetua de la apariencia y de la manera de habitar el mundo. Pues el deseo es anterior al objeto amado, se realiza en dicha intervención. Cuestión que abre la pregunta hacia lo que implica el ser para uno mismo.
Así, en la medida en que me diferencio de mí mismo puedo acceder al espacio amoroso que se re-significa como el espacio de una diferencia, de una diferenciación persistente de las posiciones que finalmente configuran al amor como una relación de poder. Lo que implica -en términos generales- que la determinación de nuestro lugar en el mundo pasa por la libertad que tenemos de “actuar” el mundo, de representarnos a nosotros mismos o -quizás- de representar la fuga de un yo monolítico:
“Ahora actuamos de pareja enamorada
Ahora actuamos el alejamiento
Ahora actuamos la reconciliación
Ahora actuamos que la reconciliación fue un éxito
(…)
Ahora actuamos la partida
Ahora te veo angustiada
Ahora te veo irte
Ahora no siento nada”.
Los distintos sentidos del deseo, del ser otro para uno mismo y para quien se ama, el trabajo sobre los tópicos tradicionales del discurso amoroso en Amor / Salvaje van perfilando la aparición de una nueva sensibilidad y una nueva manera -esta vez teatralizada- de enfrentar el mundo. El sujeto amoroso sale a escena consciente de que su manera fundamental de aparecer radica en el parecer para otro.

Anexo

Shorts (1953 - 1982). Shirley Clarke. Todos los cortometrajes de la cineasta Shirley Clarke, entre ellos: Savage / Love. Filmado en cooperación con Shepard y Chaikin:
http://www.ubu.com/film/clarke_shorts.html