"Cuatro estrellas crucifican la noche: Las marcas de una vida". Por Juan Cristóbal Mac Lean
Publicado en Cine y Literatura. 16 de marzo de 2025.
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"Cuatro estrellas crucifican la noche: Las marcas de una vida". Por Juan Cristóbal Mac Lean
Publicado en Cine y Literatura. 16 de marzo de 2025.
"Un re-curso al interior: Cuatro estrellas crucifican la noche". Por Carlos Henrickson
Publicado en La Raza Cómica. 16 de marzo de 2025.
Publicado originalmente en Rialta Magazine, 29 agosto, 2023
El escritor chileno Víctor Manuel Quezada Soto (Antofagasta, 1983) resultó ganador, con su cuaderno titulado “Pero la verdad es que yo despierto”, del Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz 2023, cuya segunda edición honró además la trayectoria literaria de un eminente compatriota suyo, Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950).
Así fue anunciado este martes 29 de agosto por los organizadores, El Arco y la Flecha Editores y la Asociación de Editores de México, en una sesión virtual que –conducida por Carmen Rojas Larrazábal, fundadora del mencionado sello– reunió al jurado compuesto por la profesora e investigadora literaria Elisa Munizza (España) y los poetas Raúl Zurita, Mario Bojórquez (México) y Juan Carlos Mestre (España).
Según el acta del premio, fechada el pasado 17 de agosto, el libro ganador –que coeditarán en México por El Arco y la Flecha Editores y Círculo de Poesía Ediciones– “se destaca en nuestro presente lírico con sus notables virtudes de estilo y coherencia, de inteligencia y precisión de un lenguaje actual, vivo, y que abre nuevos rumbos en la poesía iberoamericana”.
El poemario de Quezada Soto integró en principio un universo de 560 obras provenientes de 29 países, de las cuales un equipo de lectores eligió 124 que entonces “fueron valoradas por el jurado”. Solo cuatro de ellas fueron consideradas “unánimemente finalistas”, informó el comité evaluador; además de la galardonada, Sin lado izquierdo, Pájaro de fuego y El mero pensar.
Cada uno de los miembros del jurado justificó su voto personal a favor de “Pero la verdad es que yo despierto”: “un poemario”, de acuerdo con Munizza, “en el que percibimos frustración e impotencia, pero sin melancolía; es una obra que trasciende lo superficial, sumergiendo al lector en una profunda reflexión sobre la existencia humana”.
“Límpido y a la vez feroz y rotundo, y a la vez de infinitos matices, político y al mismo tiempo de una figura que toca lo magistral, heroico porque está al borde del silencio, de la mudez y de la derrota, el libro “Pero la verdad es que yo despierto”, de Víctor Manuel Quezada, se alza como una de las muestras más salvajemente dulces, duras y deslumbrantes que pueda exhibirnos la poesía hoy”, declaró por su parte Zurita.
Mestre valoró, en tanto, “la epifanía de una voz reconstructora de la conciencia poética implicada en el devenir de la historia crítica de lo contemporáneo, la condición de extranjería del ciudadano enfrentado a las tensiones éticas que modulan el habla poética de ese otro saber que es la poesía”.
Y sumó todavía al elogio inicial: “Memoria y dignidad de la tierra natal, emancipación de los discursos de sistema para dar amparo al habitante perpetuo de la fragilidad de los débiles y los descontentos; un viaje alrededor del epicentro del daño, las heridas políticas y las cicatrices que sobre el territorio natal dejan los ecocidios. Libro dialógico con la poesía de su época, una asamblea de voces que convoca al canto, a la celebración, y también a la denuncia; la voz solitaria de la misericordia descendiendo como un sollozo sobre las tierras baldías de la retórica. Verdad y pasión, una arriesgada y a la vez experimental expresión de las visiones de un muy notable poeta contemporáneo”.
Finalmente, Bojórquez afirmó que la propuesta del chileno “se distingue por su compromiso con un lenguaje dinámico que es reflejo de una sociedad vibrante y crítica; construye su discurso desde el dolor y desde la esperanza con una conciencia política y poética, representando así lo mejor de nuestra poesía actual en el continente de nuestra lengua”.
Quezada Soto fue uno de los fundadores, y el principal editor, del blog grupal de crítica literaria La calle Passy 061 (2006-2021). Ha publicado, entre otros, los cuadernos de poesía Muerte en Niza (2010), Yoko (2013) e Insistencia del día (2018), así como el volumen de ensayos Contra el origen (2016) y el relato Bulto (2016). En entornos digitales es autor del libro en línea Compost (2013) y del proyecto Diario abierto (desde 2016) y su “reversión”, Diario abierto B/Veta (desde agosto de 2022).
La ocasión del lauro —compartido el año pasado en su primera edición por el panameño Javier Alvarado (Santiago de Veraguas, 1982) y el cubano Leymen Pérez (Matanzas, 1976)–sirvió también para otorgar oficialmente el Premio Honorífico por su Trayectoria en la Poesía Sor Juana Inés de la Cruz a Raúl Zurita, de quien El Arco y la Flecha Editores publicará una antología próximamente.
Destacan en la obra del reconocido poeta chileno obras como Purgatorio (1979), Anteparaíso (1982), El Paraíso está vacío (1984), Canto a su amor desaparecido (1985), El amor de Chile (1987), La vida nueva (1994), Tu vida derrumbándose (2005), Los países muertos (2006), Las ciudades de agua (2007), Cuadernos de guerra (2009), Zurita (2011), Son importantes las estrellas (2018) o La vida nueva, versión final (2018), así como y la antología personal Tu vida rompiéndose (editada en 2016 por Lumen).
Asimismo, ha publicado las novelas El día más blanco (1999, reeditado en 2015 por Literatura Random House) y Sobre la noche el cielo y al final el mar (2021); los relatos de Nuevas ficciones (2013), y los ensayos de Literatura, lenguaje y sociedad (1983), Sobre el amor, el sufrimiento y el nuevo milenio (2000) y Los poemas muertos (2006).
Su literatura ha sido distinguida a lo largo de los años, entre otros, con el Premio Iberoamericano Pablo Neruda (1988), Premio Nacional de Literatura de Chile (2000), Premio José Lezama Lima (2006, Cuba; por INRI), Premio José Donoso (Chile , 2017) Premio Iberoamericano Reina Sofía (España, 2020), Premio Internazionale Alberto Dubito (2020), Premio Internacional de Poesía García Lorca 2022.
"Tullir la nación. Discapacidad, cuerpos y fracasos en Papelucho gay en dictadura de Juan Pablo Sutherland y Bulto de Víctor Quezada". Por Carlos Ayram
Publicado en ARECO, Macarena; MORENO, Fernando; QUINTANA, Cécile (dir.). Narrativa chilena actual. Dictadura, neoliberalismo, subjetividad y textualidad. Francia: Editions des archives contemporaines, 2022
Disponible en respositorio Editions des archives contemporaines (EAC)“Llegué a los 30 años sin pene. Videla murió ayer a los 88, condenado en una cárcel pública; el otro hijo de puta murió como buen cristiano sobre una cama del Hospital Militar, a las 14:15 horas del día 10 de diciembre del año 2006, en Santiago de Chile”.Desde el comienzo sabemos este oxímoron del protagonista: carga con una falta; sabemos que falta no es carencia sino diferencia, y sabemos (vamos sabiendo, diría mal pero precisamente) que eleva esa diferencia desde la cotidianidad a la dimensión del lenguaje para devolverla a la cotidianidad, lo que Vallejo hace con el pueblo, y Dickinson con la naturaleza. Este es el tono del libro, el de un entre, el de un médium.
Publicado originalmente en Vallejo & Co. 14 de mayo de 2019
No es fácil aventurarse en el diseño de un eventual mapa que todavía no sabemos hacia dónde nos llevará. Quizás hacia ninguna parte por ahora, salvo por los gestos (poemas) que van encadenando una serie de señas que remiten hacia ellos mismos tal como esas luces intermitentes que se distinguen borrosas en la noche de un mar oscuro.
*Concluido bajo el peso de la evidencia ese ímpetu de pretendido cariz épico y fundacional de una parte no menor de cierta poesía “joven” chilena de a principios de 2000, como asimismo el vaciamiento definitivo en torno a esa querella entre inquisitorial, artificiosa y risible por las exigencias sociopolíticas a lo que alguna vez se llamó “poesía de los 90”, el umbral del Bicentenario, las movilizaciones sociales de 2011 y el socavamiento de los “grandes discursos institucionales” tanto en lo político, religioso y valórico, todo ello muy probablemente nos hacía entrar como lectores (tanto de los hechos como de los poemas) a un ámbito enrarecido y difuso que, hasta hoy, nos hace sentir que muchas cosas se han volatizado. Quizás de manera muy concreta en el cotidiano, en la calle, en el aula, en la familia, en las redes sociales, muchos apreciamos que la “postmodernidad” -o lo que fuera- ya no era un concepto privativo de filósofos y sociólogos franceses de los 80 y 90 y, por ende, de sus eventuales y aventajados aprendices y seguidores universitarios. Para nada. Tal vez a partir de 2010 y durante toda esta década a punto de concluir, hemos entrado de frentón a la ansiada “modernidad”, algo desfasados eso sí, pues toda conceptualidad ahí concentrada sin duda ha estallado por los aires. Pero en esta ocasión no lo veíamos en una pantalla, solamente: lo palpábamos -y seguimos palpando- en las conversaciones, en el murmullo cotidiano, en los discursos e imágenes urbi et orbi que nos dejan callados y pensativos, azorados y ansiosos.
*No creo que exista necesariamente una relación causal entre una época y su producción artística. En este caso, poética. La causalidad me hace pensar que la pretendida idea (o superstición más bien) de que la acción que vemos en lo social, debe, puede y necesita ser “reflejada” en un texto, una escritura de tal o cuales características, en una especie de conjuro que nos permita pensar fantasmagóricamente que no hay disociación entre lenguaje y acción es, por lo menos, una quimera. En este caso, entre el poema y lo real (o social dirían otros, en lo “político” los más enjundiosos y nostálgicos). Pero tal vez en esta década que se nos está acabando a una velocidad espeluznante, aún no calibramos la representación que nos hacemos respecto del tiempo que nos sacude en su intensidad alucinatoria y el tempo que el poema posee respecto de sí mismo y de las palabras que ha invocado para hacerse cargo de su propio peso. Si leyera varios de los poemas que en esta década se han escrito por los así llamados “poetas jóvenes” chilenos, sin duda emergería un florilegio que hace de la dificultad su contraseña.
*Acá estoy tratando de pensar la palabra “dificultad” en diversos niveles: por un lado como la opacidad que la textualidad del poema ofrece en una no-resolución de sus conflictos aún visibles respecto de la mímesis en lo que llamaría de modo muy provisional tensión referencial como, por otro lado, la disolución de la experiencia pragmática de aprehender el lenguaje como un sistema semántico, constituido lexicográficamente y organizado gramaticalmente y que menta su propia impenetrabilidad e indecibilidad en cuanto sentido. En tercer término, en lo que implica lo que alguna vez Paul de Man denominó como “ceguera” y que, en este caso, significaría la constatación abismal de una conciencia que vuelve al texto mismo un sistema complejo de figuras. No obstante lo recién dicho no pretendo dar con estas escuetas pseudo-aseveraciones pasto seco a una pretendida teorización vacía. Más bien pienso (leo) esta múltiple noción de dificultad referida a una serie de poemas de un puñado de poetas que aún podríamos calificar de jóvenes (nacidos todos en la década de los 80 del siglo recién pasado) y que de alguna forma son felices y afortunados sobrevivientes del naufragio de las querellas enunciadas más arriba. En un arco que va desde lo escrito por Víctor López (1982) y Rodrigo Arroyo (1981), pasando por Julieta Marchant (1985) y Diego Alfaro (1984) hasta llegar a ciertos poemas de Lucas Costa (1988) y Cristian Foerster (1988), entre otros, puede tal vez articularse un modo o manera de elaborar poéticamente la duda ante la transparencia discursiva que desemboca en la siempre recurrente necesidad de una poesía temática y que vuelve una y otra vez por sus fueros. En estos poetas, en parte más bien de sus escrituras -no en su totalidad, pues la mayoría de ellos efectúan un work in progress que inhabilita juicios totalizantes- es posible hallar de alguna forma esos diversos niveles de “dificultad” en lo que implica vérselas con el poema como fenómeno complejo abandonada toda pretensión idealista de imaginar la identidad como algo dado. En ese sentido esta sensibilidad que es posible rastrear en las diversas estrategias retóricas que asumen los poemas de estos jóvenes autores, mentan una no menor autoconciencia escritural al borde del delirio solipsista o incluso de su autoanulación, pero también como evidencia de la rotura de la romantización de lo que implica la poesía como discurso contenidista.
*En el movedizo magma que es la poesía chilena actual y donde, como lector, identifico las señas recién descritas (y que podrían complementarse perfectamente con varias otras menos unívocas), creo que Insistencia del día de Víctor Quezada (1983) viene a confirmar algo por partida doble: por un lado la razón de obra que Quezada viene haciendo desde principios de 2000 y que recala después de una serie de textos diversos, en este libro; como por otro lado, en el eventual lugar donde su escritura se ha ido articulando respecto de sus coetáneos y de sí misma. Ahora bien, lo que me interesa leer en Quezada es la persistencia de un modo: no en el sentido de estilo o algo semejante, si no en lo que significa hacer de la “dificultad” un motor que moviliza la escritura en tanto reinvención exploratoria de sus propios recursos. En esto Insistencia del día (Komorebi Ediciones, 2018) no es un libro que de improviso surja como una especie de excepción. Al contrario, me parece que desde el primerizo Veinte (2004), pasando por Muerte en Niza (2010) y Yoko (2013), amén de otros ámbitos escriturales de difícil caracterización y fecundos en su ansia de exploración escritural, tales como Compost (2013) y Bulto (2016), Quezada va una y otra vez inventando sus propias imposibilidades, sus propias dificultades que, en cierta forma, son el diseño de sus propios límites -oxímoron feliz en todo caso: nada más abierto que el gesto escritural de Quezada menos hacia la disolución de formas que hacia la asunción de la escritura como una especie de ejercicio que taladra la invisible y a la vez monolítica pared del sentido-, es decir, el otorgamiento de su propia norma que trata de practicar una verdadera operación de disección de sus propios mecanismos poéticos en la medida que son articulados en el necesario enfrentamiento con aquello que antaño llamábamos mundo, realidad y que al constatar su disolución (y desilusión) revierte en salto mortal hacia la configuración de esa dificultad que la posibilita retóricamente. Pero esto, Quezada no lo asume por supuesto de modo unívoco. Dicho en otros términos: cada uno de sus libros palpa el intersticio con un nuevo tacto, en donde lo nuevo no es la superstición de la superación progresiva, sino más bien la aliteración de los recursos agotados que el mismo lenguaje posee al constituirse como poema. ¿Una poesía del cansancio?, ¿una poesía del desgaste? No lo creo, más bien, una poesía que hace de su propio vaciamiento, tensión de su fractura y constatación de sí misma.
*Dicho eso, si volvemos la mirada a Insistencia del día, encontraremos que su organización triádica es sugestiva. La “tentatio” de un diseño dialéctico es sólo aparente, pues ninguna tesis es rastreable como singularidad de su planteamiento. Esa organización tal vez obedece a otra cosa: a la paulatina dislocación que el lenguaje va poseyendo en su disposición mientras el ejercicio lector intenta, en medio del marasmo, constituir alguna especificidad, cosa ésta que, al parecer, se ha volatizado.
Las tres secciones de Insistencia del día son: “cielos de la ciudad extranjera”, “deriva” y “cuarenta días”. De cada una de ellas, me parece que sólo la primera obedece a la noción clásica de una agrupación de poemas bajo el alero de sus respectivos títulos. La segunda sección, “deriva”, es un texto de largo aliento que ocupa el cuerpo central del libro y como veremos a continuación es una singular manera que posee la dificultad para hacerse escritura configurándose como “poema extenso”. Finalmente, “cuarenta días” lo leo como una sección donde la disolución asume un cariz aforístico y aún un tono sentencioso.
*La ciudad ha sido desde hace ya casi cuarenta años un “locus amoenus” muy solicitado por la poesía chilena. Sus variaciones últimas pueden ser rastreadas, en lo más fundamental, en la poesía de Germán Carrasco o Andrés Anwandter y en ciertos recovecos de varios poemas de Víctor López, Gladys González y Rodrigo Arroyo entre los más cercanos a mi memoria lectora. Las referencias a Lihn, Harris, Hernández y Millán son, sin duda, referencias vueltas acervo cultural inequívoco, son ya “tradición” por decirlo de algún modo y, ante eso, ¿qué decir, qué nuevo espacio habitar poéticamente? Sin duda la ciudad que poetizan todos los autores recién nombrados, no es la misma: sus descripciones, sus obsesiones, sus pasadizos y sus pesadillas no son las mismas, a pesar de tener cada uno sus peculiaridades bastante reconocibles. El espacio urbano ha irrumpido con fuerza en la poesía chilena de los últimos cuarenta años como para pasar desapercibido. Es así que la ciudad no es una anécdota, ni un mero paisaje; ha devenido una configuración de la experiencia -o de su destrucción- con un brío que siempre bordea el límite del espasmo retórico, volviéndose, simultáneamente, correlato de las percepciones del sujeto que en el poema va enunciando sus diversos avatares. En la primera sección de Insistencia del día, Quezada nos muestra el espacio que el sujeto que enuncia va configurando mientras es posible ver cómo se desplaza. No como un flâneur decimonónico que entra extasiado en los rincones más movedizos de una experiencia electrizante, más bien como un sujeto descentrado que no vagabundea, sino que padece una especie de autoconciencia de su exclusión: un sujeto errante, un “extranjero” que no es de “acá”:
los libros –como las ciudades–
no comienzan ni terminan
a lo sumo fingen comenzar y terminar o
todo es diferente bajo el sol
aunque cada cosa esté en otra a su manera (puede ser)
……………………..y de manera distinta
……………………..de cómo está en sí misma
Lo inabarcable de ese vagabundeo no es la constatación del espacio físico, sino la inconmensurable cualidad analógica de establecer relaciones entre la ciudad y el libro. Eso implica varias cosas que nos obligan a meditar o leer con detenimiento. No estamos ante una descripción cuasinaturalista de un eventual referente, sino en presencia de la invención de un espacio simbólico que tiene a la textualidad como su sustrato. En ese sentido, la búsqueda del sujeto que va acá, deambulando, no es la irrisoria denuncia de la precariedad, sino la extrañeza que advierte entre los espacios imaginarios que permiten aunar poema, ciudad y libro. Acá “leer” es desplazarse, dentro de un “libro” que a su vez es una ciudad, que a su vez es una “ciudad extranjera”, que a su vez, es una fantasmagoría alejada de todo resabio de pretensión mimética:
por los vitrales de estas altas iglesias
de donde los solitarios saltan en busca de la tarde
………………………(dios mío
……………………..de dónde sale
……………………..tanta gente solitaria)
estrellas fugaces que cruzan estos cielos verticales
remedos del sol carros de fuego despeda-
……………………..…………………………………….zados en miles de
……………………..……………………………………..hogueras por el asfalto
En el transitar de la poesía de Quezada, el sujeto no es ajeno a la propia existencia de la escritura: su “ajenidad” -perdonando el barbarismo- es auto-concebirse como un “texto” más que va a la deriva en un océano de palabras, símbolos e imágenes. Menos que una experiencia histórica derruida por la explosión de toda posibilidad experiencial, acá es dable leer una disolución que conlleva en el fondo, un anhelo o deseo más bien conceptual: hacerse, volverse escritura, una especie de golem postmoderno hecho de jirones de palabras, pero también de imágenes.
*En la poesía chilena, el poema largo posee sus fueros indiscutibles: una tradición bien asentada con logros de obra notables que van desde el énfasis épico (Neruda) hasta el gesto reconcentrado (Díaz-Casanueva). Es un riesgo no menor el que Quezada articule toda la segunda sección de su libro con un texto de largo aliento que menos que relatar -el contar de todo poema extenso- enfatiza una deriva mental y verbal que se concentra, por un lado, en ciertas alusiones “naturalistas” -árboles desojándose, mares calmos, horizontes que se extienden en la lejanía- como, por otro lado, en el gesto reiterado de querer validar la experiencia verbal de esas imágenes. Por lo demás, Quezada, organiza esta sección menos en estrofas reconocibles, que en un puñado entre azaroso y calculado de agrupaciones de tres versos articulados al largo y ancho de la página, jugando con cierta densidad espacial que al lector le permite asimilar una respiración de sentido desde la organización visual de la escritura: un recurso que implica vérselas con cierta economía -la imposibilidad de articular un “relato” reconocible en pos de “sensaciones” verbales a modo de gajos de significado- economía que, sin duda, revierte hacia su propia autorreflexividad -presente, en todo caso, en todo el libro- y que, creo, conlleva una reiteración sobre materiales muy acotados: ciertas palabras que son puestas en “escena” bajo distintos modos -palabras como: hoja, oscuridad, bosque, aire– y que recuerda o evoca el antiguo juego mallarmeano de constituir en la escritura un correlato de experiencias no verbales y donde la música siempre era fundamental (la vieja idea de ver en Un golpe de dados una partitura). Pero si bien Quezada puede y podría jugar ese juego, lo restringe o más bien, atento a no caer en la tentación de la mera imitación desplazada, creo que baraja más bien la posibilidad de hacer un ejercicio minimalista, pero con los rasgos propios de nuestra sensibilidad: es decir, un ejercicio de elementos combinados muy precisos, que apela más a la asociación simbólica y mental de sus materiales con una austeridad retórica casi envidiable que a la asociación sinestésica y donde las palabras invocadas son como esas notas breves y únicas, pero reiteradas en densos ecos fantasmagóricos tal como ocurre en la mejor música de Philip Glass, Steve Reich o Arvo Pärt. Quezada no imita aquí un procedimiento, intenta, creo yo, hacer de la escritura un efecto de larga duración que apele a la calidad “mental” de los significados vueltos hace rato en entidades simbólicas más que a un mero vínculo mimético con algo llamado “realidad”. Por eso, la noción de “poesía conceptual”, a pesar de lo barbárico que ello implica como noción interpretativa, me parece el término más aproximativo por ahora, para intentar abordar la rigurosa y ascética propuesta de este poeta.
*El final de Insistencia del día es una sección titulada “cuarenta días” y que se constituye con cuarenta “fragmentos” entre uno y tres versos cada uno. Pero acá, como en otras partes de este libro, no es posible identificar este tipo de escritura con la noción tradicional de verso. Existe en estas páginas un esfuerzo de máxima condensación que se asume con un tono entre aforístico y evocativo. Así, los elementos tradicionales de todo poema -como ritmo e imagen- se volatilizan hacia su mínima expresión: el significante se autonomiza, las palabras se encierran sobre una reducida cadena de referencias y la ganancia de sentido de esta escritura se plasma en un fuerte utilización de la alusión, donde cada línea, a modo de un texto singular, se vuelve una reflexión, un mantra que repite una imagen traída desde otras secciones del libro y donde la sensación de continuidad sólo es posible en tanto dejemos de leer como un continuum, abriéndonos a una experiencia deletérea que nos exige la máxima concentración. Sin duda que este parte final, como en buena parte del libro, el silencio, representado por los blancos de la página, adquiere un sentido que hace que Insistencia del día, sea más que lo meramente enunciado, sino más bien, aquello que permanece oculto en el espacio habido entre palabra y palabra, entre grafía y grafía, un contratexto que sugiere y que se plasma como el gemelo secreto de sí mismo.
Ismael Gavilán.
"Sobre: Contra el origen, de Víctor Quezada. Santiago de Chile: Marginalia, 2016". Por Bruno Grossi
Publicado en El Taco en la Brea. Año 4, número 6, noviembre de 2017.
Disponible en Biblioteca Virtual de la Universidad Nacional del Litoral. Santa Fé: Argentina
“Videla murió ayer a los ochenta y ocho, condenado en una cárcel pública; el otro hijo de puta murió como buen cristiano sobre una cama del hospital militar, a las 14:15 hrs del día 10 de diciembre del año 2006, en Santiago de Chile”.Se hermanan dos países golpeados/abatidos por la dictadura en donde cuerpos se desperdigaron, se alejaron de sus orillas, se arrojaron al mar o se mutilaron desde la memoria:
“vi yo la ausencia de esos hombres, dispersados ya hace mucho tiempo por la policía, desarticulados por el Estado o definitivamente muertos”.Y por el otro, la relación de Víctor con las masculinidades, la que es siempre tomando una actitud de aprendiz, de vulnerabilidad ante los hombres, quienes son los que marcan la pauta en el relato. La madre es ejemplo de ello. La excusa de insertarla en la historia (siendo la única mujer) es su relación con el padre.
Videoreseña a Bulto (novela chilena) de Víctor Quezada: Libros & otras interferencias #47. Por Daniel Rojas Pachas
Disponible en canal de Youtube de Daniel Rojas Pachas
Publicado originalmente en Letras.s5. 2 de abril de 2017
Con razón señalaba Nietzsche que en el origen siempre había conflicto. Ya el simple hecho de que nadie asista a él genera sospecha, ¿habrá existido realmente? ¿Será primero un grito que irrumpe en el mundo, se debilita poco a poco en un llanto, y finalmente es silencio que todo lo gana? Sobre el silencio, la incógnita y el desvelo está pensado entonces el origen, la falta, la ausencia; aquello que nos obsesiona porque simplemente no participamos de su poderosa intimidad. O en todo caso, está abierta la invitación a desconfiar de él y hacer con esa desconfianza un nuevo mito del origen que consiste simplemente en inventarlo. Pero hacer que el origen acontezca en el inicio, y así salvar el problema del comienzo y la página en blanco, parece también una justificación a la falta que se produce en todo inicio. Tal vez, antes de saber del origen haya que saber el final, el último instante, lo que ya no continuará, pues es ciertamente contemporáneo a uno, es lo que contemplamos, es la promesa incumplida de poder decir algo.
Podríamos hacer una larga lista de aquellos que desconfían del origen, quienes se decidieron en contra de algo que ni siquiera sabían si realmente había existido. Tal vez con ello justificaríamos algo de lo anteriormente dicho. Pero nuestro joven autor, Víctor Quezada, sería entonces el último de esos representantes, compartiría una actitud propositiva, pues se explicaría lo que no tiene explicación haciendo el mismo recorrido de aquellos que perdieron esa explicación. Si miramos un poco hacia atrás, en una distancia muy próxima, Mallarmé mismo desconfió del origen; es más, de un modo magistral lo pone como final de toda aventura literaria. La pregunta entonces sería ¿dónde queda el origen? ¿Por dónde comenzar este libro? Me atrevería a decir que para la modernidad misma ese acontecimiento se hace tal en la aniquilación de aquello que se interroga por él. Es decir, el origen es destrucción del origen. De este modo, lo que a simple vista parece leerse como un remontarse hacia el origen –en algún punto todos queremos saber de dónde venimos y quiénes somos, no podemos escapar a esa pregunta de la fatalidad– en realidad no es más que la acción de aniquilar el interrogante y la cosa interrogada de un modo perverso, como si alguien naciera a la vejez al preguntarse ¿quién soy? Pero pongamos un caso por ejemplo, que valga al menos como intento desesperado y frustrado: extremando a Mallarmé, la destrucción del libro –la pregunta por la cosa– es el final y el origen del libro –el aniquilamiento donde todo comienza–, es la ansiada salida y el lugar de donde todo salió. Llena de paradojas está la modernidad entonces, y una de ellas es la autojustificación; por lo tanto, no es errado pensar que quien niega el origen, quien escribe en contra de él, en realidad está solapadamente afirmando la propia existencia, está dando lugar y voz al fantasma de origen, está diciendo: en la ausencia reside la pregunta por la presencia, y solo la escritura puede responder: quién soy, sobre qué escribiré, qué puedo escribir.
Planteando la negativa a todo origen, Quezada se propone la invención de un comienzo, es decir, va a tratar de justificarse al decirnos qué lee, qué ha leído, cómo desea ser leído por detrás de la invención misma que es el ensayo. Para eso el libro de Víctor Quezada va más allá de cualquier experiencia reflexiva, parece una contradicción pero es así, es un libro del presente absoluto a fuerza de querer leer un recorte del presente, encontrar en él la nada, salvarse de la pregunta por el origen del origen presente. Es más, su pequeño libro, apenas cuatro ensayos por donde desfilan cineastas, poetas, otros ensayistas chilenos, franceses, alemanes y argentinos, está despojado del pensar; con gusto se entrega a la anotación, la impresión inmediata, un rapto que ilumina y profundiza, pone en cuestión, invita a las asociaciones que expliquen la desnudez misma de su procedimiento. Si seguimos sus páginas salpicadas de blancos y versos, de glosas a una imagen y sentencias a objetos inexistentes, su acción de relevo es terminal: antes que la pregunta por el origen, lo que sigue es la negación misma de él, el carácter disyuntivo de su título que le permite pasar de uno a otro género en un desfiladero de pequeñas frases, atajos y campos traviesa del sentido. Es más, me pregunto, ¿por qué el título lleva en sí mismo un vacío que incomoda? ¿Por qué contra el origen no es un enunciado propositivo, sino totalmente neutro?
Veamos sino su primer ensayo. La pregunta que tal vez lo originó es directa, casi como una interpelación íntima que no hace más que mostrar una detrás de escena que siempre se deja ver en el género ensayo: ¿cómo comenzar? Hay un arte del comienzo, y consiste en la simple condensación. De eso el ensayo sabe por demás, pues en la invención de su comienzo está el destino del género. A veces me gusta pensar que a fuerza de querer disolver lo más inmediato el ensayista podría proponer ensayos que consten de unas pocas palabras, casi una acción encubridora del deseo de silencio o la negación misma de renunciar a la escritura. Que explique muy poco, que argumente casi menos y que nos gane por la contundencia; ese sería para mí un ensayista ideal. O en todo caso, si desea hacer ejercicios de retórica con sus ideas, que priorice la opacidad antes que la transparencia, que se deje ganar por ese devenir poeta reprimido que todo ensayista lleva consigo. Ese sería el ensayista de la invención del origen. Ustedes me dirán: pero nos estás proponiendo que leamos a un tipo que jamás concretó nada, que nunca llegó a ningún lado. Recuerdo ahora los aforismos del Diapsalmáta de Kierkegaard, en ellos no hay otra cosa más que todo lo que luego vendrá en excesos y replanteos discursivos, alteración de ediciones y proliferación de seudónimos y más distanciamientos de todo tipo que servirán para perder de vista al Kierkegaard real por detrás de toda una serie de invenciones fantasmales. ¿Y qué hay en esos aforismos? Breves anotaciones de un sujeto que se complace en la holgazanería y la pereza, tal vez vicio e imposibilidades de quien lo postergara todo o lo reduce todo a la creencia de que en ciertos raptos de genialidad ya está todo. Sin embargo esos aforismos no son nada más que el comienzo, no son otra cosa más que un arte de iniciar; es más, lo que viene después tal vez niegue ese comienzo brillante. Pero el inicio es fuerte, contundente, resguarda en él la violencia de todo estallido como es el nacimiento en un mismo instante de visión y método. No existe entonces mejor comienzo que el lacónico. Cito lo que cita Quezada en Melville: Call me Ishmael. ¿Hay acaso un inicio más perfecto? ¿Hay acaso alguien que niegue que en esa simple frasecita ya está todo lo que vendrá? De ahí entonces que el arte del ensayo sea plantear la disyunción, sea siempre escribir contra el origen y a favor de los buenos comienzos que son las orejas paradas de la invención, como un apostar a la fuga hacia delante; o por qué no, como un prolongarse en la postergación, otra forma de la felicidad melvilleana disfrazada bajo la forma de un simple “preferiría no hacerlo”. Ir contra el origen es simplemente tener una buena frase para que la página se abra, deje de lado su reticencia y nos reciba en un cielo diáfano donde perdernos. No es poca cosa, pocos ensayistas saben del arte de jugarlo todo en el comienzo.
De eso Quezada sabe, tiene buenos comienzos, sus ensayos aseguran el origen de lo epifánico, por caso citemos este: “He decidido escribir este texto a partir de notas, formas breves, sin mayor unidad, anotadas en momentos de pequeña iluminación”. He aquí un buen comienzo, una frase que propone comenzar desde la escritura, pero desde la escritura que ha sido modificada por la lectura; una escritura entonces que ha sido conmocionada por algo incierto que ha acontecido en la lectura. Pero, ¿qué es ese algo?, ¿qué es ese comienzo del misterio súbito? “Momentos de pequeña iluminación”, llama Quezada a esa misma conmoción, a lo que une uno y otro momento y así trasciende, por afección, cualquier principio de unidad argumentativa. El satori del ensayo está entonces en la cabeza que se levanta de la lectura y anota algo, está en la melancolía que interrumpe y lleva la lectura a su producción fantástica de imágenes, está también en la vinculación biográfica –yo leo, solo a mí se me ocurren estas cosas– y en la actitud disolvente de una proximidad física que se traduce en palabras o proposiciones imposibles, como esta otra frase que cierra el comienzo perfecto: “Decidí emprender la tarea de anotar el presente”.
Tal vez todo negador del origen, en fin, todo ensayista, no sea con estos procedimientos otra cosa más que el último decadente. Los decadentes se propusieron esa tarea demoledora de anotar el presente porque lo que concluye solo puede hacerlo en él, en el ahora condenado a desmoronarse. En sí todo el género ensayístico no es más que eso, una celebración de lo que no sabemos de dónde proviene pero sí intuimos hacia donde se dirige: la ruina, el fin del esplendor, la muerte misma que vuelve tan intenso el presente. De ahí entonces este procedimiento que en Quezada se hace anotación ensayística, cito: “anotamos porque no sabemos qué está pasando con nosotros, anotamos porque no sabemos qué pasa con el mundo o este se nos presenta como un rival”. En el ensayo “Dejar de escribir, salir del libro”, la anotación busca volverse el objeto mismo que observa; juntando una serie de poetas que simulan en la lírica la persistencia maniaca del diario, Quezada resalta en esta novísima poesía que la escritura se ha vuelto protagonista. Es más, la escritura, ya sea poética o cualquier otra cosa, se disimula entre las demás actividades del mundo: “Escribir es escribir algo, se escribe con un propósito. Pero también se escribe como se camina, se escribe sin objeto, sin propósito alguno, al ritmo de la caminata”. ¿Y para qué –nos preguntamos quienes lo leemos–, en busca de qué el libro ha sido trascendido y lo que pueda escribirse ha sido borrado de su inscripción como obra hasta ser un simple desplazamiento por la atención puesta al mundo? Nietzscheanamente, Víctor Quezada como un Dionisos de la cita y las frases breves nos contesta: “Anotamos el presente, a fin de cuentas, para conservar la cordura”. Justamente esta cita que tomo al azar, y que no es ingenua, me permite leer que se escribe para lo impostergable: la muerte y el egotismo.
Barthes nos liberó de los temas, a partir de él la libertad fue embriagadora: se podía escribir sobre el acto de escribir, no hacían falta ya ni los objetos del mundo, ni sus temas, ni el mundo mismo. Pero entonces sobre qué escribir si esta propuesta supera el poder de cualquier invención. Previo a él cuando Lukács planteó que el ensayo buscaba resguardar el poder del espíritu en un mundo desencantado, no hizo más que liberar al ensayo de toda trascendencia reduccionista. Tal vez Lukács en silencio renegó de su propuesta juvenil al descubrir con su resguardo del género que en verdad estaba proponiendo que hablemos de nosotros mismos, ya que somos imposibles de ser reducidos, ya que intuimos y sentimos fascinación por la intensidad de lo impostergable; y esa fascinación es la muerte, lo que niega cualquier entendimiento del origen. No es casual entonces que el último ensayo esté dedicado a Barthes y al halo trágico que rodea sus últimas anotaciones, justo cuando el autor de El grado cero de la escritura descubre que la muerte es lo impostergable, y por lo tanto, plantea una novela que sería la Vita Nova; aunque también, en esa novela, que puede escribirse porque se sabe que ya el origen no importa pues la muerte es impostergable, lo fatal se esconde en su camino bajo la forma estúpida de una furgoneta de lavandería. Por qué escribimos entonces parecería ser la pregunta de un ensayista a otros ensayistas y a los lectores del ensayo. La respuesta está en que “la conciencia de la muerte llega y, al mismo tiempo, de la vitalidad desesperada que sobreviene como posibilidad de una nueva práctica de la escritura”. Entonces frente a la pregunta sin origen y a la intuición de un trabajo que jamás terminaremos, o una cita a la que nunca asistiremos, la respuesta es que la escritura siempre se presenta como “hacer algo antes de morir o decir lo que me falta decir, convencido de que hago la última cosa de la vida”.
Carlos Surghi (Villa María, Córdoba, Argentina, 1979). Poeta, ensayista y crítico literario.