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Publicado originalmente en Forbes. 8 de septiembre de 2023

Entre más de 560 obras que se recibieron, el libro del autor nacido en Antofagasta se hizo acreedor al primer lugar.
Con su libro “Pero la verdad es que yo despierto”, el escritor chileno Víctor Quezada fue el ganador del II Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz. El mismo es organizado por El Arco & Flecha Editores en colaboración con la Asociación de Escritores de México.
Esta premio se instauró con el propósito de beneficiar a los poetas y estimularlos para seguir el camino de las letras. Para ello, se conformó un jurado compuesto por la investigadora literaria Elisa Munizza (España), así como los poetas Raúl Zurita, Mario Bojórquez (México) y Juan Carlos Mestre (España).
La convocatoria de este año recibió un total de 560 obras, provenientes de 29 países, de las cuales un equipo de lectores eligió 124, mismas que después fueron valoradas por el jurado y sólo cuatro de ellas fueron consideradas “unánimemente finalistas”. Fue así como el escritor chileno, nacido en Antofagasta (1983), obtuvo el primer lugar.
“Límpido y al vez feroz y rotundo, y a la vez de infinitos matices, político y al mismo tiempo de una figura que toca lo magistral, heroico porque está al borde del silencio, de la mudez y de la derrota, el libro ‘Pero la verdad es que yo despierto’ de Víctor Manuel Quezada, se alza como una de las muestras más salvajemente dulces, duras y deslumbrantes que pueda exhibirnos la poesía hoy”, declararon los jurados.
Además de un premio económico la obra del autor se publicará en coedición de El Arco & la Flecha Editores y Círculo de Poesía Ediciones.

¿Quién es Víctor Quezada?
El escritor chileno es cofundador, y además editor principal, del blog grupal de crítica literaria ‘La calle Passy 061’ (activo de 2006 a 2021). También es autor de los libros de poesía ‘Veinte’ (2004), ‘Muerte en Niza’ (2010), ‘Yoko’ (2013), reunidos ambos en ‘Marón americano’ (2016) e ‘Insistencia del día’ (2018). Así como del conjunto de ensayos ‘Contra el origen (2016); y las narraciones ‘Compost’ (2013), ‘bulto’ (2016) y Diario abierto (2016-a la fecha).
Publicado originalmente en Letralia. Jueves 31 de agosto de 2023

Con su libro Pero la verdad es que yo despierto, que presentó con el seudónimo “Ferreira”, el escritor chileno Víctor Quezada (Antofagasta, 1983) se convirtió en ganador del II Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz, que organiza El Arco & la Flecha Editores en colaboración con la Asociación de Escritores de México, según se anunció el 29 de agosto.
El jurado, compuesto por los reconocidos escritores Elisa Munizza, Raúl Zurita, Juan Carlos Mestre y Mario Bojórquez, manifiesta en el veredicto que Pero la verdad es que yo despierto “es un libro que se destaca en nuestro presente lírico por sus notables virtudes de estilo y coherencia, de inteligencia y precisión de un lenguaje actual, vivo y que abre nuevos rumbos en la poesía iberoamericana”.
La lectura del acta tuvo lugar en una sesión virtual conducida por la escritora venezolana Carmen Rojas Larrazábal, fundadora de El Arco & la Flecha Editores, y con la participación de Obed González Moreno por la Asociación de Escritores de México. Durante la actividad se le otorgó al escritor chileno Raúl Zurita el Premio Honorífico por su Trayectoria en la Poesía Sor Juana Inés de la Cruz, por lo que el sello publicará próximamente una antología de su obra poética.
Cofundador, y además su editor principal, del blog grupal de crítica literaria La calle Passy 061 (activo de 2006 a 2021), Quezada ha publicado los libros de poesía Muerte en Niza (2010), Yoko (2013) e Insistencia del día (2018), entre otros; además del conjunto de ensayos Contra el origen (2016) y el relato bulto (2016). En el ámbito de la escritura en entornos digitales es autor del libro en línea Compost (2013); desde 2016 lleva a cabo el proyecto Diario abierto y, a partir de agosto de 2022, su reversión, Diario abierto B/VETA; todos disponibles a través de la web del autor, victorquezada.cl.
El Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz está dotado con 3.000 dólares, diploma y publicación en México, en coedición de El Arco & la Flecha Editores y Círculo de Poesía Ediciones, dentro de la colección de poesía. En esta segunda edición participaron 560 obras de veintinueve países.
Un equipo de lectores eligió 124 que fueron valoradas por el jurado y se presentaron en una primera selección de hasta treinta propuestas, cuatro de las cuales alcanzaron la unanimidad como finalistas: Sin lado izquierdo, de “Cyrano de Bergerac”; Pájaro de fuego, de “Jacques de Sores”; Pero la verdad es que yo despierto, de “Ferreira”, y El mero pensar, de “Debora Winsky”.
En la primera edición del certamen, que tiene periodicidad anual y está abierto a autores de habla hispana, resultaron ganadores ex aequo los escritores Javier Alvarado (Panamá), con Un trueno sobre el Barú, y Leymen Pérez (Cuba), con Los países de la noche.

Publicado originalmente en Rialta Magazine, 29 agosto, 2023


El escritor chileno Víctor Manuel Quezada Soto (Antofagasta, 1983) resultó ganador, con su cuaderno titulado “Pero la verdad es que yo despierto”, del Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz 2023, cuya segunda edición honró además la trayectoria literaria de un eminente compatriota suyo, Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950).
Así fue anunciado este martes 29 de agosto por los organizadores, El Arco y la Flecha Editores y la Asociación de Editores de México, en una sesión virtual que –conducida por Carmen Rojas Larrazábal, fundadora del mencionado sello– reunió al jurado compuesto por la profesora e investigadora literaria Elisa Munizza (España) y los poetas Raúl Zurita, Mario Bojórquez (México) y Juan Carlos Mestre (España).
Según el acta del premio, fechada el pasado 17 de agosto, el libro ganador –que coeditarán en México por El Arco y la Flecha Editores y Círculo de Poesía Ediciones– “se destaca en nuestro presente lírico con sus notables virtudes de estilo y coherencia, de inteligencia y precisión de un lenguaje actual, vivo, y que abre nuevos rumbos en la poesía iberoamericana”.
El poemario de Quezada Soto integró en principio un universo de 560 obras provenientes de 29 países, de las cuales un equipo de lectores eligió 124 que entonces “fueron valoradas por el jurado”. Solo cuatro de ellas fueron consideradas “unánimemente finalistas”, informó el comité evaluador; además de la galardonada, Sin lado izquierdo, Pájaro de fuego y El mero pensar.
Cada uno de los miembros del jurado justificó su voto personal a favor de “Pero la verdad es que yo despierto”: “un poemario”, de acuerdo con Munizza, “en el que percibimos frustración e impotencia, pero sin melancolía; es una obra que trasciende lo superficial, sumergiendo al lector en una profunda reflexión sobre la existencia humana”.
“Límpido y a la vez feroz y rotundo, y a la vez de infinitos matices, político y al mismo tiempo de una figura que toca lo magistral, heroico porque está al borde del silencio, de la mudez y de la derrota, el libro “Pero la verdad es que yo despierto”, de Víctor Manuel Quezada, se alza como una de las muestras más salvajemente dulces, duras y deslumbrantes que pueda exhibirnos la poesía hoy”, declaró por su parte Zurita.
Mestre valoró, en tanto, “la epifanía de una voz reconstructora de la conciencia poética implicada en el devenir de la historia crítica de lo contemporáneo, la condición de extranjería del ciudadano enfrentado a las tensiones éticas que modulan el habla poética de ese otro saber que es la poesía”.
Y sumó todavía al elogio inicial: “Memoria y dignidad de la tierra natal, emancipación de los discursos de sistema para dar amparo al habitante perpetuo de la fragilidad de los débiles y los descontentos; un viaje alrededor del epicentro del daño, las heridas políticas y las cicatrices que sobre el territorio natal dejan los ecocidios. Libro dialógico con la poesía de su época, una asamblea de voces que convoca al canto, a la celebración, y también a la denuncia; la voz solitaria de la misericordia descendiendo como un sollozo sobre las tierras baldías de la retórica. Verdad y pasión, una arriesgada y a la vez experimental expresión de las visiones de un muy notable poeta contemporáneo”.
Finalmente, Bojórquez afirmó que la propuesta del chileno “se distingue por su compromiso con un lenguaje dinámico que es reflejo de una sociedad vibrante y crítica; construye su discurso desde el dolor y desde la esperanza con una conciencia política y poética, representando así lo mejor de nuestra poesía actual en el continente de nuestra lengua”.
Quezada Soto fue uno de los fundadores, y el principal editor, del blog grupal de crítica literaria La calle Passy 061 (2006-2021). Ha publicado, entre otros, los cuadernos de poesía Muerte en Niza (2010), Yoko (2013) e Insistencia del día (2018), así como el volumen de ensayos Contra el origen (2016) y el relato Bulto (2016). En entornos digitales es autor del libro en línea Compost (2013) y del proyecto Diario abierto (desde 2016) y su “reversión”, Diario abierto B/Veta (desde agosto de 2022).
La ocasión del lauro —compartido el año pasado en su primera edición por el panameño Javier Alvarado (Santiago de Veraguas, 1982) y el cubano Leymen Pérez (Matanzas, 1976)–sirvió también para otorgar oficialmente el Premio Honorífico por su Trayectoria en la Poesía Sor Juana Inés de la Cruz a Raúl Zurita, de quien El Arco y la Flecha Editores publicará una antología próximamente.
Destacan en la obra del reconocido poeta chileno obras como Purgatorio (1979), Anteparaíso (1982), El Paraíso está vacío (1984), Canto a su amor desaparecido (1985), El amor de Chile (1987), La vida nueva (1994), Tu vida derrumbándose (2005), Los países muertos (2006), Las ciudades de agua (2007), Cuadernos de guerra (2009), Zurita (2011), Son importantes las estrellas (2018) o La vida nueva, versión final (2018), así como y la antología personal Tu vida rompiéndose (editada en 2016 por Lumen).
Asimismo, ha publicado las novelas El día más blanco (1999, reeditado en 2015 por Literatura Random House) y Sobre la noche el cielo y al final el mar (2021); los relatos de Nuevas ficciones (2013), y los ensayos de Literatura, lenguaje y sociedad (1983), Sobre el amor, el sufrimiento y el nuevo milenio (2000) y Los poemas muertos (2006).
Su literatura ha sido distinguida a lo largo de los años, entre otros, con el Premio Iberoamericano Pablo Neruda (1988), Premio Nacional de Literatura de Chile (2000), Premio José Lezama Lima (2006, Cuba; por INRI), Premio José Donoso (Chile , 2017)  Premio Iberoamericano Reina Sofía (España, 2020), Premio Internazionale Alberto Dubito (2020), Premio Internacional de Poesía García Lorca 2022.

"Tullir la nación. Discapacidad, cuerpos y fracasos en Papelucho gay en dictadura de Juan Pablo Sutherland y Bulto de Víctor Quezada". Por Carlos Ayram

Publicado en En ARECO, Macarena; MORENO, Fernando; QUINTANA, Cécile (dir.). Narrativa chilena actual. Dictadura, neoliberalismo, subjetividad y textualidad. Francia: Editions des archives contemporaines, 2022

Disponible en respositorio Editions des archives contemporaines (EAC)

Publicado originalmente en Traza.cl. 25 de mayo de 2020
Experimentar el tiempo de la pandemia también como un tiempo que se vacía, donde aparece el silencio. Y donde quizás, de ese modo, pueda aparecer la escritura, abandonando el control. La escritura como un comentario, como un trozo de algo, como una anotación. La escritura fuera de los formatos. Víctor Quezada reflexiona en la presente entrevista, sobre este momento, sobre su libro bulto y los desvíos que aparecen en él, la pregunta por la amistad, aquello comerciable que hay en ese proceso, el cuerpo vestido, la dignidad. Sobre la confección de un diario como aquello que aborrece la idea de libro o el escritor.


La situación de pandemia ha planteado un desafío respecto de lo que entendíamos como nuestros deberes, derechos y libertades, pero también ha dejado en evidencia las condiciones materiales en las que vivíamos y vivimos, en términos de la infraestructura de salud, por poner algún ejemplo, o en relación con las ideas de la educación a distancia y el teletrabajo que en algunos contextos es impracticable. La escritura parece no participar de este orden de cosas; cuando se la menciona es a propósito de las ventas editoriales, por un lado, o por intermedio de la figura de lxs lectorxs, a quienes la lectura les otorgaría una cierta calma, un cierto refugio o “algo” que hacer. En esta escena, orientada al consumo, ¿qué representa para ti, hoy, la práctica de la escritura?

Pero la escritura quizás también pueda representar una forma de afrontar o resistir el tiempo del confinamiento, el tiempo de la pandemia. Pero me gustaría también pensar en, más bien, en cuál sería ese tiempo, qué está significando este tiempo ahora para nosotros.
Bueno, para mí, y quizás para todos, es un tiempo de un trabajo mental intenso, de pensamiento recursivo a veces, un tiempo que no es muy deseable, digamos. Aunque otras veces puede llegar a ser el tiempo de una especie de vacío, y creo que allí es donde mejor se vive. Donde ese pensamiento recursivo que tenemos casi siempre, cuando padecemos angustia o estrés o lo que sea, aparece como ausente de sentido.
Ese tiempo es el tiempo donde no pasa nada. Y cuando no pasa nada tenemos la oportunidad también de mirar en silencio. Pienso que un tipo de escritura aparece a veces allí, pero, claro, esto no es una regla, porque puede también no surgir la escritura, pero a veces aparece cuando se abandona el control, el deseo de escribir, digamos. En mi experiencia estos pedazos de escritura son parecidos a las virutas de madera o son como láminas de una consistencia más o menos vegetal, que crecen en la imaginación, en la forma de una espiral, algo así. Es una escritura que se parece a la cita, a la nota, a la acotación.
Puede ser que la escritura y la lectura sean ese algo que hacer cuando no se hace nada. Yo siempre he pensado en esa idea, es una aspiración, respecto de la escritura. El deseo de escribir entre un libro y otro, cuando dejamos de escribir.

Insistiendo en las prácticas, ¿cómo fue el proceso de creación de bulto?, ¿cuáles fueron las ideas que te interesaba poner en circulación?, ¿qué estrategias o procedimientos estéticos fueron los que te permitieron hacerlo?

Me interesaba, en ese tiempo, más o menos 2014, 15, 16, pensar la pasividad emocional, o la pasividad vital. La idea de entregarse a la experiencia de la deriva o la idea, también, de crear un personaje con un objetivo que es más o menos claro en el caso de bulto: llegar a la terminal de omnibuses para volver a su ciudad natal. Un personaje que, a partir de ese trayecto, se sometiera a un desvío más o menos constante, por el que se confronta a sí mismo en diferentes situaciones hipotéticas. Y digo hipotéticas pues bulto no es la historia de alguien que en el viaje que emprende se encuentra con su memoria familiar o su memoria nacional, como se podría leer en el libro, supongo. Creo que el personaje no recuerda propiamente, sino que más bien realiza un proceso imaginativo de encuentro con su familia, en el que proyecta sus deseos y empatiza con la figura de una madre imaginada a la medida de su propio cuerpo: el cuerpo emasculado del protagonista.
Creo que también mientras imagina, el protagonista se desvía y vuelve a los lugares que cotidianamente frecuenta, como la orilla del río, las calles aledañas al puerto, el puerto mismo y también a ciertas fiestas donde tiene encuentros más o menos furtivos o más o menos declarados con hombres indeseables, digamos. Pero, sin embargo, son hombres con los que se identifica o llega a identificarse quizás a partir del odio a sí mismo. Estos personajes representan para mí la arrogancia o, en otras palabras, la amistad comprendida como negocio. Sin embargo, el personaje de bulto aquí se siente más o menos recibido. Es en el espacio que podríamos llamar más propiamente público donde el personaje se siente rechazado, o se siente como una piedra en el camino, que es una de las metáforas que se utiliza.
También me interesaba, en el momento en que escribí bulto, cierta idea más o menos confusa de la redención individual, a partir del deseo de una amistad distinta de esa amistad del negocio, que, desde el epígrafe, que viene de Frankenstein, se figura como una amistad imposible. Porque todos sabemos que la amistad en Frankenstein conduce a la condena, al rechazo, a la persecución o, en otros términos, al devenir monstruo. Creo que el personaje de bulto conoce esto y de ahí viene su miedo, y de ahí viene su pasividad.

Es posible que en bulto curse más de una historia entrelíneas, en particular, quisiéramos preguntarte por aquella que ocurre bajo la ropa, por esa trama que en tanto apertura va exponiendo lo íntimo como público y que, a la vez, hace de la ropa no solo un lugar, sino también un tiempo: ¿qué retorna desde ahí y hacia dónde te lleva hoy esa escritura, que tal vez podríamos llamar escritura del desnudo?

La ropa es importante en bulto, es una manera de navegar el mundo, pienso. En términos más específicos la ropa tiene que ver con la idea del ethos, que viene de la Retórica. Del ethos como presentación de sí, por la que el orador convence, persuade o seduce a su auditorio. No solo, por ejemplo, por la calidad de los argumentos de ese orador, tampoco por su vinculación patética con una audiencia, sino también el orador convence por sus gestos, por la imagen que proyecta. En ese sentido creo que la ropa en bulto, como signo de un llegar a ser a los ojos de los otros, es más parecida a un espejo, en el que los otros se miran.
Me interesaba la idea, respecto de la ropa, me interesaba la idea de vestir un espejo. Así también en su variación, la idea de vestirse frente al espejo. En otro sentido, la ropa también funciona en bulto como una estrategia de ocultamiento del cuerpo; tanto del cuerpo arrogante que quiere la inmortalidad, por ejemplo, en la continuidad de la vida o en la sobrevivencia, como del cuerpo herido, que desea una muerte justa o, como se repite más de una vez en el libro, una vida digna.
Respecto de la idea de la dignidad no fue sino releyendo hoy bulto, que me di cuenta de esta idea planteada de manera más o menos automática cuando escribí el libro, la idea de la dignidad perdida o concebida como falta, como desaparición.
En bulto hay un grupo social específico, que es el de los obreros portuarios, que ya no existe en la realidad del personaje, así como tampoco existen sus demandas por justicia, ni sus manifestaciones públicas y políticas, sus marchas. En bulto, el personaje, sin embargo, las ve, las añora cuando se enfrenta a las avenidas que son como grandes ríos de gente desorganizada. Este otro sentido de la ropa como recuperación o simulacro de la dignidad perdida, recién la vengo a entender hoy, cuando la protesta en Chile, por ejemplo, ha recuperado y resignificado esa palabra: dignidad. En este sentido creo que la desnudez en bulto no aparece, sino que lo que aparece es un cuerpo provisorio, cubierto por las imágenes de la ejemplaridad o la imagen de la dignidad ausente.

¿Cómo piensas que bulto se inscribe en tu trabajo o actividad previa como escritor?, ¿cómo concibes este trabajo amplio que algunxs llaman obra?

Bulto es el único relato que he publicado y también el único que he terminado o, por ponerlo en otras palabras, es el único relato que no he abandonado. Mayormente he publicado libros de poesía y también he escrito crítica, pero, quizás no vale la pena hablar de eso. Sin embargo, la novela siempre me ha rondado, es como un fantasma. Escribir una novela o, más bien, llegar a escribir una novela, que es como decir: encontrar el espacio y el tiempo o la experiencia de escribir una novela, una novela que pueda hacer pasar por mi vida.
Alguna vez intenté escribir una novela, pero siempre he terminado por abandonar esos proyectos de largo aliento, por decirlo así. Pero escribo, sin embargo, un diario, que publico en internet regularmente desde el año 2016, luego de publicar bulto. Ya no sé cuáles fueron las razones detrás de esa decisión, pero es algo que he continuado haciendo, y es una escritura que no tiene un horizonte inmediato, que no piensa ser un libro y es una escritura que no pienso…, cuya finalización sea ese objeto que denominamos libro.
En algún sentido, el diario aborrece la idea del libro, así como también aborrece le idea del escritor. Ese diario que se llama Diario abierto es como un reservorio más bien. Me gustaría pensarlo así, más bien como un reservorio o un pozo, del que puedo recoger cosas o formas, pero nunca un laboratorio de experimentación, por ejemplo. Sino que es un lugar, un reservorio en el que recojo cosas que luego se transforman en otros textos. Aunque a veces, también, ciertas ideas de libro o ciertas escrituras que pienso como libro se desarman y se transforman en notas o en otras formas breves que van a dar o a caer en el diario. Y allí se juntan con otros fragmentos, con otras notas, etc. El diario es la materialización un poco de ese tiempo del vacío del que hablaba antes. Ese tiempo donde no pasa nada y podemos mirar y escuchar.
La pregunta era cómo se vinculaba bulto con mi otra escritura y la respuesta quizás más sincera es que no lo sé; si no a partir de ciertas ideas del montaje, ciertas ideas de la cita, la nota, y de la transformación imaginativa de estas notas que, en la escritura del bulto, por ejemplo, tenía que ver con recoger o recopilar un conjunto de citas y tratar de imaginar los enlaces entre ellas y, en ese sentido, también, pensar en una escritura de la difuminación.
Publicado originalmente en Experimental Lunch. 27 de febrero de 2020


Primero que nada, muchas gracias por tu tiempo. El 2019 lanzaste a través de Traza Editora la segunda edición de tu libro Bulto, el cual fue lanzado por primera vez el 2016. ¿Cómo se gestó la idea de una segunda edición y qué te llevó a atreverte a realizarla?

Quizás haya que decir algunas cosas. Traza es antes que una editora una instancia colectiva de trabajo, reflexión y aprendizaje. Es un espacio que está desarrollándose, de manera lenta. Un espacio móvil, en el que participan muchas personas, abierto a quien desee participar, que tiene distintas dimensiones, la editora es una de ellas, pero todo partió con la experiencia de cinco talleres (de poesía, narrativa, de lectura y de crítica) que se llevaron a cabo durante 2019 en diferentes lugares de Santiago de Chile. Todos con la convicción de generar desde la creatividad instancias transversales de diálogo.
A este contexto, se sumó la invitación que recibí el año pasado para asistir al Festival de poesía Panza de Oro en Cochabamba. Esta era también una invitación para ver a lxs amigxs de por allá. Pensaba que debía llevarles algo y surgió la idea de reeditar Bulto.
Aparte de lo anecdótico, Bulto es un libro con el que todavía me identifico, en el que hay una escritura que aún no está resuelta para mí, respecto de la narrativa, del realismo, respecto del pensamiento alegórico, respecto de la forma de la alegoría y sus niveles de funcionamiento: el nivel de la historia, donde los hechos se suceden durante la mañana que vive el personaje, y el nivel analógico, en el que los hechos se desdoblan en semejanzas que tienen por función anticipar y espejear la historia, introducir una cierta articulación de signos precarios, de imágenes tenues para hacerlas vibrar, sin una identificación plena entre el nivel de los hechos y el nivel de las imágenes.
En el libro pasan muchas cosas que parecen inverosímiles para una mentalidad realista, sin embargo es un libro que parte del realismo, no se despega de un realismo más o menos tradicional, y lo inverosímil simplemente pasa; es decir, sucede en la historia y, a la vez, no es atendido por la historia. Estas condiciones de lo inverosímil pienso que, en contraste con la racionalidad de la narración (como forma narrativa de la vida por la que podemos decir: la novela/el día/la vida comienza con la salida del sol), hace vibrar el relato en algunos momentos. Es la referencia a escritorxs como María Luisa Bombal, Nicomedes Guzmán, Manuel Rojas, Mauricio Wacquez, Heinrich von Kleist, Martín Adán, Mary Shelley, Roland Barthes, Clarice Lispector. Referencias que no solo construyen un horizonte estético que puede ser más o menos complejo, sino que se materializan en el montaje de citas e ideas que ayudaron a la escritura del relato y que, en términos de la narrativa, son las ideas que aún me interesan, me conmueven, me comprometen con la vida.
Otra de las razones para su reedición es la problemática abierta del género que el libro aborda y que se experimenta en un mundo atravesado por políticas de control, vigilancia e identificación. Políticas que según entiendo son, en el nivel de la gestión de la vida, lo que los órganos sexualizados del cuerpo son en el nivel de la experiencia: motivos de placer, felicidad, comunidad, represión y violencia.
En un nivel personal, no quiero dejar de pensar los sentidos de la vida y el dolor propios en un régimen político de sobreexposición, pues tiene para mí la cualidad de una tarea, un trabajo.

Tu libro Bulto parte de una forma increíble. ¿Cómo nació y le diste forma a este inicio? ¿Qué sientes que ha ocurrido en nosotros con las muertes de ambos dictadores?

El fragmento inicial del libro fue el primer texto que escribí, el año 2013. Entendí cuando lo escribí que allí había un relato que yo podía contar. Luego lo abandoné por dos años. El libro se publicó en 2016, pero lo escribí en un par de meses, en 2015, en un proceso que fue intenso y desgastante, a pesar de que el libro es muy breve.
Sobre las razones de este abandono pienso que quizás todavía faltaba vivir, leer más, escribir otras cosas o, simplemente, no tenía ganas de hacerlo, de someterme a la intensidad del libro, de la novela como forma fantasmática. Una tercera razón puede ser la flojera, la comodidad. Suena un poco farsante todo esto, pero tuvo que pasar algo en mi vida para escribir el libro, y yo entiendo esa experiencia como una verdad.
Roland Barthes parte el curso sobre lo neutro que realizó en el Colegio de Francia a fines de los setenta con una excusa similar: “Entre el momento en que decidí el objeto de este curso y aquel en que tuve que prepararlo, se produjo en mi vida, algunos lo saben, un acontecimiento grave, un duelo”. La muerte de su madre supuso una pausa, una reconsideración del curso y, luego, una reconsideración de su escritura. La novela aparece como el fantasma, el deseo, el horizonte utópico que explora en los cursos de los años siguientes. A ese proyecto de novela lo llamó Vita nova. Por supuesto la novela no es real, es un signo, una imagen que posibilita la producción vital.
Yo no padecí un duelo en términos estrictos, pero sí un desprendimiento, un cambio de vida. A partir de ese hecho el relato se desenvolvió, encontró sus cauces y, de manera quizás más importante, encontró la especificidad de lo que tenía que decir: en relación conmigo mismo, en relación con la historia, la justicia, la violencia y la política de dos países –a pesar de que no lo parezca– muy similares, como Argentina y Chile, que comparten solidaridades y mezquindades.
En lo que no se parecen (y esto es el horror, es parte del horror que estamos viviendo hoy), es en su actuar jurídico, político y social respecto de la violencia estatal y, en general, las violaciones a los derechos humanos. Videla murió en la cárcel, el dictador chileno murió rodeado por su familia. Más allá de estos datos no puedo arriesgar una interpretación de la historia del Cono Sur. Pero sí me gustaría resaltar una imagen, la portada del diario Página 12 que el día de la muerte de Videla publicó una gráfica dolorosa y beligerante, en blanco y negro, en la que la VIDA quedaba sobre la superficie de la tierra y, abajo, en la fosa recién cavada: EL.
Pero aparte de esta necesidad de mostrar tal inconcordancia en la historia de ambos países, también necesitaba introducir la idea de que el tiempo histórico no pasa. El pasado participa de nuestra vida política actual. O como diría Silvia Rivera Cusicanqui, la superficie sintagmática del presente está conformada por tiempos mixtos. Esta idea que tiene efectos inmediatos en ciertas concepciones lineales de lo histórico, tiene también consecuencias en nuestras vidas y debería tener consecuencias en el plano de la justicia: las heridas no se cierran, los muertos viven, las epistemes que se desean enterradas, las estéticas que se pretenden superadas reverberan en el presente. El pasado siempre nos acompaña, los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles, el criminal es contemporáneo de su crimen.

¿Cuál es el vínculo o la relación entre las muertes de ambos dictadores y el personaje principal, un hombre sin pene?

La muerte de los dictadores es un espacio de contrariedad. Parece otorgar un nuevo impulso que permite la reanudación del movimiento del mundo y la historia truncados, pero esa muerte es contemporánea de la emasculación del protagonista.
Me interesaba esta contemporaneidad sobrecargada: un personaje sin pene que recibe la noticia de la muerte de su padre la misma mañana en la que termina de morirse en la cárcel el dictador argentino. Y me interesa por lo que te decía arriba, la historia abierta continúa, no se resuelve, encuentra nuevas formas de manifestación, otras heridas sociales que se materializan de manera física en los cuerpos que padecen la injusticia.
Me parecía importante en el relato trabajar el espacio de la representación, el espacio estético como un espacio de beligerancia, de contrariedad, en el que se suspende la resolución de los conflictos y, en términos amplios, la esquematización paradigmática de la realidad y sus cristalizaciones, para entender que toda visión del bien, toda idea del paraíso se levanta sobre regímenes que son opresivos tanto en términos materiales como en términos abstractos, que las condiciones de producción de enunciados no están dadas solamente por la capacidad humana de la fonación, sino que esas ocurrencias discursivas se inscriben en instituciones, que las instituciones necesitan dinero y que el mercado, las instituciones y el lenguaje crean divisiones (sexuales, políticas, sociales, de trabajo) que afectan directamente a las personas. Hablar, decir, escribir son actos de generación de sentido y, por tanto, actos sin ingenuidad porque cuando hablamos, cuando decimos, por ejemplo, que la nueva constitución se va a redactar en una hoja en blanco, la sociedad se mueve, la política institucional se reactiva, el gobierno consigue un respiro. A partir de ese día 15 de noviembre de 2019, no solo no se acabaron las protestas, sino que también se fue consolidando la represión de la mano de la retórica de la paz y el orden social.

Hay un conflicto en el personaje en donde es presionado por el entorno que lo enjuicia sobre lo que es ser masculino, internalizando en él la culpa. ¿Sientes que es este un conflicto propio de la mayoría de los hombres en nuestros días? ¿De qué forma deberíamos afrontarlo?

No es culpa. La experiencia del personaje en específico es la de la vergüenza. Y esta vergüenza puede ser plural. Uno se avergüenza de su pasado, de su origen; uno se avergüenza también de acciones y comportamientos, por haber arruinado la imagen propia, por haber dañado a alguien, por haber cometido un crimen. Es, en este sentido, un proceso reflexivo por el que la subjetividad se mira a sí misma.
Pero la vergüenza también es timidez, una cierta introspección antisocial, una especie de dificultad para enfrentar los afectos y la vía del desarrollo individual que se impone a veces como única vía. Puede ser la manifestación de experiencias traumáticas. Es como un peso que se carga en el cuerpo e impide el movimiento en los casos más agudos.
En otro sentido, uno se avergüenza de los demás, de sus acciones, de sus palabras, lo que conocemos como vergüenza ajena. En este mismo campo semántico, el otro puede llegar a ser, todo él, una vergüenza, un ser despreciable.
Además, se habla de “las vergüenzas”, como palabra pudorosa que se usa para referirse a los genitales.
Son estos sentidos múltiples los que me interesan. No creo en la retórica de la opresión unilateral, no creo en las explicaciones monocausales y mucho menos en frases como “la mayoría de los hombres” pues son generalizaciones que despolitizan, naturalizan la opresión y, así, ocultan la solidaridad que existe entre la tecnologización, la mercantilización de la vida y el lenguaje moral. Conceptualizaciones como esa conducen a pensar en la existencia de subjetividades estáticas, más o menos dóciles, más o menos moldeables o ejemplares, caminos a seguir, alguna luz al final del camino.
El personaje de Bulto carga un peso alegorizado en su vergüenza: es el peso de su origen, de su maldad, de sus crímenes, de su pasividad emocional y su desprecio por los otros. Aunque la de la culpa parece una lectura plausible, creo que le quita profundidad a una vida que si tiene algo de afirmativa es en su deseo de vivir, continuar viviendo, encontrar a quien amar y que ese amor sea recíproco, para asumir su vergüenza y poder sobrevivir en un régimen político de sobreexposición que promueve la imagen (aunque es más bien el ícono, las meras semejanzas formales) como modo privilegiado de participar en el mundo.
En este contexto, la de los hombres conflictuados es también una imagen. El personaje de Bulto, en cambio, no quiere ser visto o quiere pasar desapercibido y, a veces, una forma efectiva de pasar desapercibido es en medio de la opresión: como un oprimido, como un opresor.

¿Cómo te llega todo lo que ha ocurrido en nuestro país desde el 18 de octubre hasta la fecha?

El momento actual es complejo. Todavía no existe una manera consolidada de referirnos a estos últimos meses. En la prensa le llaman estallido, otrxs lo llaman movimiento social, protesta social, revuelta, lucha. Creo que esa indeterminación al momento de hablar de la realidad es por un lado productiva pues nos compromete con la reflexión colectiva y constante sobre nuestras vidas en este contexto particular. Las personas se reúnen en asambleas, entre vecinxs, en sus territorios, se organizan en grupos de apoyo mutuo, en brigadas de primeros auxilios. Existe una necesidad de autocuidado y cuidado de lxs otrxs, de lado de una necesidad de aprendizaje, en términos más concretos, de politización de la vida, de educación en el disenso frente a una política que pareciera no necesitar de la ciudadanía para funcionar, alejada de la vitalidad, del compromiso cotidiano.
Por otro lado, esta dificultad epistemológica da cuenta de que la retórica política –en el mejor de los casos– es ineficaz para representar nuestras vidas heterogéneas, que se manifiestan en acciones, signos e imágenes ininteligibles para la política, los medios de comunicación, ciertas teorías que nos permitían participar del mundo de manera más o menos cómoda. O más bien hablo de mí, que me permitían participar del mundo de manera más o menos cómoda.
En el espacio de la literatura, que es el espacio del que me hago parte mayormente pues mis amigxs, mis conocidxs son poetas, se vivió una especie de culpa por la que hablar de poesía, de lanzamientos de libros era un asunto que se percibía como superficialidad, trivialidad, apoliticidad. En el ámbito de Traza nos reunimos de manera más o menos frecuente para pensar estas cuestiones en una instancia grupal de estudio que no se ciñe exclusivamente a quienes participan del colectivo. Gracias a ese diálogo con personas muy valiosas comprendí que la literatura entendida como vida superflua es otra de las manifestaciones del régimen político actual. Esta atribución de superficialidad descansa en una división antigua, la división entre trabajo manual y trabajo intelectual que es del todo engañosa. Los libros son construcciones grupales, multidimensionales, frutos de experiencias de vida y de trabajo que comprometen el cuerpo entero y la sociedad. Otra cosa es que se tenga la sensación de que son instancias apolíticas, inermes, inefectivas. Eso es parte también de comprender este momento, sacudir esas ideas funcionales a las retóricas que separan realidad y representación. El lenguaje participa del mundo como ya hablamos más arriba, es solidario de la opresión, afecta los cuerpos, pero por lo mismo, por ese poder que tiene sobre nuestras vidas, es una posibilidad de sacudida, es una posibilidad de diálogo, de desjerarquización, puede alimentar la protesta, nos permite vivir juntxs.

No estoy seguro si lograste presentar tu libro formalmente, si no lo hiciste, ¿tienes fecha para esto? ¿Tienes pensadas nuevas presentaciones o lecturas?

El lanzamiento de Bulto estaba programado para el día 6 de noviembre pasado. Conversamos la situación en el colectivo y se tomó la decisión de suspender de manera indefinida el evento pues teníamos que dirigir nuestras energías a otro asuntos, tras una semana de toque de queda, con militares en las calles, la presencia constante de fuerzas especiales y una represión que se ha ido intensificando tras la evidencia de la escasa influencia política de los organismos de derechos humanos y el fracaso de las acusaciones constitucionales contra el presidente y el intendente de Santiago.
Como sabemos, la complacencia de la política de los consensos (que se crea a sí misma, se alimenta a sí misma, crea sus propias condiciones de existencia) ha conducido a un escenario discursivo en el que el universalismo de los derechos humanos se ha fracturado frente a la validación de la brutalidad policial. Conceptualizada la protesta como violencia pura, el discurso conservador del “orden social” (palabra pudorosa que se usa para referirse a la empresa privada) se ha impuesto como garantía de la represión que se ve en las calles, la flagrancia de la institución de Carabineros y del gobierno al que obedecen.
Pero por supuesto hay que participar de todas las instancias posibles, moverse en los intersticios del mercado y la política institucional, incorporar el duelo en los espacios en los que participamos. Seguramente surgirá pronto la oportunidad de una presentación del libro, pero aún, al menos yo, no lo tengo claro.
Publicado originalmente en Grado cero. Suplemento de literatura. Diciembre de 2019, p. 4

“El punto ciego es la zona de la retina de donde surge el nervio óptico” (Wikipedia) una bisagra entre ver y no ver, un origen que excede la visión y la hace posible. Confundiré groseramente visión con visualidad para hablar de Bulto, nouvelle editada en formato pequeño (16x11 cm, auténticamente de bolsillo) escrita a la altura de esa reducción: pulcra, despojada de histrionismo, transparente en el sentido de membrana que solo se ve cuando se pone delante de otras cosas; como el papel, no como el vidrio, de un transparente misterio que se sostiene estrictamente en el plano del lenguaje. En esto veo el primer valor del libro.
Al obstáculo eterno para la buena escritura, «esa imposibilidad de elevar a la altura de la imaginación aquellas cosas que existen bajo el escrutinio directo de los sentidos» como diría W. C. W., buena parte de nuestra literatura postnetflix decidió sortearlo vía visualidad. Un elogio habitual para un libro de cuentos o una novela es el hecho de ser filmables, lo cual, dadas las condiciones de producción audiovisual contemporáneas (una fuerte tendencia a la linealidad, un regreso a la invisibilización del montaje, un aristotelismo exacerbado por el 4K y su obsesión con el paneo horizontal) no hacen sino atentar con lo estrictamente literario, que acá no es una apología esencialista sino la defensa del nicho como resistencia a los embates del mercado. A sus condiciones, ¿qué nicho es el de un libro así? El del poema, o al menos el de un medio, el independiente, en el que el poema como material producido, consumido y editado, continúa siendo vital.
“Llegué a los 30 años sin pene. Videla murió ayer a los 88, condenado en una cárcel pública; el otro hijo de puta murió como buen cristiano sobre una cama del Hospital Militar, a las 14:15 horas del día 10 de diciembre del año 2006, en Santiago de Chile”.
Desde el comienzo sabemos este oxímoron del protagonista: carga con una falta; sabemos que falta no es carencia sino diferencia, y sabemos (vamos sabiendo, diría mal pero precisamente) que eleva esa diferencia desde la cotidianidad a la dimensión del lenguaje para devolverla a la cotidianidad, lo que Vallejo hace con el pueblo, y Dickinson con la naturaleza. Este es el tono del libro, el de un entre, el de un médium.
Los polos entre los cuales se ubica son varios: la muerte de Videla sentado en el wáter en un penal, solo, viejo, varias veces condenado no solo jurídica sino socialmente, versus la muerte de Pinochet, en una cama, rodeado de inmundos civiles y milicos que lo amaron y que aún hoy lo guardan en sus inmundas memorias. También el agua versus el continente; el protagonista pasa toda la narración en la costanera del Río de la Plata, lugar desde donde puede radiografiar (no fotografiar) varios tipos de personas demasiado típicas de Buenos Aires, “Los viejos del club náutico que son o fueron millonarios, se enriquecieron en los noventa a punta de información privilegiada”, “hombres de negocios, especuladores, antiguos socialistas”, “desempleados, hombres y mujeres obligados a rondar las mismas calles hasta perder la paciencia, la dignidad o, lo que es lo mismo, sus últimos pesos. Sobre sus chaquetas, quizás, el sol no brille”, “migrantes haciendo fila para obtener la Residencia Precaria”.
Otro versus, el versus desde el que viene y hacia el cual se dirige durante la mañana que dura la narración es Antofagasta-Buenos Aires-Antofagasta. El padre del protagonista muere en su tierra natal y él debe regresar a su casa. De lo que se desprenden otros versus interesantes: su madre y su padre, la viva y el muerto, la presencia y la ausencia que se intercambian papeles en los olores de la almohada y en la parte de la cama que usaba aquel y que lo constituye, ahora que no está, más total que nunca.
Qué es ser hombre, a qué vuelve uno cuando vuelve, qué abandonó, qué perdió y con qué cuenta son preguntas que propone en voz baja, susurrando, un poeta que escribió una hermosa nouvelle.

Publicado originalmente en Vallejo & Co. 14 de mayo de 2019


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No es fácil aventurarse en el diseño de un eventual mapa que todavía no sabemos hacia dónde nos llevará. Quizás hacia ninguna parte por ahora, salvo por los gestos (poemas) que van encadenando una serie de señas que remiten hacia ellos mismos tal como esas luces intermitentes que se distinguen borrosas en la noche de un mar oscuro.

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Concluido bajo el peso de la evidencia ese ímpetu de pretendido cariz épico y fundacional de una parte no menor de cierta poesía “joven” chilena de a principios de 2000, como asimismo el vaciamiento definitivo en torno a esa querella entre inquisitorial, artificiosa y risible por las exigencias sociopolíticas a lo que alguna vez se llamó “poesía de los 90”, el umbral del Bicentenario, las movilizaciones sociales de 2011 y el socavamiento de los “grandes discursos institucionales” tanto en lo político, religioso y valórico, todo ello muy probablemente nos hacía entrar como lectores (tanto de los hechos como de los poemas) a un ámbito enrarecido y difuso que, hasta hoy, nos hace sentir que muchas cosas se han volatizado. Quizás de manera muy concreta en el cotidiano, en la calle, en el aula, en la familia, en las redes sociales, muchos apreciamos que la “postmodernidad” -o lo que fuera- ya no era un concepto privativo de filósofos y sociólogos franceses de los 80 y 90 y, por ende, de sus eventuales y aventajados aprendices y seguidores universitarios. Para nada. Tal vez a partir de 2010 y durante toda esta década a punto de concluir, hemos entrado de frentón a la ansiada “modernidad”, algo desfasados eso sí, pues toda conceptualidad ahí concentrada sin duda ha estallado por los aires. Pero en esta ocasión no lo veíamos en una pantalla, solamente: lo palpábamos -y seguimos palpando- en las conversaciones, en el murmullo cotidiano, en los discursos e imágenes urbi et orbi que nos dejan callados y pensativos, azorados y ansiosos.

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No creo que exista necesariamente una relación causal entre una época y su producción artística. En este caso, poética. La causalidad me hace pensar que la pretendida idea (o superstición más bien) de que la acción que vemos en lo social, debe, puede y necesita ser “reflejada” en un texto, una escritura de tal o cuales características, en una especie de conjuro que nos permita pensar fantasmagóricamente que no hay disociación entre lenguaje y acción es, por lo menos, una quimera. En este caso, entre el poema y lo real (o social dirían otros, en lo “político” los más enjundiosos y nostálgicos). Pero tal vez en esta década que se nos está acabando a una velocidad espeluznante, aún no calibramos la representación que nos hacemos respecto del tiempo que nos sacude en su intensidad alucinatoria y el tempo que el poema posee respecto de sí mismo y de las palabras que ha invocado para hacerse cargo de su propio peso. Si leyera varios de los poemas que en esta década se han escrito por los así llamados “poetas jóvenes” chilenos, sin duda emergería un florilegio que hace de la dificultad su contraseña.

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Acá estoy tratando de pensar la palabra “dificultad” en diversos niveles: por un lado como la opacidad que la textualidad del poema ofrece en una no-resolución de sus conflictos aún visibles respecto de la mímesis en lo que llamaría de modo muy provisional tensión referencial como, por otro lado, la disolución de la experiencia pragmática de aprehender el lenguaje como un sistema semántico, constituido lexicográficamente y organizado gramaticalmente y que menta su propia impenetrabilidad e indecibilidad en cuanto sentido. En tercer término, en lo que implica lo que alguna vez Paul de Man denominó como “ceguera” y que, en este caso, significaría la constatación abismal de una conciencia que vuelve al texto mismo un sistema complejo de figuras. No obstante lo recién dicho no pretendo dar con estas escuetas pseudo-aseveraciones pasto seco a una pretendida teorización vacía. Más bien pienso (leo) esta múltiple noción de dificultad referida a una serie de poemas de un puñado de poetas que aún podríamos calificar de jóvenes (nacidos todos en la década de los 80 del siglo recién pasado) y que de alguna forma son felices y afortunados sobrevivientes del naufragio de las querellas enunciadas más arriba. En un arco que va desde lo escrito por Víctor López (1982) y Rodrigo Arroyo (1981), pasando por Julieta Marchant (1985) y Diego Alfaro (1984) hasta llegar a ciertos poemas de Lucas Costa (1988) y Cristian Foerster (1988), entre otros, puede tal vez articularse un modo o manera de elaborar poéticamente la duda ante la transparencia discursiva que desemboca en la siempre recurrente necesidad de una poesía temática y que vuelve una y otra vez por sus fueros. En estos poetas, en parte más bien de sus escrituras -no en su totalidad, pues la mayoría de ellos efectúan un work in progress que inhabilita juicios totalizantes- es posible hallar de alguna forma esos diversos niveles de “dificultad” en lo que implica vérselas con el poema como fenómeno complejo abandonada toda pretensión idealista de imaginar la identidad como algo dado. En ese sentido esta sensibilidad que es posible rastrear en las diversas estrategias retóricas que asumen los poemas de estos jóvenes autores, mentan una no menor autoconciencia escritural al borde del delirio solipsista o incluso de su autoanulación, pero también como evidencia de la rotura de la romantización de lo que implica la poesía como discurso contenidista.

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En el movedizo magma que es la poesía chilena actual y donde, como lector, identifico las señas recién descritas (y que podrían complementarse perfectamente con varias otras menos unívocas), creo que Insistencia del día de Víctor Quezada (1983) viene a confirmar algo por partida doble: por un lado la razón de obra que Quezada viene haciendo desde principios de 2000 y que recala después de una serie de textos diversos, en este libro; como por otro lado, en el eventual lugar donde su escritura se ha ido articulando respecto de sus coetáneos y de sí misma. Ahora bien, lo que me interesa leer en Quezada es la persistencia de un modo: no en el sentido de estilo o algo semejante, si no en lo que significa hacer de la “dificultad” un motor que moviliza la escritura en tanto reinvención exploratoria de sus propios recursos. En esto Insistencia del día (Komorebi Ediciones, 2018) no es un libro que de improviso surja como una especie de excepción. Al contrario, me parece que desde el primerizo Veinte (2004), pasando por Muerte en Niza (2010) y Yoko (2013), amén de otros ámbitos escriturales de difícil caracterización y fecundos en su ansia de exploración escritural, tales como Compost (2013) y Bulto (2016), Quezada va una y otra vez inventando sus propias imposibilidades, sus propias dificultades que, en cierta forma, son el diseño de sus propios límites  -oxímoron feliz en todo caso: nada más abierto que el gesto escritural de Quezada menos hacia la disolución de formas que hacia la asunción de la escritura como una especie de ejercicio que taladra la invisible y a la vez monolítica pared del sentido-, es decir, el otorgamiento de su propia norma que trata de practicar una verdadera operación de disección de sus propios mecanismos poéticos en la medida que son articulados en el necesario enfrentamiento con aquello que antaño llamábamos mundo, realidad y que al constatar su disolución (y desilusión) revierte en salto mortal hacia la configuración de esa dificultad que la posibilita retóricamente. Pero esto, Quezada no lo asume por supuesto de modo unívoco. Dicho en otros términos: cada uno de sus libros palpa el intersticio con un nuevo tacto, en donde lo nuevo no es la superstición de la superación progresiva, sino más bien la aliteración de los recursos agotados que el mismo lenguaje posee al constituirse como poema. ¿Una poesía del cansancio?, ¿una poesía del desgaste? No lo creo, más bien, una poesía que hace de su propio vaciamiento, tensión de su fractura y constatación de sí misma.

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Dicho eso, si volvemos la mirada a Insistencia del día, encontraremos que su organización triádica es sugestiva. La “tentatio” de un diseño dialéctico es sólo aparente, pues ninguna tesis es rastreable como singularidad de su planteamiento. Esa organización tal vez obedece a otra cosa: a la paulatina dislocación que el lenguaje va poseyendo en su disposición mientras el ejercicio lector intenta, en medio del marasmo, constituir alguna especificidad, cosa ésta que, al parecer, se ha volatizado.

Las tres secciones de Insistencia del día son: “cielos de la ciudad extranjera”, “deriva” y “cuarenta días”. De cada una de ellas, me parece que sólo la primera obedece a la noción clásica de una agrupación de poemas bajo el alero de sus respectivos títulos. La segunda sección, “deriva”, es un texto de largo aliento que ocupa el cuerpo central del libro y como veremos a continuación es una singular manera que posee la dificultad para hacerse escritura configurándose como “poema extenso”. Finalmente, “cuarenta días” lo leo como una sección donde la disolución asume un cariz aforístico y aún un tono sentencioso.

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La ciudad ha sido desde hace ya casi cuarenta años un “locus amoenus” muy solicitado por la poesía chilena. Sus variaciones últimas pueden ser rastreadas, en lo más fundamental, en la poesía de Germán Carrasco o Andrés Anwandter y en ciertos recovecos de varios poemas de Víctor López, Gladys González y Rodrigo Arroyo entre los más cercanos a mi memoria lectora. Las referencias a Lihn, Harris, Hernández y Millán son, sin duda, referencias vueltas acervo cultural inequívoco, son ya “tradición” por decirlo de algún modo y, ante eso, ¿qué decir, qué nuevo espacio habitar poéticamente? Sin duda la ciudad que poetizan todos los autores recién nombrados, no es la misma: sus descripciones, sus obsesiones, sus pasadizos y sus pesadillas no son las mismas, a pesar de tener cada uno sus peculiaridades bastante reconocibles. El espacio urbano ha irrumpido con fuerza en la poesía chilena de los últimos cuarenta años como para pasar desapercibido. Es así que la ciudad no es una anécdota, ni un mero paisaje; ha devenido una configuración de la experiencia -o de su destrucción- con un brío que siempre bordea el límite del espasmo retórico, volviéndose, simultáneamente, correlato de las percepciones del sujeto que en el poema va enunciando sus diversos avatares. En la primera sección de Insistencia del día, Quezada nos muestra el espacio que el sujeto que enuncia va configurando mientras es posible ver cómo se desplaza. No como un flâneur decimonónico que entra extasiado en los rincones más movedizos de una experiencia electrizante, más bien como un sujeto descentrado que no vagabundea, sino que padece una especie de autoconciencia de su exclusión: un sujeto errante, un “extranjero” que no es de “acá”:

los libros –como las ciudades–

no comienzan ni terminan

a lo sumo fingen comenzar y terminar o

todo es diferente bajo el sol

aunque cada cosa esté en otra a su manera (puede ser)

……………………..y de manera distinta

……………………..de cómo está en sí misma

 

Lo inabarcable de ese vagabundeo no es la constatación del espacio físico, sino la inconmensurable cualidad analógica de establecer relaciones entre la ciudad y el libro. Eso implica varias cosas que nos obligan a meditar o leer con detenimiento. No estamos ante una descripción cuasinaturalista de un eventual referente, sino en presencia de la invención de un espacio simbólico que tiene a la textualidad como su sustrato. En ese sentido, la búsqueda del sujeto que va acá, deambulando, no es la irrisoria denuncia de la precariedad, sino la extrañeza que advierte entre los espacios imaginarios que permiten aunar poema, ciudad y libro. Acá “leer” es desplazarse, dentro de un “libro” que a su vez es una ciudad, que a su vez es una “ciudad extranjera”, que a su vez, es una fantasmagoría alejada de todo resabio de pretensión mimética:

por los vitrales de estas altas iglesias

de donde los solitarios saltan en busca de la tarde

………………………(dios mío

……………………..de dónde sale

……………………..tanta gente solitaria)

estrellas fugaces que cruzan estos cielos verticales

remedos del sol carros de fuego despeda-

……………………..…………………………………….zados en miles de

……………………..……………………………………..hogueras por el asfalto

 

En el transitar de la poesía de Quezada, el sujeto no es ajeno a la propia existencia de la escritura: su “ajenidad” -perdonando el barbarismo- es auto-concebirse como un “texto” más que va a la deriva en un océano de palabras, símbolos e imágenes. Menos que una experiencia histórica derruida por la explosión de toda posibilidad experiencial, acá es dable leer una disolución que conlleva en el fondo, un anhelo o deseo más bien conceptual: hacerse, volverse escritura, una especie de golem postmoderno hecho de jirones de palabras, pero también de imágenes.

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En la poesía chilena, el poema largo posee sus fueros indiscutibles: una tradición bien asentada con logros de obra notables que van desde el énfasis épico (Neruda) hasta el gesto reconcentrado (Díaz-Casanueva). Es un riesgo no menor el que Quezada articule toda la segunda sección de su libro con un texto de largo aliento que menos que relatar -el contar de todo poema extenso- enfatiza una deriva mental y verbal que se concentra, por un lado, en ciertas alusiones “naturalistas” -árboles desojándose, mares calmos, horizontes que se extienden en la lejanía- como, por otro lado, en el gesto reiterado de querer validar la experiencia verbal de esas imágenes. Por lo demás, Quezada, organiza esta sección menos en estrofas reconocibles, que en un puñado entre azaroso y calculado de agrupaciones de tres versos articulados al largo y ancho de la página, jugando con cierta densidad espacial que al lector le permite asimilar una respiración de sentido desde la organización visual de la escritura: un recurso que implica vérselas con cierta economía -la imposibilidad de articular un “relato” reconocible en pos de “sensaciones” verbales a modo de gajos de significado- economía que, sin duda, revierte hacia su propia autorreflexividad -presente, en todo caso, en todo el libro- y que, creo, conlleva una reiteración sobre materiales muy acotados: ciertas palabras que son puestas en “escena” bajo distintos modos -palabras como: hojaoscuridadbosqueaire– y que recuerda o evoca el antiguo juego mallarmeano de constituir en la escritura un correlato de experiencias no verbales y donde la música siempre era fundamental (la vieja idea de ver en Un golpe de dados una partitura). Pero si bien Quezada puede y podría jugar ese juego, lo restringe o más bien, atento a no caer en la tentación de la mera imitación desplazada, creo que baraja más bien la posibilidad de hacer un ejercicio minimalista, pero con los rasgos propios de nuestra sensibilidad: es decir, un ejercicio de elementos combinados muy precisos, que apela más a la asociación simbólica y mental de sus materiales con una austeridad retórica casi envidiable que a la asociación sinestésica y donde las palabras invocadas son como esas notas breves y únicas, pero reiteradas en densos ecos fantasmagóricos tal como ocurre en la mejor música de Philip Glass, Steve Reich o Arvo Pärt. Quezada no imita aquí un procedimiento, intenta, creo yo, hacer de la escritura un efecto de larga duración que apele a la calidad “mental” de los significados vueltos hace rato en entidades simbólicas más que a un mero vínculo mimético con algo llamado “realidad”. Por eso, la noción de “poesía conceptual”, a pesar de lo barbárico que ello implica como noción interpretativa, me parece el término más aproximativo por ahora, para intentar abordar la rigurosa y ascética propuesta de este poeta.

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El final de Insistencia del día es una sección titulada “cuarenta días” y que se constituye con cuarenta “fragmentos” entre uno y tres versos cada uno. Pero acá, como en otras partes de este libro, no es posible identificar este tipo de escritura con la noción tradicional de verso. Existe en estas páginas un esfuerzo de máxima condensación que se asume con un tono entre aforístico y evocativo. Así, los elementos tradicionales de todo poema -como ritmo e imagen- se volatilizan hacia su mínima expresión: el significante se autonomiza, las palabras se encierran sobre una reducida cadena de referencias y la ganancia de sentido de esta escritura se plasma en un fuerte utilización de la alusión, donde cada línea, a modo de un texto singular, se vuelve una reflexión, un mantra que repite una imagen traída desde otras secciones del libro y donde la sensación de continuidad sólo es posible en tanto dejemos de leer como un continuum, abriéndonos a una experiencia deletérea que nos exige la máxima concentración. Sin duda que este parte final, como en buena parte del libro, el silencio, representado por los blancos de la página, adquiere un sentido que hace que Insistencia del día, sea más que lo meramente enunciado, sino más bien, aquello que permanece oculto en el espacio habido entre palabra y palabra, entre grafía y grafía, un contratexto que sugiere y que se plasma como el gemelo secreto de sí mismo.


Ismael Gavilán.

Publicado originalmente en Letrass5


Insistencia del día de Víctor Quezada es un libro que transcurre en tres tiempos: Cielos de la ciudad extranjera, Deriva y Cuarenta días. Es posible nombrarlos de atrás para adelante y decir o leer que el viaje aquí descrito va y viene en el transcurso de cuarenta días a la deriva para así encontrar una boya que nos rescate y nos facilite la acción de flotar sobre las aguas de los cielos de una ciudad extranjera. Porque eso es este libro, una deriva entre objetos que signan un paisaje que a su vez permite que el que flota se afirme a algo para no caer por la borda antes de terminar el viaje. En definitiva, una búsqueda de los signos de la realidad que dan paso a la construcción de un piso o lugar, desde donde se materializa la mirada y la vida de un cuerpo opinante. Es justamente ese proceso, el que permite al personaje anclar en la eternidad del aquí y ahora.

Pienso entonces que el que escribe viaja desde los fragmentos que el ojo aprehende a la construcción de un pensamiento. Hornea un mundo a partir del asombro y lo amarra a detalles cotidianos y naturales: el sol que desaparece y vuelve al modo de un eterno retorno, la masa oscura y negra de la montaña cuya sombra y peso es inevitable, la gota de agua única que es en sí un mundo y contiene a todas las otras, etc. Con ese conocimiento camina el que escribe, con eso lucha y anota paso a paso una forma de ser y estar que fluye sin grandilocuencias y a pesar de los torbellinos e impedimentos que instala el abuso humano. Arma y desarma una y otra vez tanto el derrotero del poema como la visualidad y la ubicación de los versos, en su afán por dar con un modo de exponerse sobre la página para hurgar y encontrar un sentido.

El estado de extrañeza permanente del sujeto que habla en el poema es el corazón que bombea y signa el libro. El que habla se detiene para anotar porque intenta así dominar esa extrañeza que lo fragiliza en un mundo vertiginoso que no se detiene y, dice el hablante, si no lo escribe con urgencia, perderá el sentido y naufragará. Lo particular, contiene o es, también y siempre, el todo. Ahí, en ese “todo” donde la soledad se convierte en un pálpito de lo pasajero, encuentra el reino consciente y resistente entre las palabras. Palabras que son piedras o señas de un transcurso que se arma a punta de detalles que, como estrellas fugaces, brillan un instante para luego desaparecer en la inmensidad de un mundo que se resignifica en cada estación. Por ejemplo, un mirlo en medio de la bandada que oscura aparece, pasa y ya no está, sólo para que el espacio que resta entre sol y sol, se vuelva a llenar con esos mismos/otros pájaros negros. Cadena interminable que hinca su diente en la humildad de no ser más que un deseo fulgurante. Ese que se manifiesta en el instante presente. Ese aquí y ahora sin fin, ese eterno que nos envuelve para dar paso al mencionado aquí y ahora que lo sigue, construyendo así un estar eterno mientras anota una y otra vez.

Se podría decir que este poemario funciona como una intensa meditación sobre la vida y la muerte y que trabaja para construir un lugar, una referencia en la que sea posible habitar. Y, sin embargo, su escritura se articula como flujo continuo, como sucesión imprevisible de imágenes que no es posible fijar, salvo en la instantaneidad de cada una de esas estaciones que dibujan el camino del tránsito.

Hay, pienso, un manojo de micro-acciones que articulan el poemario y desestabiliza el eje central. Así es como dispersa la aparente dirección única que parece enunciar el poema. Decir también, que el libro es una experiencia que fija su relación con el lenguaje y la noción del tiempo además de una incisiva anotación contra la arrogancia humana. Este es un texto fragmentario que se articula en el montaje de las pequeñas grandes cosas o fenómenos. Una voz que se manifiesta con libertad creativa contra toda posible autoridad o jerarquización; contra todo abuso y explotación. Una elegía al poder de la palabra que nos permite resistir entre sol y sol.

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Texto leído en la presentación de Insistencia del día (Komorebi Ediciones, 2018). Librería Casalibro, Valdivia, 25 de enero de 2019.
Publicado originalmente en Letrass5


Los grandes maestros de la pintura China establecieron una serie de instrucciones y consejos para ejercer el oficio de la pintura según lo que hoy denominamos estéticas taoístas. En una colección de textos sobre este tipo de pintura se encuentra una historia que narra la experiencia de un pintor empeñado en pintar un jabalí que yacía dormido en la yerba de una pradera. Siguiendo los consejos de su maestro, el pintor contempló por largas horas al jabalí para captarlo completamente, vibrar en su frecuencia. Solo así lograría plasmar en la pintura eso inefable que encerraba todo el ser del animal. Un campesino que iba pasando, observó el cuadro del jabalí y comentó al pintor que le parecía que el animal en la pintura estaba muerto. El pintor dudó de las palabras del campesino, estaba seguro de que había pintado un jabalí que dormía plácido sobre la yerba. Sin embargo, al acercarse al lugar donde lo había encontrado, notó que el animal permanecía recostado en un estado de inminente descomposición. El pintor, sin ser consciente de ello, practicó la lección principal de la pintura taoísta; que el Chi de lo que se pinta se apodere de la muñeca que sostiene el pincel.
Insistencia del día por hablar de la continuidad, de la impermanencia, de lo que piensa el caminante silencioso en la contemplación de la noche. Somos ilusión continua, dinamismo continuo, el tiempo es circular, un nuevo día insiste cada día.
Este libro de Víctor Quezada acusa la existencia de un contraste entre el concreto y la naturaleza. Donde existe un cuestionamiento sugerente sobre la materialidad del mundo, como dice Lao-Tse: ¿Dónde comienza una rosa?
Cada día el poeta abraza la circularidad del tiempo para plasmar sus reflexiones en extractos que se asemejan a meditaciones en constante conversación con el principio de la no-acción. Al comienzo, textos para ser leídos en silencio, una mezcla de cemento y montaña, que apuesta a la esperanza de capturar algo de esa “oscuridad indescriptible” que nombra la voz, aceptando la soledad desde una cognición occidental pero en situación de silencio que apela a la posibilidad de poder decir lo oculto a partir del uso de distintos elementos, algunos denominados “experimentales”, sirviéndose de espacios vacíos o unidades de espacio, de posibilidades que requieren del lector para concretarse. Evidenciando la insuficiencia del lenguaje, cuestionando los paradigmas materialistas del acto de nombrar, lenguajear, escribir, a fin de cuentas, del acto creativo en sí mismo, que es propiedad de especies artesanas como la nuestra. La ruptura del espacio formal que ocupan los cuerpos textuales destaca una (de)construcción del texto, para construir (en su lugar tal vez) otros significados posibles. Todo aquello parece dar cuenta de la soledad que nos acoge. Estamos solos. “Sólo yo soy testigo de mi propia consciencia”. Encontramos un reconocimiento de la necesidad de invitar al silencio a que nos enseñe las cosas que creíamos comprender, porque conocimiento y comprensión no son sinónimos. Invitar al silencio es el primer paso para emprender el camino hacia la pérdida del nombre que pasa por el reconocimiento de las imposibilidades del lenguaje, rindiéndose ante este callar:
Dice la voz que al principio intenta hablar:

“(entre yo
. . . . . . . -el que escribe-
. . . . . . . . . . . . . . . . . . y la montaña
descansa el deseo de escribir
. . . . . . . . . . . . . . . . . . montaña
para que rompa la tierra
. . . . . . . . . . . se eleve
. . . . . . . . . . . bajo tus pies)” (18)

Luego sobre el reconocer las imposibilidades del lenguaje y la contraposición con la oscuridad indescriptible, la voz que acepta la necesidad de callar:

“un texto puede corresponder
como un gorrión
a los representantes prototípicos de la categoría
(los pássaros)
pero un mirlo es de una oscuridad indescriptible” (20)

“al reverso de cada cosa huye el mirlo
pero no vemos el mirlo en las cosas” (21)

Sobre perder el nombre, que es la duda transparente de la materialidad: “Nadie: me llamo Nadie” (21)
Cuando los propios límites se vuelven borrosos. Entonces queda lo otro, lo nadie. Lo sin nombre. Lo que no se puede nombrar. Existimos como criaturas que lenguajean en vez de existir como criaturas que ven. La insatisfacción de la expresión lingüística es como una metáfora de esta vida, donde buscamos representar eso desconocido que llevamos pero sin conseguirlo nunca realmente. Porque tampoco entendemos lo que es y de entenderlo, guardaríamos silencio.
Esta poesía viene de una contemplación que penetra la consciencia y cuestiona la materialidad sin muchas palabras. Justamente, los cuarenta textos finales se aproximan íntimamente al haikú, más allá de los tecnicismos. Encierra momentos que son como una serie de pequeños cuadros de tinta capturando el movimiento de una hoja, la montaña, el mirlo, la oscuridad indescriptible. El estilo de estos textos viene de un lugar de honestidad, aceptando la situación occidental del espacio enunciador. Por eso rehúye de las pretensiones forzosas y acepta-asume-construye un nuevo espacio, que es propio y desde aquí pero que captura esos momentos de epifanía que produce la escucha.
Víctor Quezada es extranjero. El sentimiento de la extranjería lo acompaña a lo largo de su camino creativo. Su paso por las ciudades y las lenguas, la mezcla de la no pertenencia lo llevan, a mi parecer, a esta reflexión de la Insistencia del día, donde la extranjería es algo más profundo que la tierra y el idioma. Es la humanidad que habitamos. El samsara que impulsa nuestra voluntad de vida al encuentro del camino a casa que se forja entre la niebla nocturna. Y por eso el acto de escribir aparece abriendo el texto, porque es tal vez, el acto creativo, un hilo enraizado a la consciencia creadora de la naturaleza, lo que nos mantiene un poco más próximos a esa casa originaria a la que aún no sabemos regresar.

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Texto leído en la presentación de Insistencia del día (Komorebi Ediciones, 2018). Librería Casalibro, Valdivia, 25 de enero de 2019.
Publicado originalmente en Letrass5

Víctor Quezada ha publicado Muerte en Niza (2010) y Yoko (2013), entre otros libros que flotan en algún lugar de la web. Ambos libros fueron publicados por separado, como unidad. En Marón americano, en cambio, vemos el listado anterior en un solo objeto. De cierto modo, resulta ser algo nuevo, o sea, el libro permite –porque ha de haber estado bien pensado– ser leído de otra manera, no solo porque “simplemente” se hayan reunido sus poemas en un nuevo libro, también se puede vislumbrar un nuevo hilo conductor, una nueva unidad. No estamos “releyendo sus libros anteriores”, o sí, pero es eso y más.
En este libro de poemas la voz nos va recordando que siempre existe un cuerpo de manera tácita; un cuerpo animal, un cuerpo humano, la consciencia y los sentidos de este. Estos conceptos merodean en Marón americano desde el primer hasta el último poema, ofreciendo siempre distintas formas y alternativas en las imágenes de cada verso.
El primer conjunto de poemas en este libro se titula “Un caballo solo arrastrando”, aquí hay invocaciones y ofrendas. Una imagen de lo primitivo y de la importancia espiritual que contiene el cuerpo en su naturaleza, en sus comienzos:
e invoco
al dios propicio y prometo
blancos muslos de blancos toros
roja sangre al cielo
blanca grasa entre la sangre
por evadir tu nombre
por querer el cuerpo allí
curtido y visible
más cuerpo que el reposo.

Luego, en la sección titulada “Muerte en Niza”, esa presencia tan diametral de cuerpos de animales, de sangre, de músculos y extremidades descritos a destajo, pueden ir desapareciendo. O, mejor, digamos que aquí el cuerpo es más humano que de animal carente de consciencia. Tiene la facultad de ir haciéndose menos visible e incluso introspectivo. Un humano con ojos cerrados en una cama:
La cama retrocede entonces
a polígono la almohada un diseño regulado y perfecto
El espacio inmóvil puedo
cerrados los ojos reducido a espalda.

De a poco va interrumpiendo una conciencia típica de una siempre usada corriente existencialista. La voz se pregunta: “¿Hasta dónde esta belleza interrumpe mi imagen?”. No se sabe con exactitud si hay otro impidiendo algo o es el mismo cuerpo que no se permite ver de modo nítido.
En “Yoko”, la validación del texto como “poesía” se comienza a complejizar por las infinitas discuciones que han girado en torno a lo que es o no, poesía. El modo, la forma, la manera en cómo se ocupa el espacio de la hoja, un poema titulado “Novela”, una historia, un personaje y un dibujo, un reflejo de la imaginación, la voz del poema:
Pues el rayo, el rayo condujo a la pared, sobre la pared estaba el dibujo de Yoko, su retrato que tracé para no olvidarla: si la dibujo, pensé, tendría que convertirla en imagen, llenar sus vacíos, los vacíos de las cosas, de la costumbre.
Y dicho sea de paso, en Marón americano, el orden de los factores sí altera el resultado, considerando como “factor” el estado que se propone en cada verso respecto al cuerpo, a la visualidad, la posición y nitidez de lo corpóreo.
Publicado originalmente en Letras en línea, 19 de octubre de 2018

El gesto transitorio en un sentido crítico, es decir, el gesto provisional que tienta y conjetura otros horizontes de lo real, prevenido de la suficiencia que define el mundo en tanto funcionamiento o trascendencia; ese gesto incompleto, un pesado atado de vigas suspendido en el cielo de la ciudad, un fardo de espigas que cruje desperdigado en la noche, alienta estos poemas; lo insostenible, intraducible, incesante detenido sin embargo cuarenta veces al alba. “Amanece, el poema se abre” y Gonzalo Millán inicia las series, las estaciones, los enlaces del idioma y resuena en la escritura de Víctor.
Los poemas, los libros se abandonan (“a lo sumo fingen comenzar o terminar”), la obra es vivir mientras gravitan, se constelan esos fragmentos, trazan un arco de insistencias y convicciones; creo que este libro posiciona en la obra del autor – que consta ya de seis ediciones – una vitalización de la escritura. En este sentido, habría que establecer que en la poesía de Quezada es constante la imbricación de la experiencia de las ficciones o lecturas como fundamento de la experiencia del sujeto y su despliegue formal o, en otras palabras, está en la base de su poética: el texto como espacialización declarativa de un nuevo dominio (Muerte en Niza) y la conjetura de ese dominio como serie de superposiciones, deseo y distancia irónica (Marón americano). Este impulso o comprensión se extiende a Insistencia del día, pero desborda las discontinuidades: la escritura es una vida que sobrepasa, traspone el texto, tal como sucede en 20, primer libro del autor.
En Insistencia del día, la vitalización señalada reside, por una parte, en la contemplación: alguien siente amanecer; por otra y como disposición decisiva, se despliega en abierta controversia con las dinámicas de la significación común, las formas de habitar y las formas convenidas de decir que se habita, en momentos en que la heterogénea intensificación y multiplicación de las imágenes y los testimonios es proporcional a su estancamiento o banalización en la inercia de las lógicas imperantes, como también proporcional a la apelativa urgencia por la acción colectiva.
Existe un cruce de discursos convocados al texto en tanto desjerarquización de la experiencia solitaria que, a la vez, componen una reivindicación de la soledad como situación enunciativa: la viga maestra que en medio de los cuartos se gasta y dobla mientras se despierta “a la densidad del sonido”. Esto ocurre, por ejemplo, cuando Víctor escribe la distancia entre la imagen trazada y el objeto contemplado, junto a la distancia entre el acto de escribir y nosotros, el lector:
A esta escena se superpone la descripción gramática de la Real Academia que, cortada en versos, fractura la confesión, enfatiza los recursos, conduce la alegoría a una nueva suspensión:
Mediante esta separación o encuadre podría entenderse el uso de las citas en el poemario: Alighieri, Pasolini, Ferreira Gullar, Lihn, Luis y Elvira Hernández, Ximena Rivera, Gonzalo Millán, entre otros escritores. Los versos o el señalamiento de estas propuestas o figuras/biografías constituyen el marco (la ventana) de la interrogación de Víctor al paisaje de la ciudad y a su propio entorno íntimo: la resistencia de un sueño dentro de otro. Cuatro tablas desbordadas que parapetan una relación simple pero no inocente con las cosas, la constatación sensible de su divergencia y necesidad en el lenguaje, la radiante profundidad que desdibuja la ventana: afuera es adentro y viceversa (como en el poema final de Muerte en Niza, hace diez años).
Entre esos cruces, la escena del alba alterna dos antecedentes sin grietas que anudan nuestra época: el sol, la razón que distingue, detalla y multiplica los matices, las sentencias y explicaciones en pos de un orden: el capital y el mercado, el armamentismo inmobiliario, el tráfago, las grúas como el reloj de la futura torre que fuerza un porvenir; y, luego, la noche, aquella condición de nuestra vida colectiva, indicada por Ennio Moltedo cuando advierte: “Si pones el oído sobre la tierra desnuda escucharás claramente el nombre de los asesinos”. La noche, imagen de la dictadura en Moltedo y otros, y la luminosa bulla de la postdictadura o, en palabras de Pasolini, “la sede del cinismo neocapitalista, y crueldad al volante” sintetizan el tiempo en que se escribe. Detenidos en ese umbral vemos, entre las cosas que caen y las que se desea -tranquilamente- que colapsen:
Y nos esforzamos por soltar, por retener la combinatoria contrastante de esa imagen irresoluta, recurrente, circular. Alguien lee, piensa en sí mismo.
Publicado originalmente en Ojo en tinta, 16 de octubre, 2018.

“Escribir por cuarenta días, como la primera cosa que se hace al despertar (pues toda tarea que se emprenda por cuarenta días queda por siempre)”.

Insistencia del día de Víctor Quezada es el resultado de esa observación. Resultado, pero también continuación de una tarea, un camino, emprendido por otros. El mismo autor, que a partir de ahora es él y esos otros, lo advierte: “un libro que a lo sumo finge comenzar y terminar”.

Despertar. Observar. Escribir durante cuarenta días para constatar la presencia de las cosas. Despertar. Observar. Escribir durante cuarenta días para encontrar, a la hora en que el mundo duerme, el silencio necesario para instalar, no fuera sino dentro, la pregunta por la relación entre las cosas y su nombre.

“Entre yo –el que escribe– y la montaña descansa el deseo de escribir montaña”, anota Víctor Quezada en su diario abierto.

Y me parece que retoma la pregunta de los poetas que, influenciados por el budismo zen, salieron a los caminos para observar la relación entre el árbol y su nombre, la montaña, y su nombre, los pájaros y su nombre.

Es una trampa. El lenguaje es una trampa, dirá mientras recorre los senderos de Oku el maestro de los poetas caminantes.

Y en un escritorio que da a una ventana –les recuerdo que durante cuarenta días un poeta despierta, observa y escribe– la pregunta insiste:

“Un texto puede corresponder /como un gorrión/ a los representantes prototípicos de la categoría (los pássaros) pero un mirlo es de una oscuridad indescriptible”, nos dice el autor de este diario.

Cómo se llama. El poeta japonés quiere saber su nombre.

“Nadie: me llamo Nadie”, responde Víctor Quezada desde esta otra orilla del tiempo.

El tiempo. Si despiertas y observas durante cuarenta días lo que escribes es el tiempo.

“La escritura avanza mientras caemos”, dice. Y Matsuo Bashō, Si Kongtu, poeta de la dinastía Tang, lo escuchan y asienten.

Pero siguen sin resolver el problema del lenguaje. El lenguaje es un trampa (árbol, montaña, pájaros ¿logran las palabras despertar eso que duerme en el interior de lo nombran? ¿logran las palabras ser eso que representan?) El símbolo es una trampa. El lenguaje es un trampa y ahí está Víctor Quezada, ahí están los poetas orientales, ahí estamos nosotros, entrampados.

Si Kongtu, es quien toma la palabra, desde su retiro del mundo, en el monte Hua, a fines del siglo IX. Veinticuatro son las categorías de la poesía y en el preludio de la categoría XVII, donde trata el asunto de Lo curvado y lo sinuoso, dice: “piensas que eres solo uno, ascendiendo, con tu propio esfuerzo, sin nadie, sin nada más. Pero te mueves con el mundo todo. Por eso te cuesta subir. Llevas el peso abstracto del mundo”.

El peso abstracto del mundo –lenguaje, símbolo, discurso– eso es lo que habrá que limpiar. Un poeta camina. Otro se retira al monte Hua. Y otro, durante cuarenta días escribe intentando separar la esencia del artificio, el ruido del canto, de modo que lo pesado retorne a su naturaleza leve.

Ya no se trata de lo que el poema es capaz de hacer con el lenguaje, ni siquiera de lo que el poema le hace al lenguaje, sino de como el poema es capaz de recordarnos una existencia anterior a los nombres.

En la categoría XXII titulada La distancia y la deriva, Si Kongtu, nos recuerda que lo que no puede ser atrapado, puede ser sin embargo, oído. Y Víctor Quezada, más de diez siglos después, le responde que hay una hora en que “el canto de los pájaros transporta el rumor de las cosas”, una hora en que “las cosas permanecen en sí mismas, se preparan para contener el sol”.

Hay un momento del día –el despertar de la mañana– en que todo alcanza su nitidez, un momento en que es posible reemplazar el símbolo por la correspondencia. “La línea que rodea el cuenco (de Santiago) es también la línea irremontable del ojo”, dice el diario abierto.

El paisaje que se ve por la ventana se replica en el interior del propio cuerpo. Durante cuarenta días despiertas, observas, escuchas, escribes. No se trata de lo que el poema hace con el lenguaje, o al revés, porque ya no se trata del poema –lo sabe Bashō, lo saben los poetas que se internaban en las montañas en busca del Tao– sino del acto de escribir.

A medida que las palabras retroceden y el espacio en blanco gana lugar en la página (que es también el paisaje que se ve por la ventana, el cielo de estos cuarenta días) escuchamos que desde la montaña se asoma por última vez la voz Kongtu: “lo más preciado se esconde ínfimo en la maleza y nadie se ha fijado, solo tú. Recoge cuanto puedas, cuanto se entregue y se ofrezca”.

“Una nube –pequeña, dorada– posada apenas sobre la línea de la montaña , anuncia la salida del sol”, dice el diario abierto en su última página.

Cuarenta días. Despertar, observar, escribir, es lo que se necesita para limpiar, reparar, zurcir, por un instante, el pacto con el lenguaje.

Cuarenta días para que ya no la palabra nube, sino la nube misma –pequeña y dorada– se detenga un minuto frente a la ventana.

Cuarenta días para dar cuenta ya no del problema del lenguaje, ya no del poema, ya no del propio nombre, sino del movimiento, el dinamismo continuo e interminable.

La nube.

La nube y luego, otra vez, el día, su insistencia.

"Sobre: Contra el origen, de Víctor Quezada. Santiago de Chile: Marginalia, 2016". Por Bruno Grossi 

Publicado en El Taco en la Brea. Año 4, número 6, noviembre de 2017. 

Disponible en Biblioteca Virtual del Universidad Nacional del Litoral. Santa Fé: Argentina

Publicado originalmente en Jámpster. 31 de agosto de 2017

Bulto, relato/nouvelle de Víctor Quezada, abre la narración con un enunciado corto punzante: “Llegué a los treinta años sin pene”. Pero fuera de lo que se pudiese imaginar, el libro no está construido a partir de fraseos cortos y efectistas. Opta por un trabajo minimalista confluyendo hacia riachuelos temáticos, que se juntan y separan.
La historia es sobre Víctor, antofagastino radicado en Argentina desde hace dos años, quien recibe una llamada desde Chile por parte de su madre. Durante la llamada es culpado directamente por la muerte de su progenitor, debido a las determinaciones que tomó durante los últimos años y por haber descubierto empíricamente que el mito de la buena comunicación entre padre e hijo era solo eso, un mito. La extirpación del padre, del referente masculino, y la imposibilidad de comunicación con ‘el otro lado’, hacen imposible otra forma de relacionarse con el mundo. Víctor camina, observa y devanea esperando que su fijación por otros hombres, con bulto, al igual que él, sea correspondida.
Son varias las líneas narrativas que dan vida al texto. Por un lado, está presente tanto la imposibilidad de amor filial (la familia que lo responsabiliza de la muerte del padre) como la de amor físico (ha decidido ocultar su cuerpo cercenado bajo un pañal): el cuerpo como la representación de una memoria que deja marcas. Bulto —ante todo— es la relación del cuerpo con las cosas; y una de las tantas formas de percibirlo, es a través de la política. Luego de enunciar su mutilación, el relato continua de la siguiente forma:
“Videla murió ayer a los ochenta y ocho, condenado en una cárcel pública; el otro hijo de puta murió como buen cristiano sobre una cama del hospital militar, a las 14:15 hrs del día 10 de diciembre del año 2006, en Santiago de Chile”.
Se hermanan dos países golpeados/abatidos por la dictadura en donde cuerpos se desperdigaron, se alejaron de sus orillas, se arrojaron al mar o se mutilaron desde la memoria:
“vi yo la ausencia de esos hombres, dispersados ya hace mucho tiempo por la policía, desarticulados por el Estado o definitivamente muertos”.
Y por el otro, la relación de Víctor con las masculinidades, la que es siempre tomando una actitud de aprendiz, de vulnerabilidad ante los hombres, quienes son los que marcan la pauta en el relato. La madre es ejemplo de ello. La excusa de insertarla en la historia (siendo la única mujer) es su relación con el padre.
El discurso de lo masculino está por sobre el cuerpo. La imposición de lo masculino es violenta, a ras de piel, y se escapa livianamente durante la sección en dónde piensa en Martín Adán, escritor peruano, y los motivos que les llevaron a escribir pene en sus últimos poemas. Con especial atención a la belleza en el hecho de que haya podido amar tanto a hombres como mujeres.
Podría afirmarse que la línea narrativa en dónde confluye todo (porque guarda consigo una alegoría respecto a la estructura del libro), tiene que ver con los movimientos del agua, los movimientos líquidos. Fluidez y corte. Una materia viva, orgánica. Relatos que se ven suspendidos por el avance de las corrientes. En una orilla, el agua representaría la fuerza de arrastre, el tiempo. La orilla del lugar en donde terminan los hibakushas, los cuerpos desaparecidos y aquellos que viven en el destierro o el olvido. “El cuerpo es una roca en medio de la corriente”. Parece que hay dos destinos posibles, por un lado “el río insiste en devolverle a la tierra fragmentos de vidas naufragadas, objetos que vienen a golpear la orilla…”. Y en la del frente, el líquido vital que avanza bajo un bote que espera pasajeros y que parece por la superficie estar quieta. Esto quiere decir, ser arrastrado o que este flujo pase por debajo de ellos, sin perturbar a quienes son esperados, aquellos responsables de que el cauce siga su curso.
Bulto trabaja con experticia la contención. Ríos que abren múltiples puntos de fuga y que no necesariamente son un camino, sino la revelación de una forma. La misma que hace de un relato de 54 páginas una experiencia violenta pero conmovedora.

Videoreseña a Bulto (novela chilena) de Víctor Quezada: Libros & otras interferencias #47. Por Daniel Rojas Pachas

Disponible en canal de Youtube de Daniel Rojas Pachas


Publicado originalmente en Letras.s5. 2 de abril de 2017

Con razón señalaba Nietzsche que en el origen siempre había conflicto. Ya el simple hecho de que nadie asista a él genera sospecha, ¿habrá existido realmente? ¿Será primero un grito que irrumpe en el mundo, se debilita poco a poco en un llanto, y finalmente es silencio que todo lo gana? Sobre el silencio, la incógnita y el desvelo está pensado entonces el origen, la falta, la ausencia; aquello que nos obsesiona porque simplemente no participamos de su poderosa intimidad. O en todo caso, está abierta la invitación a desconfiar de él y hacer con esa desconfianza un nuevo mito del origen que consiste simplemente en inventarlo. Pero hacer que el origen acontezca en el inicio, y así salvar el problema del comienzo y la página en blanco, parece también una justificación a la falta que se produce en todo inicio. Tal vez, antes de saber del origen haya que saber el final, el último instante, lo que ya no continuará, pues es ciertamente contemporáneo a uno, es lo que contemplamos, es la promesa incumplida de poder decir algo.

Podríamos hacer una larga lista de aquellos que desconfían del origen, quienes se decidieron en contra de algo que ni siquiera sabían si realmente había existido. Tal vez con ello justificaríamos algo de lo anteriormente dicho. Pero nuestro joven autor, Víctor Quezada, sería entonces el último de esos representantes, compartiría una actitud propositiva, pues se explicaría lo que no tiene explicación haciendo el mismo recorrido de aquellos que perdieron esa explicación. Si miramos un poco hacia atrás, en una distancia muy próxima, Mallarmé mismo desconfió del origen; es más, de un modo magistral lo pone como final de toda aventura literaria. La pregunta entonces sería ¿dónde queda el origen? ¿Por dónde comenzar este libro? Me atrevería a decir que para la modernidad misma ese acontecimiento se hace tal en la aniquilación de aquello que se interroga por él. Es decir, el origen es destrucción del origen. De este modo, lo que a simple vista parece leerse como un remontarse hacia el origen –en algún punto todos queremos saber de dónde venimos y quiénes somos, no podemos escapar a esa pregunta de la fatalidad– en realidad no es más que la acción de aniquilar el interrogante y la cosa interrogada de un modo perverso, como si alguien naciera a la vejez al preguntarse ¿quién soy? Pero pongamos un caso por ejemplo, que valga al menos como intento desesperado y frustrado: extremando a Mallarmé, la destrucción del libro –la pregunta por la cosa– es el final y el origen del libro –el aniquilamiento donde todo comienza–, es la ansiada salida y el lugar de donde todo salió. Llena de paradojas está la modernidad entonces, y una de ellas es la autojustificación; por lo tanto, no es errado pensar que quien niega el origen, quien escribe en contra de él, en realidad está solapadamente afirmando la propia existencia, está dando lugar y voz al fantasma de origen, está diciendo: en la ausencia reside la pregunta por la presencia, y solo la escritura puede responder: quién soy, sobre qué escribiré, qué puedo escribir.

Planteando la negativa a todo origen, Quezada se propone la invención de un comienzo, es decir, va a tratar de justificarse al decirnos qué lee, qué ha leído, cómo desea ser leído por detrás de la invención misma que es el ensayo. Para eso el libro de Víctor Quezada va más allá de cualquier experiencia reflexiva, parece una contradicción pero es así, es un libro del presente absoluto a fuerza de querer leer un recorte del presente, encontrar en él la nada, salvarse de la pregunta por el origen del origen presente. Es más, su pequeño libro, apenas cuatro ensayos por donde desfilan cineastas, poetas, otros ensayistas chilenos, franceses, alemanes y argentinos, está despojado del pensar; con gusto se entrega a la anotación, la impresión inmediata, un rapto que ilumina y profundiza, pone en cuestión, invita a las asociaciones que expliquen la desnudez misma de su procedimiento. Si seguimos sus páginas salpicadas de blancos y versos, de glosas a una imagen y sentencias a objetos inexistentes, su acción de relevo es terminal: antes que la pregunta por el origen, lo que sigue es la negación misma de él, el carácter disyuntivo de su título que le permite pasar de uno a otro género en un desfiladero de pequeñas frases, atajos y campos traviesa del sentido. Es más, me pregunto, ¿por qué el título lleva en sí mismo un vacío que incomoda? ¿Por qué contra el origen no es un enunciado propositivo, sino totalmente neutro?

Veamos sino su primer ensayo. La pregunta que tal vez lo originó es directa, casi como una interpelación íntima que no hace más que mostrar una detrás de escena que siempre se deja ver en el género ensayo: ¿cómo comenzar? Hay un arte del comienzo, y consiste en la simple condensación. De eso el ensayo sabe por demás, pues en la invención de su comienzo está el destino del género. A veces me gusta pensar que a fuerza de querer disolver lo más inmediato el ensayista podría proponer ensayos que consten de unas pocas palabras, casi una acción encubridora del deseo de silencio o la negación misma de renunciar a la escritura. Que explique muy poco, que argumente casi menos y que nos gane por la contundencia; ese sería para mí un ensayista ideal. O en todo caso, si desea hacer ejercicios de retórica con sus ideas, que priorice la opacidad antes que la transparencia, que se deje ganar por ese devenir poeta reprimido que todo ensayista lleva consigo. Ese sería el ensayista de la invención del origen. Ustedes me dirán: pero nos estás proponiendo que leamos a un tipo que jamás concretó nada, que nunca llegó a ningún lado. Recuerdo ahora los aforismos del Diapsalmáta de Kierkegaard, en ellos no hay otra cosa más que todo lo que luego vendrá en excesos y replanteos discursivos, alteración de ediciones y proliferación de seudónimos y más distanciamientos de todo tipo que servirán para perder de vista al Kierkegaard real por detrás de toda una serie de invenciones fantasmales. ¿Y qué hay en esos aforismos? Breves anotaciones de un sujeto que se complace en la holgazanería y la pereza, tal vez vicio e imposibilidades de quien lo postergara todo o lo reduce todo a la creencia de que en ciertos raptos de genialidad ya está todo. Sin embargo esos aforismos no son nada más que el comienzo, no son otra cosa más que un arte de iniciar; es más, lo que viene después tal vez niegue ese comienzo brillante. Pero el inicio es fuerte, contundente, resguarda en él la violencia de todo estallido como es el nacimiento en un mismo instante de visión y método. No existe entonces mejor comienzo que el lacónico. Cito lo que cita Quezada en Melville: Call me Ishmael. ¿Hay acaso un inicio más perfecto? ¿Hay acaso alguien que niegue que en esa simple frasecita ya está todo lo que vendrá? De ahí entonces que el arte del ensayo sea plantear la disyunción, sea siempre escribir contra el origen y a favor de los buenos comienzos que son las orejas paradas de la invención, como un apostar a la fuga hacia delante; o por qué no, como un prolongarse en la postergación, otra forma de la felicidad melvilleana disfrazada bajo la forma de un simple “preferiría no hacerlo”. Ir contra el origen es simplemente tener una buena frase para que la página se abra, deje de lado su reticencia y nos reciba en un cielo diáfano donde perdernos. No es poca cosa, pocos ensayistas saben del arte de jugarlo todo en el comienzo.

De eso Quezada sabe, tiene buenos comienzos, sus ensayos aseguran el origen de lo epifánico, por caso citemos este: “He decidido escribir este texto a partir de notas, formas breves, sin mayor unidad, anotadas en momentos de pequeña iluminación”. He aquí un buen comienzo, una frase que propone comenzar desde la escritura, pero desde la escritura que ha sido modificada por la lectura; una escritura entonces que ha sido conmocionada por algo incierto que ha acontecido en la lectura. Pero, ¿qué es ese algo?, ¿qué es ese comienzo del misterio súbito? “Momentos de pequeña iluminación”, llama Quezada a esa misma conmoción, a lo que une uno y otro momento y así trasciende, por afección, cualquier principio de unidad argumentativa. El satori del ensayo está entonces en la cabeza que se levanta de la lectura y anota algo, está en la melancolía que interrumpe y lleva la lectura a su producción fantástica de imágenes, está también en la vinculación biográfica –yo leo, solo a mí se me ocurren estas cosas– y en la actitud disolvente de una proximidad física que se traduce en palabras o proposiciones imposibles, como esta otra frase que cierra el comienzo perfecto: “Decidí emprender la tarea de anotar el presente”.

Tal vez todo negador del origen, en fin, todo ensayista, no sea con estos procedimientos otra cosa más que el último decadente. Los decadentes se propusieron esa tarea demoledora de anotar el presente porque lo que concluye solo puede hacerlo en él, en el ahora condenado a desmoronarse. En sí todo el género ensayístico no es más que eso, una celebración de lo que no sabemos de dónde proviene pero sí intuimos hacia donde se dirige: la ruina, el fin del esplendor, la muerte misma que vuelve tan intenso el presente. De ahí entonces este procedimiento que en Quezada se hace anotación ensayística, cito: “anotamos porque no sabemos qué está pasando con nosotros, anotamos porque no sabemos qué pasa con el mundo o este se nos presenta como un rival”. En el ensayo “Dejar de escribir, salir del libro”, la anotación busca volverse el objeto mismo que observa; juntando una serie de poetas que simulan en la lírica la persistencia maniaca del diario, Quezada resalta en esta novísima poesía que la escritura se ha vuelto protagonista. Es más, la escritura, ya sea poética o cualquier otra cosa, se disimula entre las demás actividades del mundo: “Escribir es escribir algo, se escribe con un propósito. Pero también se escribe como se camina, se escribe sin objeto, sin propósito alguno, al ritmo de la caminata”. ¿Y para qué –nos preguntamos quienes lo leemos–, en busca de qué el libro ha sido trascendido y lo que pueda escribirse ha sido borrado de su inscripción como obra hasta ser un simple desplazamiento por la atención puesta al mundo? Nietzscheanamente, Víctor Quezada como un Dionisos de la cita y las frases breves nos contesta: “Anotamos el presente, a fin de cuentas, para conservar la cordura”. Justamente esta cita que tomo al azar, y que no es ingenua, me permite leer que se escribe para lo impostergable: la muerte y el egotismo.

Barthes nos liberó de los temas, a partir de él la libertad fue embriagadora: se podía escribir sobre el acto de escribir, no hacían falta ya ni los objetos del mundo, ni sus temas, ni el mundo mismo. Pero entonces sobre qué escribir si esta propuesta supera el poder de cualquier invención. Previo a él cuando Lukács planteó que el ensayo buscaba resguardar el poder del espíritu en un mundo desencantado, no hizo más que liberar al ensayo de toda trascendencia reduccionista. Tal vez Lukács en silencio renegó de su propuesta juvenil al descubrir con su resguardo del género que en verdad estaba proponiendo que hablemos de nosotros mismos, ya que somos imposibles de ser reducidos, ya que intuimos y sentimos fascinación por la intensidad de lo impostergable; y esa fascinación es la muerte, lo que niega cualquier entendimiento del origen. No es casual entonces que el último ensayo esté dedicado a Barthes y al halo trágico que rodea sus últimas anotaciones, justo cuando el autor de El grado cero de la escritura descubre que la muerte es lo impostergable, y por lo tanto, plantea una novela que sería la Vita Nova; aunque también, en esa novela, que puede escribirse porque se sabe que ya el origen no importa pues la muerte es impostergable, lo fatal se esconde en su camino bajo la forma estúpida de una furgoneta de lavandería. Por qué escribimos entonces parecería ser la pregunta de un ensayista a otros ensayistas y a los lectores del ensayo. La respuesta está en que “la conciencia de la muerte llega y, al mismo tiempo, de la vitalidad desesperada que sobreviene como posibilidad de una nueva práctica de la escritura”. Entonces frente a la pregunta sin origen y a la intuición de un trabajo que jamás terminaremos, o una cita a la que nunca asistiremos, la respuesta es que la escritura siempre se presenta como “hacer algo antes de morir o decir lo que me falta decir, convencido de que hago la última cosa de la vida”.


Carlos Surghi (Villa María, Córdoba, Argentina, 1979). Poeta, ensayista y crítico literario.